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Mattia había subido los tres pisos corriendo por la escalera. Entre el primero y el segundo se cruzó con un estudiante que quería preguntarle algo e intentó detenerlo, pero él se excusó diciendo que tenía prisa y al esquivarlo estuvo a punto de caerse. Al llegar al vestíbulo, por guardar la compostura, aflojó el paso, aunque no dejó de caminar ligero; el brillante pavimento de mármol negro reflejaba objetos y personas como una superficie líquida. Mattia saludó con un gesto al portero y salió a la calle.

El aire frío lo sacudió de su enajenación. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntó.

Se sentó en un murete que había frente a la puerta y trató de explicarse aquella reacción; era como si en todos aquellos años no hubiera hecho sino esperar una señal para volver.

Miró de nuevo la fotografía que Alice le mandaba: se los veía a los dos juntos ante la cama de los padres de ella, vestidos con aquellos trajes de novios que olían a naftalina. Mattia tenía un aire resignado, ella sonreía. Alice le ceñía la cintura con un brazo y con el otro sostenía la cámara de fotos, por lo que se salía del encuadre y ahora parecía que lo tendiese hacia él, ya adulto, para acariciarlo.

Detrás, Alice sólo había escrito unas palabras y firmado.

Tienes que venir. Ali

Mattia buscó una explicación a aquel mensaje y aún más a su impetuosa reacción. Se imaginó la escena: él saliendo de la zona de llegadas del aeropuerto y saludando a Alice y Fabio, que lo esperaban al otro lado de la barrera; a ella la besaba en la mejilla, a él le estrechaba la mano y se presentaba. Discutirían cordialmente por ver quién cargaba con la maleta, subirían al coche y en el trayecto se contarían sus vidas, como si de verdad pudieran resumirse. Mattia sentado detrás, ellos delante: tres desconocidos que fingen una intimidad y arañan la superficie de las cosas para evitar el silencio.

Por Dios, es absurdo, se dijo.

Este lúcido pensamiento le procuró cierto alivio y le hizo sentir que recobraba el dominio de sí tras un momento de extravío. Golpeteó la foto con el dedo, decidido ya a tirarla, volver al despacho y seguir trabajando con Alberto.

Pero entonces, estando aún absorto, se le acercó por detrás Kirsten Gorbahn, posgraduada de Dresde con la que había firmado algunos de los últimos artículos, y mirando la foto y señalando a Alice le preguntó:

– ¿Tu mujer?

Mattia se volvió y la vio inclinada sobre él. Su primer impulso fue esconder la foto, aunque pensó que no sería de buena educación. Kirsten tenía la cara alargada, como si se la hubieran estirado. Había estudiado dos años en Roma y chapurreaba un poco el italiano, pronunciando cerradas todas las o.

– Hola -dijo Mattia, inseguro-. No, no es mi mujer. Es… una amiga.

Kirsten rió, no se supo de qué, bebió un trago de café del vaso de plástico que llevaba y comentó:

– She's cute.

Mattia se quedó mirándola un tanto violento y observó luego otra vez la foto; sí, sí que era bonita.

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Cuando Alice despertó, una enfermera estaba tomándole el pulso. Yacía, un poco de través y aún calzada, sobre una sábana blanca en una camilla junto a la puerta. En quien primero pensó fue en Fabio, que podía haberla visto en aquel estado, y se incorporó bruscamente.

– Estoy bien -dijo.

– Quédese tumbada -ordenó la enfermera-. Vamos a hacerle una revisión.

– No hace falta, estoy bien, de verdad -replicó Alice, y de nuevo se incorporó, esta vez imponiéndose a la enfermera, que trataba de mantenerla quieta. No vio a Fabio.

– Señorita, usted se ha desmayado y tiene que examinarla un médico.

Pero Alice ya se había puesto en pie y cogía su bolso.

– No es nada, se lo aseguro.

La enfermera hizo un gesto de resignación y desistió. Alice miró a los lados como buscando a alguien, dio las gracias y se alejó aprisa.

No se había hecho mucho daño en la caída; debía de haberse golpeado la rodilla derecha, porque la notaba palpitar bajo los vaqueros, y tenía rasguños y polvo en las manos, como si las hubiera arrastrado por la grava del patio. Se las limpió soplándolas.

Se acercó a recepción y se asomó por el ojo de buey del cristal. La señora del otro lado levantó la mirada.

– Buenos días -dijo Alice. No sabía cómo explicarse, ni siquiera cuánto tiempo había estado inconsciente.

– Antes… yo estaba ahí… -Y señaló, aunque la otra no miró-. Había una mujer… en la puerta. Yo me sentí mal, me desmayé… Esa mujer… Tengo que saber quién era.

La recepcionista la miró extrañada y le preguntó con una mueca:

– ¿Cómo dice?

– Parecerá extraño, lo sé, pero si usted me ayudara… ¿No podría darme el nombre de los pacientes que han venido hoy a esta unidad, o que se han hecho análisis? Sólo necesito el de las mujeres…

La otra se quedó mirándola y sonrió con frialdad.

– No estamos autorizados a dar ese tipo de información.

– Pero es muy importante, de veras… Por favor.

La mujer tamborileó con un bolígrafo en el registro que tenía delante.

– Lo siento, es imposible -contestó irritada.

Alice dio un bufido, se retiró de la ventanilla pero enseguida se acercó otra vez.

– Soy la mujer del doctor Rovelli.

La señora se enderezó en la silla, enarcó las cejas y repiqueteó de nuevo con el bolígrafo en el registro.

– Entiendo. Si quiere aviso a su marido.

Descolgó el teléfono para llamar al número interno, pero Alice la detuvo con un ademán y le dijo en tono destemplado:

– No, déjelo, no hace falta.

– ¿Está segura?

– Sí, gracias, no importa.

***

Regresó a casa. En todo el camino no pudo pensar en otra cosa. Su mente iba recobrando lucidez, pero sobre todos sus pensamientos se imponía la imagen de aquella joven. Y aunque los detalles empezaban ya a confundirse, a hundirse rápidamente en un mar de mil recuerdos nimios, persistía la viva e inexplicable sensación de familiaridad de aquella cara, de aquella sonrisa idéntica a la de Mattia, que seguía viendo reflejada, junto con su propia imagen, en el cristal de la puerta.

Quizá Michela estaba viva y acababa de verla. Pensarlo era de locos, pero Alice no se lo quitaba de la cabeza, como si tuviera una desesperada necesidad de creerlo, como si su vida dependiera de ello. Y empezó a razonar, a aventurar hipótesis sobre lo que podía haber sucedido.

¿Y si aquella anciana había raptado a Michela? ¿Y si la halló en el parque y se la llevó porque anhelaba tener hijos pero no podía o no quería, como ella misma? La robó y la crió en un lugar lejano, con otro nombre, como si fuera su hija. Pero entonces, ¿por qué volver? ¿Por qué exponerse a ser descubierta después de tantos años? Quizá porque se sentía culpable, o simplemente por desafiar la suerte, como había hecho la propia Alice presentándose en la unidad de oncología.

Aunque también cabía que no fuera nada de eso, que la anciana hubiera conocido a Michela mucho tiempo después y nada supiera de ella ni de su verdadera familia, ya que la misma Michela lo habría olvidado.

Recordó aquel día en que Mattia, en el coche, señalando al parque con aquella mirada pétrea, ausente, fúnebre, había dicho: «Era igual que yo.» Y de pronto le pareció que todo cuadraba, que aquella chica no podía ser sino Michela, la gemela desaparecida, y que todos los detalles coincidían: la frente despejada, los dedos largos, la timidez con que los movía, y principalmente el que se entretuviera con aquel juego pueril.

Pero un instante después volvieron las dudas; las certezas se desmoronaron con una vaga sensación de cansancio, sin duda inducida por el hambre que le oprimía las sienes hacía días, y Alice temió perder otra vez el conocimiento.

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