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Paolo Giordano

La Soledad De Los Números Primos

La Soledad De Los Números Primos - pic_1.jpg

Título original: La solitudine dei numeri primi

Copyright © Arnoldo Mondadori Editore SpA, Milano, 2008

Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2009

a Eleonora,

porque en silencio

te lo prometí

«El vestido ricamente guarnecido de la vieja tía se amoldó perfectamente al cuerpo esbelto de Sylvie, quien me pidió que se lo atara. "Tiene las mangas lisas, ¡qué ridículo!", dijo.»

GÉRARD DE NERVAL, Sylvie, 1853

El ángel de la nieve (1983)

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Alice della Rocca odiaba la escuela de esquí. Odiaba tener que despertarse a las siete y media de la mañana incluso en Navidad, y que mientras desayunaba su padre la mirase meciendo nerviosamente la pierna por debajo de la mesa, como diciéndole que se diera prisa. Odiaba ponerse los leotardos de lana, que le picaban en los muslos, y las manoplas, que le impedían mover los dedos, y el casco, que le estrujaba la cara y tenía un hierro que se le clavaba en la mandíbula, y aquellas botas, que siempre le iban pequeñas y la hacían andar como un gorila.

– Bueno, ¿qué? ¿Te bebes la leche o no? -volvió a apremiarla su padre.

Alice tragó tres dedos de leche hirviendo que le quemó sucesivamente la lengua, el esófago y el estómago.

– Bien. Y hoy demuestra quién eres, ¿vale?

¿Y quién soy?, pensó ella.

Acto seguido salieron a la calle, la niña enfundada en su traje de esquí verde lleno de banderitas y fosforescentes letreros de patrocinadores. A aquella hora había diez grados bajo cero y el sol era un disco algo más gris que la niebla que todo lo envolvía. Alice sentía la leche revolvérsele en el estómago y se hundía en la nieve con los esquíes a hombros, porque has de cargarlos tú mismo hasta que logres ser tan bueno que otro los cargue por ti.

– Con las puntas por delante, y no mates a nadie -le recordó su padre.

Acabada la temporada, el club de esquí obsequiaba a los alumnos con un broche de estrellitas en relieve, uno cada año, desde que tenían cuatro y eran lo bastante altos para meterse entre las piernas el telearrastre, hasta los nueve, en que podían agarrarlo solos; tres estrellas de plata y después tres de oro; cada año un broche, que significaba que uno era un poco mejor y estaba más próximo a competir, cosa que ya espantaba a Alice, que sólo tenía tres estrellas.

Habían quedado en el telesilla a las ocho y media, hora en que abrían las pistas. Allí estaban ya sus compañeros, en corro, como soldaditos de plomo embozados en sus trajes de esquí, entumecidos de frío y soñolientos; habían hincado los bastones en la nieve para apoyar las axilas. Con los brazos colgando parecían espantapájaros. Nadie tenía ganas de hablar, y menos que nadie Alice.

Su padre le dio dos fuertes golpes en el casco, ¡ni que quisiera clavarla en la nieve!, y le dijo:

– A por ellos, y recuerda: echa el peso hacia delante, ¿entendido? Ha-cia de-lan-te.

El peso hacia delante, le resonó a Alice en la cabeza.

Y soplándose las manos, su padre echó a andar; pronto estaría leyendo el periódico al calorcillo de casa. Fue dar dos pasos y desaparecer en la niebla.

A salvo de la mirada de su padre, que de haberla visto le habría armado una buena delante de todo el mundo, Alice arrojó los esquíes al suelo con rabia. Quitó primero la nieve de las botas golpeándolas con el bastón y luego las encajó en las fijaciones.

Ya se le escapaba un poco. Sentía la vejiga tan llena que le daba como punzadas. Pero seguro que tampoco podía ese día. Todas las mañanas lo mismo. Al terminar de desayunar se encerraba en el baño y trataba con todas sus fuerzas de evacuar el pipí; contraía los abdominales tanto que del esfuerzo sentía un pinchazo en la cabeza y le parecía que los ojos se le salían de las órbitas, como la pulpa de una uva al aplastarla. Abría el grifo al máximo para que su padre no la oyera. Quería expulsar hasta la última gota y apretaba los puños. Y así permanecía allí sentada, hasta que su padre aporreaba la puerta gritando: «Señorita, a ver si terminamos que llegamos tarde otra vez.»

Pero nada. Ya al alcanzar el primer remonte tenía tantas ganas de orinar que debía apartarse del grupo, desengancharse los esquíes, sentarse en la nieve fresca y, fingiendo que se ajustaba las botas, hacer pipí; se lo hacía encima, amontonando un poco de nieve en torno a las piernas juntas, con el traje y los leotardos puestos, y entretanto todos los compañeros la miraban y Eric, el profesor, decía: «Como siempre, esperamos a Alice.»

Pero ¡qué alivio!, pensaba al notar el tibio liquido bañarle las piernas heladas. Y más grande sería el alivio si no estuvieran todos mirándola, pensaba también.

Porque acabarían dándose cuenta.

Porque al final dejaría una mancha amarilla en la nieve.

Y todo el mundo se reiría de ella.

Uno de los padres se acercó a Eric y le preguntó si esa mañana no había demasiada niebla para subir a la cima. Alice atendió esperanzada, pero Eric contestó esbozando una perfecta sonrisa:

– Niebla sólo hay aquí, en lo alto luce un sol que ciega. Hala, todos arriba.

En el telesilla a Alice le tocó de pareja con Giuliana, hija de un colega de su padre. No se hablaron en todo el trayecto. No se caían ni bien ni mal. Nada tenían en común, salvo el no querer estar allí ese día.

No se oían más ruidos que el del viento que azotaba la cumbre del Fraiteve y el que hacía al deslizarse el cable de acero del que las dos pendían, embozadas en el cuello de la chaqueta y calentándose con el aliento.

Es sólo el frío, no el pipí, se repetía Alice.

Pero cuanto más se acercaban a la cumbre, más punzadas sentía en la barriga; no, no era solamente pipí. Quizá esta vez era algo más serio.

No, no es más que frío; no se te puede escapar ya, si acabas de hacerlo.

De repente tuvo un vómito de leche rancia que le llegó a la epiglotis y con asco volvió a tragárselo. Se lo hacía encima, se lo hacía allí mismo.

Para el refugio quedan aún dos remontes, pensó; tanto no me aguanto.

Giuliana levantó la barra de seguridad y las dos se dispusieron a apearse adelantando un poco el trasero. Cuando tocó el suelo con los esquíes, Alice se empujó con la mano y saltó de la silla.

No se veía a más de dos metros, ¡anda que el sol cegaba! Todo estaba blanco, por arriba, por abajo y por los lados. Le parecía estar envuelta en una sábana. Aquello era exactamente lo contrario de la oscuridad, pero infundía el mismo miedo. Esquió hasta el borde de la pista en busca de un montón de nieve fresca donde hacer sus necesidades. Las tripas le sonaron con un ruido de lavaplatos. Miró atrás; no vio a Giuliana, luego tampoco Giuliana podía verla a ella. Subió unos metros por la pendiente con los esquíes oblicuos, como le había enseñado su padre cuando se empeñó en que aprendiera a esquiar y la obligaba a subir y bajar por la pista infantil treinta o cuarenta veces al día: subir con los esquíes en ángulo abierto, bajar con los esquíes en ángulo cerrado, porque comprar el pase para usar una sola pista era tirar el dinero, aparte de que así fortalecía las piernas.

Alice se quitó los esquíes y anduvo otro poco, hundiéndose en la nieve hasta mitad de la pantorrilla. Por fin se sentó, respiró hondo y relajó los músculos. Un agradable estremecimiento le recorrió el cuerpo y acabó alojándosele en la punta de los pies.

Seguro que fue por la leche; seguro que fue porque el trasero se le medio congeló de estar sentada en la nieve a más de dos mil metros de altura. Nunca le había pasado, al menos que ella recordara, nunca, pero el hecho es que se lo hizo encima. Se lo hizo encima. Y no sólo pipí; también se cagó, a las nueve en punto de aquella mañana de enero; se lo hizo en las bragas y ni siquiera se dio cuenta, no hasta que oyó a Eric llamarla desde algún punto impreciso en medio de la niebla.

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