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– Tuve un accidente. -Y como para excusarse, agregó-: Hace mucho.

– ¿De coche?

– No; esquiando.

– A mí me encanta esquiar -dijo Fabio con entusiasmo, creyendo haber encontrado un tema de conversación.

– Yo lo odio -replicó secamente Alice.

– Lástima.

– Sí, lástima.

Caminaron un rato en silencio. Una aureola de paz y seguridad en sí mismo, sólida y transparente, circundaba al joven médico. Incluso cuando no sonreía a propósito sus labios esbozaban una sonrisa. Y parecía encontrarse muy cómodo, como si para él fuera de lo más normal conocer a chicas en las habitaciones del hospital y acompañarlas luego al coche charlando un rato. Alice, en cambio, se sentía violentísima; notaba los tendones tirantes, le crujían las articulaciones, los músculos se le tensaban y pegaban a los huesos.

Por último, señaló un Seiscientos azul, como diciendo es éste, y Fabio abrió los brazos. A su espalda pasó un coche por la calle; oyeron el ruido aumentar de volumen y luego disminuir hasta extinguirse.

– Conque fotógrafa, ¿eh? -dijo él para ganar tiempo.

– Sí -contestó Alice sin pensarlo, y enseguida se arrepintió: de momento no era más que una joven que había abandonado la universidad e iba por ahí haciendo fotos. Se preguntó si eso bastaba para ser fotógrafa, dónde estaba el límite entre el ser y el no ser algo. Y mordiéndose el fino labio añadió-: Más o menos.

El médico extendió la mano y dijo, refiriéndose a la cámara:

– ¿Puedo?

– Claro.

Se la desenrolló de la muñeca y se la pasó. Él la observó un momento, le quitó la tapa y dirigió el objetivo al frente y después al cielo.

– ¡Uau! Parece profesional.

Ella se ruborizó. Fabio fue a devolvérsela.

– Si quieres puedes hacer una -le dijo Alice.

– De ninguna manera, no sabría cómo. Hazla tú.

– ¿A qué?

Él miró a un lado y a otro, dubitativo. Se encogió de hombros y contestó:

– A mí.

Alice se quedó mirándolo extrañada, y con cierta malicia involuntaria le preguntó:

– ¿Y por qué a ti?

– Porque así tendrás que volver a verme para enseñármela.

Ella vaciló un momento. Por primera vez lo miró fijamente a los ojos, aunque no logró sostener su mirada más de un segundo. Eran unos ojos azules, sin velos, límpidos como el cielo, ante los que se sintió como extraviada, como desnuda en un enorme cuarto vacío.

Pensó que era guapo, guapo como debe serlo un joven. Enfocó su cara. Él sonrió sin embarazo alguno, sin alzar la cabeza como hacen muchos ante el objetivo. Apretó el disparador, sonó un clic.

23

Mattia volvió al despacho de Niccoli a la semana de la primera entrevista. El profesor lo reconoció por el modo de llamar a la puerta y ya eso lo irritó sobremanera. Á1 verlo aparecer dio un profundo resoplido, dispuesto a montar en cólera no bien le dijera que había cosas que no entendía o pidiera que le explicara esta o aquella ecuación. Si me muestro lo bastante severo, se dijo, lo mismo me lo quito de encima.

Mattia pidió permiso y, sin mirarlo a la cara, dejó sobre la mesa los folios del artículo que le había encargado que estudiara. Cuando Niccoli los cogió, cayeron unas hojas sueltas, numeradas y escritas con buena letra, que el muchacho adjuntaba a las grapadas. Las reunió y las hojeó un momento: allí estaban las ecuaciones del artículo, cabalmente desarrolladas y con sendas referencias al texto. No tuvo necesidad de examinarlas a fondo para comprender que eran correctas: ya el orden de las páginas lo demostraba.

Sintió cierta frustración al no poder desahogar la cólera que incubaba, como cuando uno quiere estornudar y no puede. Estudió con mayor detenimiento el trabajo, cabeceando con aprobación. No pudo evitar un acceso de envidia, pues aquel muchacho que tan poco apto parecía para la vida, estaba sin duda más dotado para aquella materia que él mismo.

Al final dijo, aunque más para sí mismo y sin intención real de felicitarlo:

– Muy bien. -Y añadió en tono enfáticamente tedioso-: En los últimos párrafos se plantea cierto problema sobre los momentos de la zeta que…

– Sí -lo interrumpió Mattia-, y creo que lo he resuelto.

Niccoli lo miró primero con incredulidad y luego con franco desdén.

– Ah, ¿sí?

– Vea la última página que adjunto.

El profesor se humedeció el índice, pasó las páginas hasta llegar a la última y leyó ceñudo la demostración de Mattia, sin entenderla muy bien ni hallar tampoco nada que objetar. Con más calma, la leyó una segunda vez, y ahora sí le pareció clara, incluso rigurosa y hasta salpicada de ciertas pedanterías diletantes. A medida que seguía el desarrollo fue distendiendo la frente y sin darse cuenta empezó a acariciarse el labio inferior, olvidado de Mattia, que había permanecido todo el tiempo en la misma postura, mirándose los pies y rogando a Dios que fuera correcto, correcto, como si el resto de su vida dependiera de aquel profesor. No imaginaba que, en efecto, así había de ser.

Niccoli dejó con cuidado los folios en la mesa y se reclinó en la silla con las manos cruzadas en la nuca, postura que debía de ser su preferida.

– Bien, enhorabuena.

La discusión de la tesis doctoral fue fijada para finales de mayo y Mattia pidió a sus padres que no asistieran. «¿Por qué?», preguntó su madre, y no llegó a decir nada más. Él negaba con la cabeza mirando por la ventana; fuera estaba oscuro y en el cristal se reflejaban los tres sentados a la mesa; así vio cómo su padre asía a su madre del brazo y con la otra mano le indicaba que lo dejara correr, y cómo su madre se levantaba de la mesa con la mano en la boca y, aunque no habían terminado de cenar, abría el grifo del fregadero para lavar los platos.

El día de la tesis, que llegó como llegan todos los días, Mattia se levantó antes de que sonara el despertador. Los fantasmas que por la noche se le habían aparecido como hojas emborronadas tardaron unos segundos en desvanecerse. En el salón no encontró a nadie; sólo había un elegante traje azul oscuro, nuevo, y una camisa rosa claro perfectamente planchada. Sobre la camisa había una nota que rezaba «Para nuestro doctor», firmada por su padre y su madre, aunque con la letra del primero. Mattia se puso el traje y salió sin mirarse en el espejo.

Presentó la tesis con voz firme y mirando por igual a todos los miembros del tribunal. Niccoli, sentado en primera fila, aprobaba ceñudo con la cabeza y lanzaba ojeadas a sus cada vez más asombrados colegas.

Cuando llegó el momento de la concesión de títulos, Mattia se puso en la fila con los demás doctorandos; eran los únicos que estaban de pie en el inmenso ámbito del aula magna. Mattia sentía las miradas del público como un hormigueo en la espalda y procuró distraerse calculando el volumen del recinto a partir de la estatura del presidente, pero el hormigueo se le extendió por el cuello y las sienes; imaginó miles de pequeños insectos penetrando por sus oídos, miles de polillas hambrientas cavando túneles en su cerebro.

La fórmula que para todos los candidatos repetía idéntica el presidente le pareció cada vez más larga, y acabó ahogándola el ruido que crecía en su cabeza, de modo que cuando le tocó a él no oyó su nombre. Sintió que se atragantaba con algo duro como un cubito de hielo. Estrechó la mano del presidente y la notó tan seca que instintivamente buscó la hebilla metálica del cinturón que no llevaba. El público se puso en pie con rumor de marea. Niccoli se acercó y le dio dos palmaditas en el hombro y la enhorabuena. No habían cesado los aplausos cuando ya Mattia salía del aula y por el pasillo se dirigía aprisa hacia la salida, olvidando pisar primero con las puntas para que sus pasos no resonaran.

Lo he conseguido, lo he conseguido, se repetía. Pero cuanto más se acercaba a la calle, más se le revolvía el estómago. En la puerta lo embistió la luz, el calor, el fragor del tráfico, y se detuvo vacilando, como temeroso de caer por los escalones de cemento. En la acera había un grupo de personas, dieciséis, según contó al primer vistazo. Muchas llevaban flores y esperaban sin duda a sus parientes. Por un instante también él deseó que lo esperase alguien. Sentía la necesidad de descansar su peso en otro cuerpo, como si de repente sus piernas no pudieran seguir soportando el contenido de su cabeza. Buscó a sus padres, a Alice, a Denis, pero sólo veía desconocidos que miraban nerviosos sus relojes, se abanicaban con folios, fumaban, hablaban en voz alta y no se daban cuenta de nada.

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