34
El taxi circulaba por las avenidas desiertas de las afueras, entre edificios sin balcones, todos iguales. En algunas ventanas, pocas, aún se veía luz. En marzo los días eran cortos y la gente adaptaba el metabolismo a la noche.
– Las ciudades son aquí más oscuras -dijo Nadia, como pensando en alta voz.
Iban sentados cada uno en un extremo del asiento. Mattia miraba cómo cambiaban los números del taxímetro; cómo, apagándose y encendiéndose, los segmentos rojos componían las distintas cifras.
Ella iba pensando en el ridículo espacio de soledad que los separaba y armándose de valor para ocuparlo. Su apartamento quedaba a un par de manzanas, y el tiempo, como la calle, pasaba deprisa; no solamente el tiempo de aquella noche, sino el tiempo de lo posible, el tiempo de sus treinta y cinco años incompletos. El último año, desde que rompiera con Martin, venía sintiéndose más y más extraña a aquel lugar, padeciendo más aquel frío que secaba la piel y que ni siquiera en verano remitía del todo. Pero tampoco se decidía a marcharse, porque a esas alturas dependía de aquel mundo, se había atado a él con la obstinación con que uno se ata a las cosas que lo perjudican.
Pensó que si algo tenía que ocurrir, debía ser en aquel coche. Más tarde no tendría fuerzas, más tarde se consagraría definitivamente, ya sin lamentarse, a sus traducciones, a aquellos libros cuyas páginas diseccionaba día y noche para ganarse la vida y llenar el vacío que iban dejando los años.
Lo encontraba fascinante; extraño, mucho más extraño que otros colegas que Alberto, inútilmente, le había presentado. Aquella disciplina que estudiaban parecía atraer sólo a personajes siniestros, o que los volviera así con el tiempo. Pensó, por decir algo divertido, en preguntarle a Mattia cuál de las dos cosas, pero no se atrevió. Daba igual, extraño era, e inquietante. Aunque había algo en su mirada, como un corpúsculo brillante flotando en aquellos ojos oscuros que ninguna mujer, bien segura estaba, había conseguido capturar.
Podía provocarlo, y se moría de ganas. Se había echado el pelo a un lado para dejar al descubierto el cuello, y pasaba los dedos por la costura del bolso que llevaba en el regazo. Pero a más no se atrevía, y tampoco quería volverse: si él estaba mirando a otro sitio, no quería saberlo.
Mattia se sopló en la mano cerrada para calentársela. Percibía la ansiedad de Nadia, pero no se decidía. Y aunque se decidiera, pensaba, tampoco sabría qué hacer. Una vez, hablándole de su propia experiencia, Denis le había dicho que los primeros contactos son siempre los mismos, como las aperturas del ajedrez. No es preciso inventar nada, porque ambos buscan lo mismo. Después el juego sigue su propio derrotero y es entonces cuando se necesita estrategia.
Pero yo ni siquiera conozco las aperturas, se dijo.
Al menos, puso la mano izquierda en medio de los dos, como quien arroja un cabo al mar, y allí la dejó inmóvil, a pesar de que el escay le producía escalofríos.
Nadia comprendió y, sin hacer movimientos bruscos, se desplazó al centro, le cogió el brazo por la muñeca, se lo pasó por su nuca, descansó la cabeza en el pecho de él y cerró los ojos.
Su pelo desprendía un perfume intenso que impregnó la ropa de Mattia y le penetró en la nariz.
El taxi orilló a la izquierda, ante la casa de Nadia, y el taxista dijo:
– Seventeen thirty.
Ella se incorporó y los dos pensaron lo mismo: que costaría mucho encontrarse otra vez así, romper un equilibrio y recomponer otro distinto. Se preguntaron si volverían a ser capaces.
Mattia rebuscó en los bolsillos, encontró la cartera, tendió un billete de veinte y dijo:
– No change, thanks.
Ella abrió la portezuela. Síguela, se ordenó él, pero no se movió.
Nadia estaba ya en la acera, el taxista lo miraba por el retrovisor esperando instrucciones, la pantalla del taxímetro marcaba 00.00 con cifras parpadeantes.
– Ven -dijo Nadia.
Él obedeció.
El taxi partió y ellos subieron por una empinada escalera revestida de moqueta azul oscuro y cuyos estrechos escalones obligaban a torcer los pies.
El apartamento de Nadia estaba limpio y lleno de detalles, como puede estarlo la casa de una mujer sola. En medio de una mesa redonda había una cesta de mimbre con pétalos secos, que hacía tiempo no emanaban perfume alguno. Las paredes estaban pintadas en tonos fuertes, naranja, azul oscuro, amarillo huevo, colores tan poco habituales en el norte que casi resultaban irrespetuosos.
Mattia pidió permiso para entrar y miró cómo Nadia se quitaba el abrigo y lo dejaba en una silla con la soltura propia de quien se siente en su espacio.
– Voy por algo de beber.
Él esperó en medio de la sala, con las destrozadas manos metidas en los bolsillos. Nadia volvió al poco con dos vasos de vino tinto. Reía de algo que había pensado.
– Ya no estoy acostumbrada. Hacía mucho que no me ocurría -confesó.
– Te entiendo -contestó Mattia, en lugar de decir que a él nunca le había ocurrido.
Bebieron en silencio, mirando cohibidos a un lado y a otro. A ratos cruzaban la mirada y entonces sonreían, como dos chiquillos.
Nadia tenía las piernas dobladas sobre el sofá, para ganar espacio hacia él. El escenario estaba listo. Sólo faltaba la acción, un arranque en frío, instantáneo y brutal como todos los comienzos.
Ella aún se lo pensó un momento. Luego dejó el vaso en el suelo, detrás del sofá para no volcarlo con los pies, se abalanzó sobre Mattia y lo besó. Con los pies se quitó los zapatos de tacón, que cayeron al suelo con un ruido sordo, y se puso a horcajadas sobre él, sin darle tiempo a decir no.
Le arrebató el vaso y le guió las manos a sus caderas. Mattia tenía la lengua rígida. Ella empezó a girar la propia alrededor de la de él, sin parar, para ponerla en movimiento, hasta que Mattia empezó a hacer lo mismo en sentido contrario.
Se dejaron caer a un lado, algo torpes, y Mattia quedó debajo. Tenía una pierna colgando y la otra tiesa, inmovilizada bajo el cuerpo de ella. Pensaba en el movimiento circular de su lengua, pero no tardó en perder la concentración, como si la cara de Nadia oprimiendo la suya hubiera atascado el alambicado engranaje de su pensamiento, como aquella vez con Alice.
Deslizó las manos por debajo de la camiseta de Nadia y el contacto con su piel no lo molestó. Se quitaron la ropa despacio, sin separarse y sin abrir los ojos, porque en el cuarto había mucha luz y cualquier interrupción lo habría echado todo a perder.
Y mientras bregaba con el cierre del sostén, Mattia pensó que esas cosas pasan; que al final pasan aunque no se sepa cómo.
35
Fabio se levantó pronto; había apagado la alarma del despertador y abandonado el cuarto evitando mirar a Alice, que dormía en su lado con un brazo fuera de la sábana y apretándola con la mano, como si estuviera soñando que se agarraba a algo.
Se había dormido de puro agotado y había tenido una serie de pesadillas a cuál más tétrica. Y ahora sentía la necesidad de hacer algo con las manos, mancharse, sudar, cansar los músculos. Consideró ir al hospital y hacer un turno extra, pero sus padres venían a comer, como todos los segundos sábados de mes. Dos veces descolgó el teléfono con la intención de llamarlos y decirles que no fueran, que Alice no se sentía bien, pero luego pensó que, aprensivos como eran, telefonearían para preguntar por ella, él volvería a discutir con su mujer y sería peor.
Se quitó la camiseta en la cocina y bebió leche de pie junto al frigorífico. Podía fingir que no pasaba nada, que esa noche era como las otras y seguir adelante como si tal cosa, como siempre había hecho; pero sentía una angustia nueva que le apretaba la garganta. Tenía el cutis tirante por las lágrimas que se le habían secado en las mejillas. Se enjuagó en el fregadero y se secó con el paño que colgaba al lado.