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– ¡Michi! -exclamó, y su propia voz lo asustó; lo repitió más flojo.

Se acercó al banco, palpó el sitio donde Michela se había sentado; estaba frío, como todo lo demás.

Se habrá cansado y habrá vuelto a casa, pensó. Aunque no conoce el camino, y tampoco puede cruzar sola la avenida.

El parque se extendía ante él hasta perderse en la oscuridad; Mattia no sabía ni dónde acababa. No quería seguir avanzando, pero no tenía elección.

Iba de puntillas para no hacer crujir las hojas pisadas de lleno y oteaba a los lados con la esperanza de ver a Michela acurrucada al pie de un árbol, jugueteando con un escarabajo o con lo que fuera.

Entró en la zona de juegos. Se esforzó por recordar los colores que tenía el tobogán a la luz vespertina del domingo, cuando su madre, cediendo a los chillidos de Michela, la tiraba por él un par de veces, aunque ya era mayorcita para eso.

Bordeando el seto llegó a los servicios públicos, pero no tuvo valor para entrar. Regresó al paseo, que en aquella parte del parque era una simple senda hecha por el ir y venir de los paseantes, y lo siguió durante diez minutos largos, hasta que no supo dónde estaba. Entonces rompió a llorar y toser a la vez.

– ¡Qué estúpida eres, Michi! -dijo a media voz-. Una estúpida retrasada. ¿Cuántas veces te ha explicado mamá que cuando te pierdas te quedes donde estás? Pero tú nunca entiendes nada… Nada de nada.

Subió una ligera pendiente y se halló ante el río que discurría por medio del parque. Mil veces le había dicho su padre el nombre, pero él nunca lo recordaba. Una luz de origen indeterminado se reflejaba en las aguas y titilaba en sus ojos húmedos.

Se acercó a la orilla y pensó que Michela debía de estar cerca. A su hermana le gustaba el agua. Mamá solía contar que cuando de pequeños los bañaba juntos, Michi berreaba como una loca porque no quería que la sacaran del agua, ni siquiera cuando ésta se había enfriado. Mattia recordó el domingo en que su padre los llevó al río, quizá a aquel mismo punto de la orilla, y le enseñó a lanzar chinas haciéndolas rebotar en la superficie. Mientras le explicaba que todo dependía del movimiento de la muñeca, que era lo que imprimía la rotación, Michela se había deslizado al agua y cuando su padre la agarró del brazo ya le llegaba a la cintura. Él le propinó una bofetada, ella rompió a llorar y los tres se volvieron a casa en silencio y con la cara larga.

La imagen de Michela jugando a desbaratar con una ramita su reflejo en el agua y hundiéndose luego en la corriente cual saco de patatas le cruzó la mente con la violencia de una descarga eléctrica.

Se sentó a medio metro del agua, cansado. Volvió la vista atrás y no vio sino oscuridad, una oscuridad que aún duraría muchas horas.

Se quedó luego mirando fijamente la superficie negra y brillante del río. Probó de nuevo a recordar el nombre de éste, pero tampoco esta vez lo consiguió. Hincó las manos en la tierra fría, que la humedad de la orilla mullía. Topó con un cristal de botella, cortante residuo de alguna fiesta nocturna. Se lo clavó en la mano pero no sintió dolor, quizá ni se dio cuenta. Luego empezó a girarlo y hundirlo más en la carne, sin apartar la mirada del agua; esperaba que Michela emergiera de pronto a la superficie y al mismo tiempo se preguntaba por qué unas cosas flotan y otras no.

En la piel y más hondo (1991)

3

El horrible jarrón de cerámica blanco con arabescos florales dorados que ocupaba desde siempre un rincón del baño pertenecía a la familia Della Rocca hacía cinco generaciones, pero en realidad no gustaba a nadie. Alice había tenido muchas veces el impulso de estamparlo contra el suelo y tirar luego sus inestimables añicos al contenedor de enfrente, adonde iban a parar también las cajas de puré vacías, las compresas usadas -no suyas, por cierto- y los blísteres de los ansiolíticos que tomaba su padre.

Alice pasó un dedo por el jarrón y comprobó lo frío, liso y limpio que estaba. Pensó en Soledad, la sirvienta ecuatoriana, que se volvía más y más meticulosa con el paso de los años, porque en la casa Della Rocca se cuidaban los detalles. Recordó el día que se presentó la criada; ella apenas tenía seis años y se quedó mirándola al amparo de la falda de su madre. Soledad se inclinó y le dijo con expresión maravillada: «¡Qué pelo más bonito tienes! ¿Puedo tocarlo?» Ella quiso contestar que no, pero se mordió la lengua. Soledad tomó un mechón de su pelo castaño y lo palpó como si fuera un trozo de seda; le parecía mentira que existiera cabello tan fino.

Alice se quitó la camiseta de tirantes con la respiración contenida y cerrando los ojos.

Cuando los abrió y se vio reflejada en el gran espejo del lavabo, se llevó una grata sorpresa. Enrolló el elástico de la braguita un par de veces, de modo que quedara sólo un poco por encima de la cicatriz y lo bastante tirante para formar un puente entre los dos huesos de la pelvis. Por el hueco así creado entre la braga y el vientre aún no pasaba el dedo índice, pero el meñique sí, lo que la alegraba horrores.

Sí, debo hacérmelo aquí, se dijo.

Una rosa azul, como la de Viola.

Se puso de perfil, mirándose el derecho, que era, como solía decirse a sí misma, el bueno, y se echó todo el pelo hacia delante; resultó que parecía una loca. Se lo recogió entonces en una coleta, y luego en otra más alta, como lo llevaba Viola, que gustaba a todos.

Pero tampoco así le quedaba bien.

Dejó, pues, que le cayera por los hombros y con acostumbrado ademán se lo retiró tras las orejas. Apoyándose en el lavabo adelantó la cara hasta tenerla a unos centímetros del espejo, tan rápidamente que tuvo la impresión de que los ojos se solapaban formando un único y terrible ojo ciclópeo. Con el aliento caliente formó un halo en el cristal que le tapó parte de la cara.

No se explicaba de dónde sacaban Viola y sus amigas aquellas miradas que hacían estragos en los chicos; miradas implacables y seductoras, que con un imperceptible arqueo de cejas lo mismo fulminaban que perdonaban la vida.

Alice intentó mostrarse provocativa ante el espejo, pero no consiguió sino verse torpe, menear los hombros sin gracia y moverse como bajo los efectos de un anestésico.

Estaba convencida de que su problema eran sus siempre colorados mofletes; sepultaban sus miradas, cuando lo que ella quería era que salieran disparadas de las órbitas y se clavaran como espinas afiladas en el corazón de los chicos con que se cruzaba; quería que su mirada no fuera indiferente a nadie, que en todos dejara una huella imborrable.

Pero nada; por mucho que perdía barriga, culo y tetas, los carrillos seguían igual de inflados.

Llamaron a la puerta.

– Ali, a cenar -resonó la odiosa voz de su padre a través del cristal esmerilado.

No contestó. Se chupó las mejillas para ver qué aspecto tenía.

– Ali, ¿estás ahí? -insistió su padre.

Ella besó su reflejo sacando los labios y tocando con la lengua la fría superficie. Cerró los ojos y, como se hace en los besos de verdad, empezó a girar la cabeza a un lado y otro, aunque demasiado mecánicamente para que resultara creíble. El beso que ella deseaba aún no lo había encontrado en la boca de nadie.

El primero que la besó con lengua había sido Davide Poirino, cuando iban a tercero, por una apuesta que perdió; el tal Davide hizo girar su lengua tres veces, en sentido horario, alrededor de la de ella, tras lo cual se volvió hacia sus amigos y les preguntó: «¿Así vale?» Todos rompieron a reír y uno de ellos le dijo que había besado a la patizamba, pero a Alice no le importó, habiendo recibido el primer beso de su vida de un chico que además no estaba mal.

Luego había besado a otros: a su primo Walter en el cumpleaños de la abuela, y a un amigo del tal Davide, cuyo nombre ni conocía y que le pidió en secreto que por favor le dejara probar a él también; se escondieron en un rincón del patio del colegio y allí estuvieron unos momentos con los labios pegados, sin atreverse a mover un solo músculo. Cuando al final los despegaron, él le dio las gracias y se fue todo ufano, sintiéndose un hombre hecho y derecho.

5
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