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Pietro Balossino detuvo el coche a un metro de la gran verja de entrada de la propiedad de los Bai y echó el freno de mano, por estar la calle en ligera cuesta. Inclinándose hacia delante para atisbar entre la verja, comentó:

– No vive mal vuestra amiga.

Ni Denis ni Mattia confesaron que de aquella chica apenas conocían más que el nombre.

– Entonces os recojo a medianoche, ¿os parece?

– A las once -se apresuró a precisar Mattia-, mejor a las once.

– ¿A las once? Pero si ya son las nueve. ¿Qué podéis hacer en un par de horas?

– A las once -insistió Mattia.

Pietro Balossino inclinó la cabeza y dijo vale.

Mattia se apeó. Denis lo hizo también, de mal grado: temía que en la fiesta Mattia hiciera nuevos amigos, chicos enrollados que se lo quitarían para siempre; temía no volver a montar en aquel coche.

Se despidió educadamente del padre de Mattia, tendiéndole la mano como hacen los adultos, y Pietro Balossino, por no desabrocharse el cinturón de seguridad, tuvo que ejecutar una ridícula contorsión para estrechársela.

Los dos amigos se quedaron parados ante la verja y esperaron a que el coche se alejara para tocar el timbre.

Alice estaba sentada en un extremo del blanco sofá. En la mano tenía un vaso de Sprite y de reojo miraba los voluminosos muslos de Sara Turletti, embutidos en medias oscuras. Aplastados contra el sofá aún parecían más gordos, casi el doble. Alice comparó el espacio que ella ocupaba con el que ocupaba su compañera. Pensar que podía ser tan delgada que resultase invisible le produjo un agradable cosquilleo en el estómago.

Cuando vio aparecer a Mattia y Denis se irguió de golpe y buscó desesperadamente a Viola con la mirada. Advirtió que Mattia no llevaba ya la mano vendada y quiso ver si le había quedado cicatriz. Por instinto se palpó la suya propia con el dedo. Sabía encontrársela debajo de la ropa, era como tener una lombriz en la piel.

Los recién llegados miraron a un sitio y otro como animales acorralados, aunque ninguno de los aproximadamente treinta chicos que había en la sala reparó en ellos. Alice sí.

Denis hacía cuanto hacía Mattia, iba a donde él iba y miraba a donde él miraba. Mattia se acercó a Viola, que estaba contándoles sus apócrifas aventuras a un corro de chicas, y sin preguntarse siquiera si conocía a éstas del colegio, se colocó detrás de ella sosteniendo el regalo con rigidez a la altura del pecho. Cuando Viola vio que sus amigas apartaban los ojos de su irresistible boca y miraban más allá de su persona, se volvió y murmuró:

– Ah, sois vosotros.

– Toma -repuso Mattia. Depositó el regalo en los brazos de la anfitriona y mascullando le felicitó el cumpleaños.

Y ya daba media vuelta cuando oyó que Viola gritaba con voz excitada:

– ¡Ali, Ali, ven, que ha llegado tu amigo!

Denis tragó saliva, que se le antojó llena de pinchos. Una de las amigas de Viola susurró a otra algo al oído y se rió. Alice se levantó del sofá y dio los cuatro pasos que la separaban del grupo disimulando su cojera, aunque estaba segura de que todos la miraban.

Saludó a Denis con una sonrisa y luego a Mattia inclinando la cabeza y diciendo hola con un hilo de voz. Mattia le contestó lo mismo y enarcó las cejas con sobresalto, lo que lo hizo parecer aún más raro a ojos de Viola.

Hubo un largo silencio que sólo Viola fue capaz de romper, diciendo con aire radiante:

– He descubierto dónde guarda mi hermana las pastillas.

Las otras dijeron «¡Uau!», todas excitadas.

– ¿Qué, queréis unas cuantas?

Dirigió la pregunta a Mattia, segura de que no sabría a qué se refería. Y no se equivocaba, en efecto.

– Chicas, vamos -dijo luego-. Y ven tú también, Ali.

Cogió a Alice de un brazo y las cinco, casi empujándose unas a otras, desaparecieron por el pasillo.

Denis se halló de nuevo solo con Mattia y su corazón volvió a latir normalmente. Se acercaron a la mesa de las bebidas.

– Hay whisky -observó Denis, entre impresionado y alarmado-. Y vodka.

Mattia no contestó. Tomó un vaso de plástico de una pila de vasos, lo llenó de Coca-Cola hasta el borde, procurando no pasar del limite en que la tensión superficial del liquido impedía que se desbordara, y lo posó en la mesa. Denis se sirvió whisky, mirando a todos lados con disimulo y confiando secretamente en impresionar a su amigo, que ni siquiera se percató.

Dos paredes más allá, en el dormitorio de la hermana de Viola, las chicas habían sentado a Alice en la cama y la instruían sobre lo que debía hacer.

– No se la chupes aunque te lo pida, ¿de acuerdo? -la instó Giada Savarino-. La primera vez como mucho hazle una paja.

Alice se echó a reír azorada, sin saber si Giada hablaba en serio.

– Tú ahora vas y te pones a hablar con él -le ordenó Viola, que ya tenía un plan clarísimo-. Luego te inventas una excusa y te lo llevas a mi cuarto.

– ¿Y qué excusa invento?

– La que sea, tú verás. Que te molesta la música y quieres un poco de silencio.

– ¿Y su amigo, que va siempre pegado a él?

– Ya nos encargamos nosotras -contestó Viola con su sonrisa cruel. Se subió con zapatos y todo a la cama de su hermana, cubierta con una colcha verde claro.

Alice pensó que a ella su padre le tenía prohibido pisar calzada las alfombras, y se preguntó qué diría si la viera allí, aunque pronto desechó aquel pensamiento.

Viola abrió un cajoncito del mueble que colgaba sobre la cama, buscó dentro a tientas, pues no alcanzaba a ver, y sacó al fin una cajita forrada de tela roja con ideogramas dorados. Tendió a Alice la mano abierta y le dijo:

– Toma. -En la palma se veía una pastillita azul claro y brillante, cuadrada y de ángulos redondeados, en cuyo centro había grabada en forma esquemática una mariposa. Alice se acordó del caramelo sucio que aquella misma mano la había obligado a tragar y sintió que se atragantaba.

– ¿Qué es?

– Tú tómatela, verás lo bien que te lo pasas.

Y le guiñó el ojo. Alice lo pensó un momento. Todas la miraban. Supuso que era otra prueba. Cogió la pastilla y se la puso en la lengua.

– Lista. Vamos -dijo Viola.

Y en fila india fueron saliendo de la habitación, todas con los ojos bajos y una sonrisa maliciosa. Federica suplicó a Viola que le diera otra a ella y Viola le contestó groseramente que lo haría cuando le tocara.

Alice se esperó a salir la última, y cuando vio que todas le daban la espalda escupió la pastilla en la mano, se la guardó y apagó la luz.

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Cual aves rapaces, Viola, Giada, Federica y Giulia cercaron a Denis, y Viola le preguntó:

– ¿Te vienes allí con nosotras?

– ¿A qué?

– Luego te lo explicamos -contestó riendo Viola.

Denis se puso tenso y buscó amparo en Mattia, pero vio que su amigo seguía observando absorto cómo temblaba la Coca-Cola en el borde del vaso. La música atronaba y con cada golpe de bombo la superficie del líquido se agitaba. Mattia aguardaba con extraña expectación el instante en que se desbordara. Denis contestó:

– Prefiero quedarme aquí.

Viola se impacientó:

– ¡Qué coñazo eres, madre mía! Vente y calla.

Y le tiró del brazo. Denis intentó resistirse, pero Giada empezó a tirar también y el chico se rindió. Dejándose arrastrar hacia la cocina, miró por última vez a su amigo: no se había movido.

Mattia advirtió la presencia de Alice cuando ella puso la mano en la mesa y rompió el equilibrio del vaso, cuyo colmo rebosó y formó en torno al fondo un cerco oscuro. Instintivamente alzó los ojos y sus miradas se cruzaron.

– ¿Qué tal? -le preguntó ella.

Mattia inclinó la cabeza y respondió:

– Bien.

– ¿Te gusta la fiesta?

– Mm-mm.

– A mí la música tan alta me marea.

Alice esperó a que él dijera algo; lo miraba y le parecía que no respirase. La expresión de sus ojos era de mansedumbre y sufrimiento. Como la primera vez, tuvo el impulso de pedirle que la mirara, cogerle la cabeza entre las manos y decirle que todo iría bien. Al fin se atrevió a preguntarle:

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