Miró por la ventana. Estaba nublado, pero el sol no tardaría en salir. En esa época del año siempre era así. En un día como ése habría podido salir en bici con su hijo, seguir la pista que bordeaba el canal, llegar al parque. Allí beberían agua de la fuente, se sentarían en la hierba una media hora, regresarían luego a casa, esta vez por la carretera, y de camino pararían en la repostería a comprar pasteles para después de comer.
No pedía mucho; sólo la normalidad que siempre había merecido.
Bajó al garaje en calzoncillos. De la estantería más alta cogió la caja de herramientas -su peso le produjo un instantáneo alivio-, sacó un destornillador, una llave del 9 y otra del 12 y empezó a desmontar la bicicleta, pieza a pieza, metódicamente.
Lo primero que hizo fue engrasar los engranajes, luego limpió el cuadro con un trapo empapado en alcohol. Con la uña rascó los pegotes de barro. Limpió también los entresijos de los pedales, las ranuras en que no cabían los dedos. Volvió a montar las diversas piezas, comprobó los frenos y los reguló de modo que quedaran perfectamente equilibrados. Infló las dos ruedas, tentando la presión con la palma de la mano.
Retrocedió un paso, se limpió las manos en los muslos y contempló su trabajo con una molesta sensación de desapego. De una patada volcó la bici, que se dobló sobre sí misma como un animal. Un pedal quedó girando en el aire y Fabio escuchó su rumor hipnótico hasta que de nuevo se hizo el silencio.
Salía del garaje pero dio media vuelta. Levantó la bici, la puso en su sitio y, sin poder evitarlo, comprobó que no se hubiera roto. Se preguntó por qué no era capaz de ponerlo todo patas arriba, dar rienda suelta a la rabia que sentía, maldecir, romper objetos; por qué prefería que todo pareciera en orden aunque no lo estuviera.
Apagó la luz y subió la escalera.
Alice estaba sentada a la mesa de la cocina, bebiendo té, pensativa; delante no tenía otra cosa que el bote del edulcorante. Alzó los ojos y lo miró.
– ¿Por qué no me has despertado?
Fabio se encogió de hombros. Se acercó a la pila y abrió el grifo.
– Estabas dormida.
Se echó lavavajillas en las manos y se restregó las manchas de grasa bajo el chorro.
– Hoy comeremos un poco más tarde -anunció ella.
Fabio se encogió de hombros.
– No tenemos ni por qué comer.
– ¿Y eso?
Él se frotó las manos más fuerte.
– No sé, era sólo una idea.
– Una idea nueva.
– Sí, tienes razón; una idea de mierda -replicó Fabio entre dientes.
Cerró el grifo y salió de la cocina casi corriendo. Al poco, Alice oyó el chorro de la ducha. Llevó la taza al fregadero y volvió al dormitorio a vestirse.
Del lado donde dormía Fabio las sábanas estaban hechas un lío, con arrugas que el peso del cuerpo había aplanado. La almohada estaba doblada por la mitad, como si se hubiera tapado la cabeza con ella, y las mantas, retiradas con los pies, estaban amontonadas en la punta. El cuarto olía un poco a sudor, como todas las mañanas, y Alice abrió la ventana para ventilarlo.
Los muebles que por la noche se le antojaran con vida, con aliento propio, no eran ahora sino los muebles de siempre, inertes como su resignación.
Hizo la cama estirando bien las sábanas y remetiéndolas bajo el colchón, doblando el embozo hasta la mitad de la almohada, como le había enseñado Sol. Luego se vistió. Oía el zumbido de la afeitadora de Fabio procedente del baño, y que ella asociaba a las mañanas soñolientas de los fines de semana.
Se preguntó si la discusión de aquella noche traería consecuencias o si acabaría como siempre: Fabio saldría de la ducha y, antes de ponerse una camiseta, la abrazaría por detrás, apoyaría la mejilla en su pelo y así permanecería un rato, hasta que la rabia se le pasara. No había otra solución, de momento. Pero trató de imaginar qué pasaría si no, y absorta se quedó mirando las cortinas, que el aire abombaba un poco. La asaltó una viva impresión, casi un presentimiento de abandono, como el que había tenido en aquel barranco cubierto de nieve y más adelante en la habitación de Mattia, y como el que seguía sintiendo cada vez que veía la cama intacta de su madre. Se acarició con el dedo el puntiagudo hueso ilíaco, a cuyo afilado borde no estaba dispuesta a renunciar, y cuando advirtió que cesaba el zumbido de la afeitadora se espabiló y volvió a la cocina con una preocupación precisa: la inminente comida.
Picó una cebolla y cortó un trozo de mantequilla, que dejó aparte en un platito. Todo aquello se lo había enseñado Fabio. Ella estaba acostumbrada a manipular la comida con un distanciamiento aséptico, ejecutando una sucesión de acciones cuyo resultado final le era ajeno.
Quitó la goma roja del manojo de espárragos, los lavó con agua fría y los dejó en el tajador. Puso al fuego una olla con agua.
Supo que Fabio entraba en la estancia por una serie de ruiditos que se aproximaban. Poniéndose tensa, esperó que la tocara.
Pero él se sentó en el sofá del salón y empezó a hojear distraídamente una revista.
– Fabio -lo llamó sin saber muy bien qué decirle.
Él no contestó. Pasó la página con más ruido del necesario y se quedó con el borde entre los dedos, dudando si rasgarlo o no.
– Fabio -repitió ella sin levantar la voz, aunque volviéndose.
– ¿Qué?
– ¿Me pasas el arroz, por favor? En la estantería de arriba. Yo no llego.
Era sólo una excusa, los dos lo sabían; era un modo de decirle que se acercara.
Fabio arrojó la revista sobre la mesa -golpeó una media cáscara de coco que hacía de cenicero y lo hizo girar-, se cogió las rodillas y así se quedó unos segundos, como pensándolo. Al cabo se levantó bruscamente y, dirigiéndose al fregadero, le preguntó con rabia, sin mirarla:
– ¿Dónde?
– Ahí.
Fabio arrastró con estrépito una silla hasta el frigorífico y se subió. Iba descalzo. Atice le miró los pies como si no los conociera y le resultaron atractivos, aunque de una manera vagamente espantosa.
Él cogió la caja del arroz, que estaba ya abierta, y la agitó. Y sonriendo de un modo que a Alice le pareció siniestro, inclinó el paquete y fue dejando caer el arroz poco a poco, como una lluvia blanca.
– ¿Qué haces? -se alarmó ella.
Fabio rió.
– Ahí tienes el arroz.
Y empezó a sacudir la caja, esparciendo arroz por toda la cocina. Alice se acercó y le dijo que parara, pero él no hacía caso.
– Como en nuestra boda, ¿recuerdas? -exclamó-. ¡En nuestra maldita boda!
Ella lo agarró por la pierna para detenerlo, pero él le vertió arroz en la cabeza; algunos granos quedaron enredados en su pelo lacio. De nuevo le dijo que parara y alzó la cara.
Un grano de arroz le cayó en un ojo y le hizo daño. Así cegada, le propinó un golpe en la espinilla. Fabio reaccionó sacudiendo la pierna y propinándole una patada en el hombro izquierdo. Desequilibrada, Alice trató de afirmarse sobre la pierna coja, mas inclinándose primero hacia delante y luego hacia atrás, como un gozne desquiciado, cayó al suelo.
Asustado, Fabio siguió un momento de pie en la silla, con la caja vacía boca abajo, mirando a su mujer hecha un ovillo en el suelo, como un gato. Tuvo un acceso de lucidez fulminante.
Bajó de la silla.
– ¿Te has hecho daño, Ali? A ver, deja…
Quiso girarle la cara, pero ella lo rechazó.
– ¡Déjame!
– Cariño, perdona -se disculpó él-. No te habrás…
– ¡Vete! -chilló Alice con una potencia de la que ninguno de los dos la hubiera creído capaz.
Fabio se apartó al instante. Las manos le temblaban. Dio dos pasos atrás, balbució «Vale, vale» y corrió al dormitorio. Volvió al poco con camiseta y zapatos puestos, y sin mirar a su mujer, que seguía en el suelo, salió a la calle.