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Los miércoles Alice iba a clase con los pantalones cortos debajo de los vaqueros, para no tener que cambiarse. Las otras la miraban con malicia y recelo, imaginándose la facha que debía de tener bajo aquellas ropas. Ella se quitaba la camiseta vuelta de espaldas, para que no le vieran la barriga.

Una vez se había puesto las zapatillas de deporte, colocaba los zapatos contra la pared uno al lado del otro y doblaba los vaqueros con esmero. En cambio, sus compañeras dejaban la ropa de cualquier manera sobre los bancos y tiraban los zapatos por el suelo, porque se los quitaban con los pies.

– Alice, ¿tú eres golosa? -le preguntó Viola.

Alice tardó unos segundos en creerse que Viola Bai le hablaba a ella. Estaba convencida de ser transparente a sus ojos. Tiró de los cordones de las zapatillas, pero el nudo se deshizo.

– ¿Yo? -preguntó mirando alrededor, cortada.

– Eres la única Alice que hay aquí, ¿no? -se burló Viola.

Las demás rieron.

– No, muy golosa no soy.

Viola se levantó del banco y se le acercó. Alice se sintió como traspasada por aquellos ojazos, que la sombra del flequillo tapaba a medias.

– Pero los caramelos te gustarán, ¿no? -prosiguió Viola en tono persuasivo.

– Sí… Bueno, más o menos. -Al punto Alice se mordió el labio y se reprochó aquella estúpida vacilación. Pegó la huesuda espalda a la pared y un temblor le recorrió la pierna sana. La otra siguió inerte, como siempre.

– ¿Cómo que más o menos? Los caramelos gustan a todos, ¿a que sí, vosotras? -Viola se dirigía a sus tres acólitas, aunque sin volverse.

– A todos, sí -contestaron.

Alice percibió una extraña excitación en los ojos de Federica Mazzoldi, que la miraba desde el otro extremo del vestuario.

– Sí, sí que me gustan -se corrigió. Empezaba a tener miedo, sin saber por qué.

Recordó que en primero las cuatro pavas habían cogido un día a Alessandra Mirano, que luego suspendió y acabó estudiando para esteticista; la llevaron sujeta al vestuario de chicos y la encerraron dentro, y allí un par de tíos se la enseñaron. Desde el pasillo, Alice había oído las voces de incitación y las carcajadas de las cuatro torturadoras.

– Ya lo decía yo. ¿Y no querrías ahora un caramelo? -preguntó Viola.

Alice lo pensó. Si contesto que sí, cualquiera sabe lo que me obligan a comerme. Si contesto que no, igual Viola se enfada y me llevan también al vestuario de chicos. Se quedó callada como una estúpida.

– ¿Y bien? No es una pregunta tan difícil -se burló Viola, y sacó del bolsillo un puñado de caramelos-. ¿Vosotras cuál queréis?

Giulia Mirandi se acercó y examinó las golosinas. Viola no apartaba la mirada de Alice, que se encogía como una hoja de periódico en la lumbre.

– Hay de naranja, de frambuesa, de arándanos, de fresa y de melocotón -enumeró Giulia, y echó a Alice una ojeada temerosa, sin que la viera Viola.

– Yo de frambuesa -dijo Federica.

– Yo de melocotón -dijo Giada.

Giulia les lanzó los caramelos, desenvolvió el suyo de naranja, se lo llevó a la boca y retrocedió un paso para devolver el protagonismo a Viola.

– Quedan de arándanos y de fresa. ¿Qué, lo quieres o no?

A lo mejor es que sólo quiere convidarme a un caramelo, pensó Alice. Y ver si me lo como. Es un simple caramelo.

– El de fresa -murmuró.

– Vaya, el que yo quería -repuso Viola, afectando contrariedad de manera muy poco convincente-. Pero a ti te lo doy.

Desenvolvió el caramelo y tiró la envoltura al suelo. Alice tendió la mano para cogerlo.

– Un momento -dijo Viola-, no seas avariciosa.

Y sosteniendo el caramelo entre el pulgar y el índice, se agachó y empezó a restregarlo por el sucio suelo del vestuario. Luego, avanzando así agachada, lo pasó también, lentamente, por el ángulo de la pared y el suelo, donde había porquería acumulada y se veían pelusas de polvo y pelos. Giada y Federica se tronchaban de risa. Giulia se mordisqueaba el labio con ansiedad. Las demás, comprendiendo lo que pasaba, habían salido y cerrado la puerta.

Cuando hubo acabado de restregarlo por la pared, Viola fue hasta al lavabo, donde las chicas se lavaban cara y axilas al acabar la clase de gimnasia, y con el caramelo rebañó la mugre blancuzca que recubría el desagüe.

Por último se acercó a Alice y ofreciéndole aquella asquerosidad le dijo:

– Toma, de fresa como querías. -No reía. Tenía el aire serio y resuelto de quien está haciendo algo doloroso pero necesario.

Alice negó sacudiendo la cabeza y se pegó aún más a la pared.

– ¿Qué pasa? ¿Ya no lo quieres?

– Nada, lo has pedido y ahora te lo comes -terció Federica.

Atice tragó saliva y osó decir:

– ¿Y si no lo quiero?

– Si no lo quieres, atente a las consecuencias -contestó Viola, enigmática.

– ¿Qué consecuencias?

– Las consecuencias no se saben, nunca se saben.

Pretenden encerrarme en el vestuario de tíos, pensó Alice, o desnudarme y no devolverme luego la ropa.

Temblando, aunque de manera casi imperceptible, alargó la mano y Viola dejó caer el asqueroso caramelo en la palma. Lentamente, Alice se lo llevó a la boca.

Las otras habían enmudecido y parecían preguntarse si sería capaz de comérselo. Viola permaneció impasible. Alice depositó el caramelo en la lengua y sintió cómo la pelusa adherida se empapaba en saliva. Masticó dos veces y algo crujió entre sus dientes.

No vomites, se dijo, no debes vomitar.

Tragó un flujo de saliva y con él el caramelo, que le bajó con dificultad por el esófago, como si fuera una piedra.

El tubo fluorescente del techo zumbaba, del gimnasio llegaban confusas las voces y risas de los chicos. La atmósfera en aquellos subterráneos estaba enrarecida y por las pequeñas ventanas no circulaba el aire.

Viola se quedó mirando a Alice toda seria e inclinó la cabeza con aprobación. Luego hizo una seña como diciendo «Ya podemos irnos», dio media vuelta y, pasando junto a las otras tres sin dignarse mirarlas, salió del vestuario.

6

Había algo importante que saber sobre Denis. A decir verdad, él creía que era lo único que merecía la pena conocer de él y por eso nunca se lo había dicho a nadie.

Su secreto tenía un nombre terrible, que se ceñía como nailon a sus pensamientos y los asfixiaba. Gravitaba en su conciencia como una condena ineluctable, con la que antes o después tendría que enfrentarse.

Tenía diez años cuando, un día, al guiarle su profesor de piano los dedos por toda la escala de re mayor con su cálida palma, experimentó una emoción que lo dejó sin aliento y le provocó tal erección que hubo de inclinarse un poco para tapar el bulto que le hacía en los pantalones del chándal. Desde entonces aquel momento simbolizó para él el verdadero amor, y en adelante tanteó cada rincón de su vida en busca del calor adherente de aquel contacto.

Cada vez que recuerdos como éste invadían su ánimo, a tal punto que el cuello y las manos empezaban a sudarle, Denis se encerraba en el cuarto de baño y se masturbaba con furor, sentado al revés en la taza del váter. El placer no duraba más que un instante y sólo se irradiaba unos centímetros en torno a su sexo. En cambio, el sentimiento de culpa caía sobre él como una ducha de agua sucia que le calaba la piel y penetraba hasta las entrañas, pudriéndolo todo poco a poco como la humedad corroe las paredes de las casas.

Estaban en clase de Biología, en el laboratorio del sótano. Denis observaba cómo Mattia seccionaba un filete separando las fibras blancas de las rojas, y sentía el impulso de acariciarle las manos. Quería comprobar si aquel molesto coágulo sensual que llevaba enquistado en la cabeza se desharía como mantequilla al contacto del compañero de quien se había enamorado.

Estaban sentados juntos, los dos con los antebrazos apoyados en la mesa. Una fila de matraces, probetas y redomas los separaba del resto de la clase y refractaba la luz deformando cuanto quedaba al otro lado.

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