Литмир - Электронная Библиотека

Regreso al escenario y me aseguro de que todos estamos bien colocados. Estos tíos me respetan. Al principio no sabían cómo reaccionar conmigo, siendo chica, pero oyeron mi música y decidieron que tenía un pase. Después de tocar conmigo más de un año, decidieron que más que tener un pase, era realmente buena. Ahora me tratan como a uno más, y me gusta. Brian, mi batería, es poderoso, bajito, lleva la gorra al revés y boa de plumas. Vino a L. A. de Filadelfia para estudiar derecho y lo dejó por el rock. Sebastián, el flaco alto con la cabeza afeitada, es mi teclista y programador. Es español y solía tocar con un conocido grupo en Madrid antes de unirse a mi grupo. Mi bajo, Marcos, viene de Argentina; es el silencioso que parece un contable, y reserva toda su locura para cuando tocamos. La segunda guitarra es una muchacha de Whittier a la que oí tocar en un festival en la Universidad Estatal de California. No tenía ni idea de lo buena que era, y aún no lo sabe. Deben de haberle hecho mucho daño a esta chica hace tiempo. También está Ravel, un dominicano que se encarga de la percusión, la flauta peruana y la segunda voz. Es un músico increíble, y tan alegre siempre que te contagia.

En nuestros puestos. Se encienden los focos. La muchedumbre ruge. Se enciende una pequeña luz azul y arrancamos con una canción movida y airada que compuse mezclando hip-hop, metal y sonidos peruanos tradicionales. Los fans enloquecen. El foco me ilumina y me da un subidón. La adrenalina fluye en mí. Me olvido de quién soy y de dónde estoy, me convierto en música. Trasciendo el tiempo y el espacio, aúllo. Dicen que mi voz es dura, arenosa y áspera, como la de Janis Joplin. Ninguna mexica ha cantado así nunca, no en un disco, al menos. La voz de Alejandra Guzmán se parece, pero su música tiene demasiado pop. La mía es más afilada, más dolorosa, más loca.

Después de la primera canción, cojo las tarjetas y me dirijo al público en español:

– ¡Chingazos! ¡Chingazos!

Enloquecen.

– Escuchadme, chingazos. ¿Habéis visto a Shakira últimamente?

Todos abuchean.

– Así es. Es una pinche desgracia. Rubia. Es una vergüenza para La Raza y La Causa. ¡Podría ser Paulina Rubio!

Todos gritan. Tiro las tarjetas y flotan en un mar de manos oscuras.

– ¡Están dirigidas a su mánager, hijos de puta! Estamos diciéndoles que no es eso lo que queremos. ¡Estamos diciéndole a Shakira que es una traidora!

Más vítores.

Empiezan a gritar:

– ¡Que Shaki se joda! ¡Que Shaki se joda! ¡Que Shaki se joda!

Puños al aire, enseñan los dientes como animales. Les dejo seguir un momento y alzo la mano para callarles.

– Vuestro trabajo es salir ahí fuera y educar a la gente, Raza. Hay demasiados complejos, demasiados deseos de ser como el hombre blanco. ¡Salud! ¡Amaos como sois, oscuros y aztecas, Raza!

Más vítores.

– ¡Que viva la raza, Raza!

Gritos e histeria.

Entonces digo en inglés: «Love your big bad, beautiful brown self, ¡chingones!».Es la entrada a otra canción y empezamos a tocar. Los del foso se agitan, yo me dejo llevar por la magia. Estoy ida.

Cuando termino, todos están sudados y enloquecidos. Piden más. Estoy exhausta, dispersa en el cosmos. No puedo tocar más. Saludo y empiezo a recoger mis cosas. El pincha pone rápido algo de los Jaguares y todos empiezan a bailar. Algunos logran franquear a los guardaespaldas y suben al escenario en busca de autógrafos o para tocarme. Me mezclo con mis admiradores durante quince minutos y doy la espalda al público para guardar mi guitarra. Cuando empiezo a desmontar el micrófono y el equipo de sonido, siento una mano en el hombro. Me vuelvo y veo al hombre mayor con la chaqueta oscura que vi antes en la barra.

– ¡¿Amber?! ¿Cómo estás? Joel Benítez -dice con lo que parece un acento de Nueva York, puro negocio, extendiendo su gruesa mano.

Me limpio inútilmente las manos en los pantalones de caucho y agito la suya, sintiéndome sucia y sudada. Busca mi mirada de una forma que me incomoda y retiene mi mano más tiempo de lo normal, volviéndola para inspeccionar mis cortas y desarregladas uñas verdes.

– Magic Marker -digo-. Me las pinto con un rotulador Magic Marker.

Es una estupidez, pero no domino mis nervios.

– Tenía curiosidad -dice-. Desde atrás no veía bien. Muy creativas.

Reconozco el nombre. Joel Benítez es el director de artistas y repertorio de la nueva división latina de Wagner Records. En otras palabras, es el tipo que decide, el que contrata. Le envié hace unos meses un disco compacto de prueba con un presentimiento. No tuve respuesta, así que no volví a pensar en ello. No es frecuente que te responda un pez gordo a menos que tengas agente, y yo no lo tengo. Tuve uno, pero no me gustaron sus intentos de hacerme cambiar el pelo o el sonido. Durante algún tiempo busqué otro que entendiera mi música, pero sin éxito alguno. Tampoco tengo mánager, por lo mismo. Soy un monstruo controlador. De todas formas, jamás imaginé que Joel Benítez se presentaría aquí con traje y corbata.

– Sonaba bien -dice. Levanta una comisura y sus ojos brillan-. Muy bien, de hecho.

– ¿Te ha gustado?

Sonríe. Puedo oler su penetrante colonia. Me recuerda a la que usaba mi abuelo. Colonia de fontanero. Gato no usa colonia, sólo aceite de pachulí.

– ¿Puedes pasar por nuestras oficinas la semana que viene, digamos el lunes por la mañana? -pregunta sin rodeos.

Parece aburrido, sopesando.

– ¿El lunes por la mañana? -me detengo.

– El dos de febrero -dice. El año nuevo mexica. ¿Coincidencia?-. Por la mañana. A menos que sea demasiado temprano para un músico.

Se ríe. Me río como una hiena. Mi mano sube hasta mi pelo y empieza a juguetear con él.

– ¿A las diez?

Mira al fondo de la sala, observando a la gente del club, seguro de sí mismo.

– A las diez. Está bien. A las diez.

Detecto mi pánico en un hilo de voz.

Saca un tarjetero de plata del bolsillo interior de su chaqueta, lo abre con una mano y extrae una sola tarjeta con su experto dedo pulgar. Clap, la cierra. Cojo la tarjeta de entre sus dedos.

– Ahí tienes la dirección -dice mirando a lo lejos-. Di en recepción que vas a verme.

Pienso en preguntarle de qué quiere hablar, pero se ha dado la vuelta y se desliza hacia la puerta sorteando a la gente que baila. Anda como un hombre poderoso. Le observo y sigo escudriñando la oscuridad cuando desaparece, hasta que siento una mano en mi hombro, es Gato.

– ¿Lista? -pregunta.

Todavía sigue sin camisa, y su cuerpo está cubierto de arañazos y rojeces de cuando se tiró al foso.

– Sí, claro -me despejo y recuerdo que aún tengo que pagar al grupo-. Tengo que pedirle el dinero a Lou -digo, refiriéndome al gerente del club.

– Ya está. Ten.

Saca un cheque del dueño del club. Es más de lo que esperaba, un par de miles más. Cojo el cheque y me quedo boquiabierta. Sonrío a Gato. Me cuenta que el dueño está tan impresionado con el gentío que ha querido asegurarse de que volvería. Genial.

Miro a Gato para saber si me ha visto hablando con Joel Benítez. No creo. No quiero decírselo. No aquí. Nunca quise ser la primera en conseguir una oferta, igual que el que tiene hijos espera morir antes que ellos.

Pago al grupo en efectivo. Nos damos la mano y Gato y yo salimos por la puerta trasera y subimos en mi Honda Civic. Mi madre me lo dio el año pasado, cuando se compró un Accord nuevo. Es un buen coche, casi demasiado bueno. Demasiado limpio y demasiado normal, como mi familia. Le pedí a Lalo que lo llenara de antiguos símbolos mexicas. En el capó hay un gran dibujo de Ozomatli, el rey mono azteca del canto y el baile. Por detrás está lleno de adhesivos, es importante aprovechar cualquier oportunidad para difundir la verdad entre la gente. Uno dice «Mexica: nosotros no vinimos a América, América vino a nosotros». Otro: «Mayoría Feminista», o «Buen intento, hombre blanco». El que provoca más comentarios es mi gran pez Darwin magnético comiéndose a un endeble pez Jesús. Unos locos intentaron echarme a la cuneta por ése. Nada me entristece más que ver a La Raza con esos pequeños peces magnéticos en los coches, como Elizabeth. No tienen ni idea. Jesucristo es la religión del hombre blanco.

28
{"b":"125323","o":1}