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Alice se retiró el pelo detrás de las orejas. La hoja del armario de cocina seguía abierta allá arriba, la silla inanimada ahí delante. No se había lastimado. No tenía ganas de llorar. No acertaba a reflexionar sobre lo que acababa de ocurrir.

Empezó a recoger el arroz del suelo, al principio grano a grano, luego juntándolos con la palma.

Se levantó y echó un puñado en la olla, que ya estaba hirviendo. Se quedó mirando cómo el arroz subía y bajaba caóticamente por efecto de la convección, como lo había denominado una vez Mattia. Apagó el fuego y fue a sentarse en el sofá.

No haría nada. Dejaría todo tal cual hasta que llegaran sus suegros y les contaría cómo se había portado Fabio. Pero no vinieron. Debió de avisarles él. O quizá había ido a su casa y en ese momento estaba contándoles su versión, que el vientre de ella era árido como el lecho seco de un río y que él estaba cansado de vivir así.

Reinaba el silencio en toda la casa, la luz parecía no encontrar su sitio. Alice descolgó el teléfono y marcó el número de su padre.

– ¿Sí? -contestó Soledad.

– Hola, Sol.

– Hola, mi amorcito. ¿Cómo está mi niña? -dijo la otra con su amabilidad de siempre.

– Así así.

– ¿Y eso? ¿Qué pasó?

Alice guardó silencio unos segundos y luego preguntó:

– ¿Está papá?

– Está durmiendo. ¿Lo llamo?

Alice pensó en su padre, en la gran habitación que ya sólo compartía con sus propios pensamientos, y por cuyas persianas bajadas entrarían franjas de luz que caerían sobre su cuerpo dormido. El tiempo había borrado el odio que siempre los separó, Alice ya ni lo recordaba. Lo que más la había oprimido en aquella casa, la mirada grave y penetrante de su padre, era ahora su mayor añoranza. Él no le diría nada, ya hablaba poco. Le acariciaría la cara, y le diría a Sol que pusiera sábanas limpias en su cuarto, nada más. Con la muerte de su mujer algo había cambiado en él, se había ablandado. Paradójicamente, desde que Fabio formaba parte de la vida de su hija se había vuelto más protector. Ya no hablaba todo el rato de sí mismo, dejaba que fuera ella quien le contara cosas, la escuchaba abstraído, más atento al timbre de su voz que a las palabras, y hacía comentarios con murmullos pensativos.

Aquellos momentos de ausencia habían comenzado haría un año, cuando una noche, por primera vez, confundió a Soledad con Fernanda. La atrajo para besarla, convencido de que era su mujer, y para disuadirlo Sol tuvo que darle un cachete, a lo que él respondió enfadándose y gimoteando como un niño. Al día siguiente no recordaba nada, pero tenía la vaga sensación de haber hecho algo mal, de haber roto el regular transcurso del tiempo, y le preguntó a Sol qué había ocurrido. Ella procuró no contestar, cambiar de conversación, pero él insistió hasta sonsacarle la verdad. Entonces inclinó la cabeza, sombrío, se volvió y pidió perdón en voz baja. Acto seguido se encerró en su despacho y allí permaneció hasta la hora de cenar, sentado a la mesa, con las manos apoyadas sobre el tablero de nogal, tratando inútilmente de llenar aquella laguna de su memoria.

Lapsus como ése se repetían cada vez con mayor frecuencia, y los tres, ella misma, su padre y Sol, procuraban no prestarles demasiada atención mientras fuera posible.

– Ali… ¿Lo llamo o no? -repitió Soledad.

– No, no -se apresuró a contestar-. No lo despiertes. No importa.

– ¿Seguro?

– Sí. Mejor que descanse.

Colgó y se tumbó en el sofá. Se esforzó por mantener los ojos abiertos, fijos en el techo encalado. Quería experimentar bien despierta la sensación del nuevo e incontrolado cambio, ser testigo del enésimo pequeño desastre, pero poco a poco fue respirando más regularmente hasta quedarse dormida.

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Mucho sorprendió a Mattia comprobar que, bajo la espesa capa de pensamientos y abstracciones en que se había envuelto, aún tenía instinto; mucho lo sorprendió la violencia y firmeza con que aquel instinto surgió y dictó sus actos.

Tanto más doloroso fue volver a la realidad. Alojado en el propio tenía el cuerpo extraño de Nadia. El contacto con el sudor de ella, con la tela arrugada del sofá y con las prendas chafadas le resultaba sofocante. Nadia respiraba despacio. Mattia pensó que si la razón entre el período de sus respectivas respiraciones daba un número irracional, sería imposible acompasarlas con regularidad.

Apartó la boca entre los cabellos de Nadia para aspirar más oxígeno, pero la atmósfera estaba saturada de un vaho espeso. Quiso taparse. Giró una pierna, porque notaba su sexo, flácido y frío, aplastado bajo la de ella, pero lo hizo torpemente y le dio con la rodilla. Nadia tuvo un sobresalto y alzó la cabeza; estaba ya dormida.

– Perdona -dijo Mattia.

– Descuida.

Nadia empezó a besarlo. Él notó su aliento demasiado caliente y esperó quieto a que parase.

– ¿Vamos a la habitación? -propuso ella.

Mattia inclinó la cabeza. En realidad quería irse a su piso, a su confortable nada, pero sabía que no era lo más indicado. Con plena conciencia de lo violento, de lo poco natural del caso, se metieron en la cama cada cual por un lado. Nadia le sonrió como diciendo que no pasaba nada y en la oscuridad se aovilló contra su espalda, le dio un beso y se quedó dormida.

También Mattia cerró los ojos, aunque los abrió enseguida, porque bajo los párpados lo esperaban mil recuerdos aciagos. Sintió de nuevo que respiraba a medias. Sacó la mano izquierda, buscó el somier y restregó el pulgar contra uno de los hierros con filo que unían las mallas. Se llevó el dedo a la boca y lo chupó. El sabor de la sangre lo calmó unos segundos.

Poco a poco fue identificando los distintos ruidos que se oían en aquel apartamento: el tenue zumbido del frigorífico, el ronroneo del radiador, que cesaba al cabo de unos momentos con un chasquido de la caldera, y el tictac de un reloj en el cuarto contiguo, que le pareció muy lento. Quería mover las piernas, levantarse. Nadia dormía en medio de la cama y no le dejaba sitio para girarse. Su pelo le picaba en el cuello, su aliento le secaba la piel. Mattia pensó que no pegaría ojo. Ya era tarde, quizá más de las dos, y por la mañana tenía clase. Estaría muy cansado, seguro que se equivocaba en la pizarra, haría el ridículo ante los estudiantes. En su casa, en cambio, habría podido dormir, al menos las pocas horas que quedaban.

Si tengo cuidado no la despertaré, pensó.

Aún permaneció inmóvil más de un minuto, pensando. Los ruidos se hacían cada vez más presentes. De pronto lo sobresaltó el chasquido seco de la caldera, y decidió irse.

Con un lento movimiento logró liberar un brazo del de Nadia. Ella lo notó y sin despertarse se removió como buscándolo. Mattia se incorporó, apoyó un pie en el suelo, luego el otro. Al levantarse, el somier chirrió un poco.

En la penumbra se volvió a mirar a Nadia y recordó vagamente el momento en que había dado la espalda a Michela en el parque.

Fue descalzo hasta el salón. Recogió su ropa del sofá, los zapatos del suelo. Abrió la puerta sin hacer ruido, como siempre, y con los pantalones en la mano salió al pasillo, donde por fin pudo respirar a pleno pulmón.

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