– No, no lo eres. Lauren, déjalo -dice Elizabeth-. Estás bien.
Sara pone su mano en el brazo de Elizabeth y asiente.
– Sí -dice-. Estás bien, Lauren. Corta ya.
Aunque juré no volver a estarlo, estoy borracha y no puedo evitarlo. Empiezo a dar demasiados detalles tristes de mi propia vida. Puedo sentir a Rebecca pensando que no hago bien en contar tanto. Me lanza esa mirada. Nadie se da cuenta y de nuevo me siento como una loca paranoica. Y patética. Pero no puedo evitarlo. Hay algo en mí -cerveza, sobre todo- que me hace hablar demasiado.
Lo cuento todo: que Ed el cabezón ha estado distante y evasivo, que sospecho que algo pasa, pero no estoy segura; que he intentado averiguarlo entrando en el contestador de su oficina que tiene la misma contraseña que su tarjeta del cajero, cuyo código recordaba porque una vez tuve que usarla para sacar dinero mientras él paraba un taxi. Les cuento que había un par de mensajes de una atractiva y jadeante voz, agradeciéndole la cena y la diversión. Les digo que no sé si merece la pena casarme con un tipo que no me gusta físicamente, que vive en Nueva York y gasta más dinero en una camisa hecha a medida que en mi último regalo de cumpleaños, un engreído texicano de San Antonio que lleva botas de cowboy con trajes de Armani y dice que se llama «Ed Ferry-mail-oh», en lugar de ser honrado y decir que su nombre es Eduardo Esteban Jaramillo, antiguo monaguillo en una polvorienta iglesia de adobe.
Les cuento que he intentado aumentar mi autoestima coqueteando peligrosamente con el ingenioso pero insustancial Jovan Childs en la redacción, que el otro día casi me robó un beso cuando me llevó a ver el partido de baloncesto de los Celtics, que estuvimos tan cerca que podía ver el empaste húmedo y amarillo de sus fundas dentales. Les digo que aunque he visto a Jovan en acción con otras mujeres -mide su valor por el número de féminas con las que sale al mismo tiempo- tengo la loca esperanza de curarle la fobia al compromiso, porque es el escritor más inteligente y hábil que he conocido, y cuando leo sus columnas mi corazón estalla en mil pedazos.
– Y odio el baloncesto, ¿de acuerdo? -digo.
Empiezo a llorar y miro fijamente al ahora grasiento mapa de Cuba. La Habana está empapada de aceite. Matanzas está cubierta con un trozo de carne de la ropa vieja que he tomado. Holgüín ha desaparecido bajo un frijol negro. Ninguna de las otras temerarias ha ensuciado tanto sus mantelitos. Claro que no. Miro mi suéter blanco, y, efectivamente, hay una mancha grasienta de salsa de tomate entre mis senos. Miro a las chicas y empiezo a hablar antes de comprender lo que estoy diciendo.
– Jovan puede escribir sobre una cancha de baloncesto y rompo a llorar convulsivamente: así es de bueno. Creo que lo amo, pero es un desastre para el amor. Es guapo pero, Dios, ¿cómo un escritor tan sensible puede ser un ser humano tan insensible? Es un mierda. Le odio.
Les hablo de mi creciente curiosidad por la peligrosa especie de tigre guapetón que merodea por este y otros vecindarios. Les digo que creo que los dominicanos son los hombres más atractivos del planeta. Les cuento mi sueño de salvar a uno de ellos, convertirlo en un profesional, pagarle la universidad o algo así.
– Al menos me gustaría tener uno, ¿sabéis a lo que me refiero? Sólo para ver lo que se siente.
Rebecca rompe su silencio, y sonriendo amablemente dice:
– Lauren, espero que no te moleste lo que te voy a decir. Te respeto mucho, pero tienes una vena realmente autodestructiva. Deberías cuidarte más. Tienes que dejar de sentirte atraída por esa clase de gánsteres que sólo pueden perjudicarte. No quiero tener que ir a identificar tu cuerpo al Hospital Municipal.
– Sólo porque sea negro americano no significa que Jovan sea un gánster -digo molesta-. Es escritor. Un escritor asombroso.
– Otra vez el tema racial -dice Liz-. Siempre estás con lo mismo.
– Eso es tan racista -le dice Amber a Rebecca-. Tendrías que analizar tus odios.
– Me refería a Ed -dice Rebecca con una tensa y diminuta sonrisa-. A Jovan ni siquiera lo conozco, aunque me gustan sus artículos. No soy racista.
– Y Ed no es un gánster -digo.
– Oh, por favor, doña «me-gustan-los-negros-pero-nunca-sal-dría-con-uno» -le dice Amber a Rebecca-. ¿Que no eres racista?
Y se ríe; me impresiona de nuevo el grave poder de su voz.
Rebecca la ignora, y arqueando una ceja perfectamente depilada inclina la cabeza como diciendo: «¿Estás segura?». Odio cuando hace eso.
– ¿Qué quieres decir? ¡No lo es! ¡Escribe los discursos del alcalde de Nueva York!
Algunas de las temerarias se ríen de semejante defensa.
– Ah, Ed está bien -dice Sara encogiendo los hombros-. Se portó de maravilla cuando fuimos a esquiar. Un verdadero caballero. Aférrate a él, cariño.
– Eh, por favor, ¿y tú cómo lo sabes? -bromea Elizabeth-. Oí decir que te pasaste el día deslizándote por las pendientes sobre tu culito.
– Ten cuidado, mi'ja -Usnavys bromea con Elizabeth-. Estás a punto de actuar de forma poco cristiana. No dejes que nadie, nadie, te pille.
Elizabeth pestañea despacio, molesta.
– Los cristianos también tienen derecho a divertirse.
– Es verdad -digo refiriéndome a lo del esquí de Sara-. Es una pésima esquiadora. Fui testigo. Fue realmente penoso.
– Por favor -dice Amber-. Es un falso indio. No os fiéis de los fabos indios.
– ¿Quién es un falso indio? -pregunta Usnavys.
– Ed -dice Amber.
– ¿Qué demonios es un «falso indio»? -pregunta Rebecca.
– Alguien como tú -dice Amber-, que niega sus maravillosas raíces oscuras.
– Otra vez no.
Rebecca pone los ojos en blanco. Se cruza de brazos.
– A mí me parece que Ed tiene… sus virtudes -susurra Usnavys, pero su expresión la delata.
Traga su mentira con un sorbo de vino y aparta la mirada.
– Di una -exige Elizabeth, sonriente, golpeando la mesa con la palma de la mano.
– ¡Ay, bendito sea! -protesta Usnavys, mirando a Elizabeth con fingida sorpresa y una mano en el pecho-. Por Dios, ¿qué clase de cristiana da esos golpes en la mesa?
– Hablo en serio -dice Elizabeth ignorando a Usnavys-. Decidme una buena cualidad de Ed. Sólo una. Es lo único que pido.
Levanta los hombros hasta las orejas y extiende las manos como si esperara un regalo que sabe que no llegará.
Silencio. Sonrisas divertidas alrededor.
Risa. «Sois unas zorras demasiado sinceras.»
– ¿Ves? -pregunta Elizabeth. Relaja los hombros y se sacude las palmas de las manos. Me mira y me señala con un dedo muy largo-: Puedes conseguir algo mejor. Y debes hacerlo.
– ¡Callad, chicas! -grito-. Me voy a casar con él. ¿Os acordáis? ¡Mirad este anillo! No está mal, ¿no?
Amber pone los ojos en blanco. Elizabeth se muerde el labio para ahogar una risa. Rebecca mira el reloj. Sara oculta con la mano derecha su fantástico anillo de compromiso/boda y levanta las cejas con una sonrisa deliberadamente caritativa. Usnavys traga, sonríe y dice:
– Sí, seguro.
Pero se encoge de hombros.
– Es bisutería -digo.
Pongo el anillo bocabajo y lo tapo con una mano. Rebecca deja de mirar el reloj y aprieta los labios.
– Está bastante bien -media Sara, ocultando su mano con el anillo bajo la mesa-. Un anillo es un anillo.
– Ni siquiera me ha regalado un buen anillo -digo. Lo destapo y examino de nuevo la piedra-. Es posible que ni siquiera sea un verdadero diamante. Será un zirconio.
– Nena, es un anillo -dice Usnavys, exhibe su dedo anular desnudo y lo señala con la otra mano-. Eso es lo importante.
– Los anillos son símbolos de propiedad -dice Amber comiéndose las uñas, cortas y negras, y escupiendo trocitos al suelo-. ¿Por qué desear algo así?
– Ay, ¡por favor! -dice Rebecca toqueteando su carísimo repertorio de anillos-. No todo el mundo aspira a celebrar descalzo una boda maya a la que no invitar a los amigos.