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Mattia fue presa del pánico pero, disimulando, pasó a explicar el siguiente teorema. Pronto perdió el hilo y se excusó para consultar los apuntes, sin lograr concentrarse. Entre los estudiantes se levantó un murmullo de extrañeza, pues era la primera vez en todo el curso que veían dudar al profesor.

Retomó la demostración y la completó de una tirada, deprisa, torciéndose hacia abajo cada vez más a medida que se acercaba al borde derecho de la pizarra. Las dos últimas ecuaciones tuvo que escribirlas comprimidas en la esquina de arriba, porque no le quedaba espacio. Algunos estudiantes tuvieron que inclinarse hacia delante para ver los exponentes y subíndices que se confundían con los números circundantes. Y aún faltaba un cuarto de hora para acabar la clase cuando Mattia dijo:

– Okay I’ll see you tomorrow.

Dejó la tiza y se quedó mirando cómo los alumnos, un tanto perplejos, se levantaban, se despedían con un ademán y salían del aula. Nadia seguía en su sitio, en la misma postura, y nadie pareció fijarse en ella.

Se quedaron solos. Parecían lejísimos uno de otro. Nadia se levantó al mismo tiempo que él echaba a andar hacia ella. Se encontraron a mitad del aula y se detuvieron a más de un metro de distancia.

– Hola -dijo él-. No pensaba…

– Ya -lo atajó ella, mirándolo con decisión-. Ni siquiera nos conocemos. Siento haberme presentado aquí…

– No, no… -repuso él, pero Nadia no lo dejó seguir.

– Al despertarme y no verte… Al menos podrías haber… -Se interrumpió.

Mattia hubo de bajar los ojos porque le escocían, como si hubiera estado sin parpadear un buen rato.

– Pero da igual -prosiguió ella-. Yo no voy detrás de nadie, ya no tengo ganas. -Le tendió un papel y Mattia lo cogió-. Éste es mi teléfono, pero si decides usarlo no tardes mucho.

Los dos miraron al suelo. Nadia hizo amago de adelantarse, llegó a levantar los talones, pero al final dio media vuelta.

– Adiós.

Mattia carraspeó sin decir nada. Tuvo la impresión de que hasta que ella llegara a la puerta pasaría un tiempo infinito, infinito y aun así insuficiente para decidir, pensar algo. Nadia llegó a la puerta, se detuvo y dijo:

– No sé lo que es, pero me gustas.

Y se marchó. Mattia miró el papel: sólo había un nombre y una serie de cifras, la mayoría impares. Volvió a la cátedra, recogió sus cosas pero no salió del aula hasta que fue la hora.

En el despacho, Alberto estaba hablando por teléfono, con el auricular entre mentón y mejilla para tener las manos libres. Saludó a Mattia enarcando las cejas.

Cuando colgó, se reclinó en el asiento, estiró las piernas y le preguntó con una sonrisa cómplice:

– Qué… ayer trasnochamos, ¿eh?

Mattia evitó mirarlo y se encogió de hombros. Alberto se levantó, rodeó la silla de su amigo y le sacudió los hombros como un entrenador a un púgil. A Mattia no le gustaba que lo tocasen.

– Entiendo, no te apetece hablar. Alright then, cambiemos de tema. He redactado un borrador del artículo, ¿quieres verlo?

Mattia asintió; empezó a tabalear sobre la tecla 0 del ordenador en espera de que el otro le quitara las manos de los hombros. Algunas imágenes de la noche anterior, las mismas de siempre, cruzaron por su mente como débiles destellos.

Alberto volvió a su silla, se sentó pesadamente y empezó a buscar el artículo entre un montón de papeles.

– Por cierto, ha llegado esto para ti.

Y lanzó un sobre a la mesa de Mattia, que lo miró sin cogerlo: su nombre y la dirección de la universidad aparecían escritos con una espesa tinta azul que seguramente había atravesado el papel. Los dos palotes de la M de Mattia estaban unidos por un trazo cóncavo que, arrancando del primero sin tocarlo, bajaba suavemente hasta el segundo; una sola raya horizontal servía de barra de las dos t, y en general todas las letras estaban algo inclinadas y como montadas unas con otras. En las señas había un error, una c de más antes de la sh. Cualquiera de aquellas letras, incluso sólo la asimetría de los dos ojos de la B de Balossino, le habría bastado para reconocer que era de Alice.

Tragó saliva y buscó a tientas el abrecartas en el segundo cajón de la mesa, su sitio. Lo hizo girar nerviosamente entre los dedos e introdujo la punta por la solapa del sobre. Las manos le temblaban y para dominarse apretó la empuñadura.

Alberto lo observaba desde su mesa fingiendo que no encontraba las hojas que ya tenía delante. Podía apreciar cómo le temblaban los dedos, y habría visto también la carta si Mattia no la ocultara con la palma de la mano. Observó que su amigo cerraba los ojos unos segundos y al abrirlos miraba a un sitio y a otro como desorientado, súbitamente ausente.

– ¿Quién te escribe? -se atrevió a preguntar.

Mattia lo miró con una especie de estupor, como si no lo reconociera. Haciendo caso omiso de la pregunta, se levantó y dijo:

– He de ir.

– ¿Qué?

– He de ir. A Italia…

Alberto se levantó como para impedírselo.

– Pero ¿por qué? ¿Qué pasa?

Se acercó instintivamente y quiso leer la carta, pero Mattia la protegía contra el estómago, como si fuera un secreto. Tres de las cuatro esquinas blancas sobresalían entre sus dedos, dejando suponer que era un papel cuadrado, nada más.

– No lo sé -contestó, y ya tenía un brazo metido en la manga del abrigo-. Pero he de ir.

– ¿Y el artículo?

– Cuando vuelva. Entretanto sigue tú.

Y se fue antes de que Alberto pudiera protestar.

40

El día que Alice volvió al trabajo, llegó casi una hora tarde. Había apagado el despertador sin llegar a despertarse y luego hubo de prepararse muy lentamente, pues cada movimiento le costaba un esfuerzo sobrehumano.

Crozza no la reprendió. Lo comprendió todo con sólo verle la cara: estaba demacrada y sus ojos, que parecían desorbitados, estaban como ausentes, velados por una funesta indiferencia.

Al entrar dijo, aunque sin intención de excusarse realmente:

– Perdona el retraso.

Crozza volvió una página del periódico y miró el reloj.

– Hay que revelar unos carretes para las once -respondió-. Las tontadas de siempre.

Carraspeó y levantó más el periódico, pero de reojo observó a Alice. La vio dejar el bolso donde siempre, quitarse la chaqueta, sentarse ante la máquina; se movía despacio, con sumo cuidado, lo que delataba su esfuerzo por que todo pareciera normal. Se quedó ensimismada unos segundos, la barbilla apoyada en una mano, hasta que al fin, retirándose el pelo detrás de las orejas, decidió comenzar.

Crozza consideró su extrema delgadez, que ella disimulaba bajo un suéter de algodón de cuello alto y unos pantalones más bien holgados, pero que saltaba a la vista en sus manos y aún más en su cara. Y se sintió rabiosamente impotente por no pintar nada en su vida, cuando ella era como una hija, la hija que nunca tuvo.

Hasta la hora de comer trabajaron sin hablar, comunicándose, cuando era necesario, mediante gestos con la cabeza. Después de tantos años allí dentro obraban, se movían y se repartían el espacio de manera ágil y casi automática. Bajo el mostrador, la vieja Nikon todavía seguía en su estuche negro, y a veces se preguntaban si aún funcionaría.

– Podemos ir a comer a… -sugirió el fotógrafo.

– Lo siento -lo interrumpió Alice-, pero he quedado…

Él inclinó la cabeza, pensativo.

– Si no te ves con ánimo, esta tarde no vengas. Como ves, no hay mucho que hacer.

Alice lo miró alarmada, y fingiendo que ordenaba unos objetos sobre el mostrador -unas tijeras, un sobre de fotos, un bolígrafo y cuatro segmentos iguales de un rollo de película- pero en realidad cambiándolos sólo de sitio, repuso:

– No. ¿Por qué lo dices? Yo…

– ¿Cuánto tiempo lleváis sin veros? -la atajó Crozza.

40
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