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Y entonces, de manera inesperada, una mañana Demetrio, el esclavo griego, le anunció que un grupo de personas esperaba que lo recibiera. Por unos instantes, Arnufis temió lo peor. Pensó que un arrendador irritado, un tendero al que se le debían cuentas desde hacía semanas o incluso un agente del orden venían a ponerle contra la pared y causarle una humillación mayor que las que no dejaba de sentir desde su llegada al puerto de Ostia. Su sorpresa fue mayúscula cuando quien apareció ante su presencia fue un hombre alto y de abundante pelo negro.

Se expresaba con un extraño acento -no era, desde luego, un romano culto-, pero pudo entender su latín. Así se enteró de que tenía problemas de impotencia -ocasionales, según él-, de que abrigaba dudas de que su hijo lo fuera en realidad y de que, por encima de todo, deseaba saber si su mujer le era infiel. Arnufis desplegó entonces ante el visitante un ritual entreverado de palabras pronunciadas en egipcio, de gestos solemnes realizados con sus manos largas y estilizadas, de incienso quemado y aventado por la sala. Como colofón a la ceremonia, dejó caer una yema de huevo en un tazón lleno de agua. A esas alturas, Arnufis estaba más que convencido de que el hombre en cuestión tenía dificultades en el lecho porque se prodigaba demasiado más allá de los límites del matrimonio, de que su hijo era un bastardo y de que su mujer le era infiel, lo que, dicho sea de paso, le parecía comprensible porque se trataba de un engreído estúpido. Por todo ello, le dijo que no debía derramar su semilla en mujeres que no merecieran su pujante virilidad, que su esposa le era rigurosamente fiel porque lo adoraba y que nadie pondría en duda la filiación de su hijo. La sonrisa de necia arrogancia con la que el fulano recibió aquellas palabras llevó a Arnufis a sospechar que no regatearía en la tarifa. Efectivamente, no lo hizo.

Aquel día, Arnufis tuvo oportunidad de atender a una mujer estéril -a la que aseguró que pariría un hijo varón al año siguiente-, a una matrona convencida de que la vecina le había arrojado el mal de ojo -a la que liberó de tan molesto como falso peligro- y a media docena más de personas inquietas por problemas más supuestos que reales. Chapurreaban pésimamente la lengua de Virgilio y César, pero nadie hubiera podido negarles que lo hacían con tal entusiasmo que resultaba difícil no entenderlos.

¿Les servirían de algo sus remedios? No. Arnufis no pertenecía al género de los magos que se engañaba. No, rotundamente no, salvo error, casualidad o suerte. ¿Reclamarían? Tampoco. La experiencia le decía que por autoengaño o ignorancia era altamente improbable que uno solo de aquellos memos apareciera un día quejándose. ¿A quién le agrada reconocer que es un tonto ideal para convertirse en víctima de un estafador? A nadie. ¿Quién tiene el valor para permitir que sus vecinos lo sepan? Alguno, sin duda, pero en un número tan ínfimo que casi no llegaban a alcanzar la categoría de riesgo.

Cuando las sombras se volvieron más largas y Demetrio comenzó a encender las lámparas de aceite en el interior del piso, Arnufis había recogido una cantidad nada despreciable de dinero. Se sentía algo cansado, era verdad, pero con esa fatiga agradable que casi alcanza la categoría de placentera cuando va seguida por el reposo. Sólo entonces el mago egipcio cayó en la cuenta de que ignoraba a qué se debía su repentino cambio de fortuna. Aún seguía reflexionando sobre ello cuando Demetrio le trajo una copa rebosante de vino, de ese vino áspero que, por lo visto, tanto gustaba a los romanos. Claro que, comparado con aquella porquería que llamaban garum y que echaban a todas las comidas -absolutamente a todas-, casi podía resultar tolerable. Saboreó la bebida mientras el esclavo le masajeaba con envidiable destreza los pies. Cerró los ojos, recostó la cabeza contra el muro y por unos instantes sintió la corriente de alivio que le subía por los tobillos, las rodillas y los muslos hasta posarse sobre su vientre. Y entonces…

– Demetrio, ¿sabes a qué se han debido nuestras visitas de hoy? -dijo sin abrir los ojos.

El esclavo continuó su labor con la misma meticulosidad que en los instantes previos, pero no dejó de responder a su amo.

– Kyrie, un mago siempre atrae a la gente.

– Sé que un mago atrae a la gente, pero ¿cómo se enteraron de que era un mago?

Realizó una pausa y añadió:

– ¿Se lo has hecho saber de alguna manera?

Demetrio comenzó a masajear ahora los músculos de las pantorrillas. Conocía a la perfección la técnica y Arnufis movió su columna vertebral como si así facilitara el fluido de sensaciones placenteras que procedían de la parte inferior de su cuerpo.

– Kyrie, coloqué un cartel en nuestra ventana. Arnufis abrió los ojos. Su mirada chocó con la cabeza inclinada del esclavo, nada dispuesto a que un interrogatorio lo distrajera de su obligación inmediata.

– ¿Un cartel? ¿En qué idioma?

– En ninguno, kyrie -respondió una voz procedente de algún punto situado bajo la inclinada testuz de Demetrio.

– No me hagas perder tiempo y explícate mejor -ordenó incómodo el mago.

– Kyrie -comenzó a decir Demetrio-. Algunas veces la gente que viene a veros me entrega algún dinero. Es poco y me lo guardo porque me das permiso para ello…

– Conozco de sobra lo que me estás contando -le interrumpió bruscamente el egipcio-. No te entretengas y responde.

– Pues bien, kyrie, en ocasiones, en pocas, pero alguna, he empleado ese dinero en tener comercio carnal con mujeres.

Molesto, Arnufis se pasó la mano derecha por el mentón. Lo último que deseaba escuchar a esas horas eran las aventuras de su esclavo con furcias.

– En los lupanares las muchachas no siempre conocen el griego o el latín. Muchas veces son esclavas de guerra o incluso mudas que no entienden a los clientes. Para solucionar ese problema…

– … recurren a los dibujos de las paredes -dijo Arnufis, que comenzaba a comprender.

– Sí, kyrie -comentó con entusiasmo Demetrio-. Basta con señalar un grabado y la lupa sabe lo que tiene que hacer.

– ¿Estás diciéndome que tú dibujaste en el cartel lo que podía hacer?

– Sí, kyrie. Eso hice -respondió Demetrio entregado a relajar los músculos de los muslos de Arnufis. -Tráemelo. Quiero verlo.

El esclavo no discutió la orden. Se puso en pie con rapidez y abandonó la estancia. Apenas tardó unos instantes en regresar con un cartel que sujetaba con ambas manos.

– Dámelo -dijo el egipcio acompañando su deseo con un gesto imperioso de la mano.

Arnufis clavó la mirada en la obra de Demetrio. Sin duda, era tosca, burda, incluso de dudoso gusto, y sin embargo… sin embargo, de aquellos dibujos trazados con tinta negra se desprendía una fuerza primaria y tan vigorosa como el mordisco desesperado de un animal hambriento. Apegotonadas, ante sus ojos aparecían las figuras de una mujer que lloraba viendo los hijos de otra., de un hombre encolerizado porque su esposa se besaba con un amante, de un enfermo con aspecto de moribundo y a la derecha, con un tamaño muy superior, se erguía, poderosa e imponente, una figura que sólo podía corresponder a Arnufis. Ataviado como algo que se parecía a un mago egipcio, blandía un bastón con el que tocaba un cadáver y lograba que se levantara. Debajo de todo, con letras grandes, podía leerse «ariolus». ¡Mago! ¡De manera que lo que había impulsado a aquella gente a llegar hasta la insula y subir cuatro pisos era la convicción de que podía ver el futuro! Claro que si era capaz de leer algo tan etéreo como el porvenir, ¿qué tenía de raro que conociera el pasado o que pudiera adentrarse por el presente más inmediato? ¿Cómo podía resultar extraño que además poseyera las otras virtudes trazadas por Demetrio en el cartel?

Sin apartar la mirada del anuncio, Arnufis frunció los labios y se frotó el mentón. Al final, iba a resultar que había hecho una buena compra al adquirir a Demetrio…

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