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– ¿Me acompañas al otro cuarto?

Mattia inclinó la cabeza, como si hubiera esperado la pregunta, y contestó:

– Bueno.

Alice echó a andar hacia el pasillo y él la siguió a dos pasos de distancia, mirando, como siempre, al suelo. Notó que, mientras que la pierna derecha de Alice, como todas las piernas del mundo, se doblaba con garbo por la rodilla y el pie se apoyaba en el suelo sin hacer ruido, la izquierda, rígida, describía a cada paso un giro hacia fuera, con lo que por un momento la cadera quedaba desequilibrada y daba la impresión de que Alice fuera a caer de lado, y cuando por fin tocaba tierra, lo hacía pesadamente, como si fuera una muleta.

Se concentró en aquel ritmo giroscópico y, sin darse cuenta, acompasó su paso al de ella.

Cuando llegaron a la habitación de Viola, Alice, con una audacia que a ella misma sorprendió, deslizándose a su lado cerró la puerta. Y allí quedaron ambos de pie, él sobre la alfombra, ella justo fuera.

¿Por qué no dice nada?, se preguntó Alice. A punto estuvo de desistir, abrir la puerta y escapar. Pero entonces ¿qué le digo a Viola?

– ¿A que se está mejor aquí?

– Sí -contestó Mattia. Tenía los brazos colgando, como un muñeco de ventrílocuo, y con el índice derecho se levantaba un padrastro que tenía en el pulgar; la sensación era muy parecida a la de un pinchazo y le permitió sustraerse un momento a la tensión reinante.

Alice se sentó en la cama, muy en el borde -el colchón no se hundió bajo su peso-, miró a los lados como buscando algo, y al final preguntó:

– ¿No te sientas?

Él lo hizo; con cautela, a tres palmos de ella. La música retumbaba como si las paredes respiraran con sofoco. Alice observó las manos de Mattia, que él tenía cerradas.

– ¿Se te ha curado la mano?

– Casi.

– ¿Cómo te lo hiciste?

– Me corté en el laboratorio de biología, sin querer.

– ¿Puedo ver la herida?

Mattia apretó los puños con fuerza, pero luego, lentamente, abrió la mano izquierda. Una cicatriz morada y perfectamente recta la surcaba en diagonal, en medio de otras más cortas y claras, casi blancas, entrecruzadas a lo largo y ancho de toda la palma, como las ramas peladas de un árbol vistas a contraluz.

– Yo también tengo una -dijo Alice.

Mattia cerró la mano y se la metió entre las piernas, como escondiéndola. Ella se puso en pie, se alzó un poco el suéter y se desabotonó los vaqueros. Él fue presa del pavor. Bajó la vista todo lo que pudo, mas no evitó ver cómo las manos de Alice doblaban un poco los pantalones y dejaban al descubierto una gasa prendida con esparadrapo y, bajo ella, el ribete de unas bragas gris claro.

Y al ver que también bajaba este ribete unos centímetros, contuvo el aliento.

– Mira -dijo Alice.

Paralela al hueso ilíaco se veía una cicatriz larga, de bastante relieve y más ancha que la de Mattia; las señales de los puntos de sutura, que la cruzaban perpendicularmente a intervalos regulares, la asemejaban a las que se pintan los niños en la cara cuando se disfrazan de piratas.

A él no se le ocurrió nada que decir. Ella se abotonó los vaqueros, se remetió la camiseta y volvió a sentarse, esta vez algo más cerca del muchacho.

A continuación hubo un silencio casi insoportable. La distancia que mediaba entre sus caras palpitaba de expectación y azoramiento. Al cabo, por decir algo, Alice preguntó:

– ¿Te gusta la nueva escuela?

– Sí.

– Dicen que eres un genio.

Mattia se mordió las mejillas hasta sentir el sabor metálico de la sangre.

– ¿Y de veras te gusta estudiar?

Él asintió.

– ¿Por qué?

– Es lo único que sé hacer -contestó con voz queda.

Deseó decirle que también le gustaba porque era algo que podía hacer solo, porque lo que uno estudia son cosas sabidas, muertas, frías; porque las páginas de los libros de clase tienen todas la misma temperatura, lo dejan elegir a uno, nunca hacen daño ni uno puede hacerles daño a ellas… Pero se abstuvo.

– ¿Y yo? ¿Te gusto? -se aventuró a preguntar Alice; la voz le salió un tanto chillona y se sonrojó.

– No lo sé -contestó Mattia mirando al suelo.

– ¿No lo sabes?

– No, no lo he pensado.

– Esas cosas no se piensan.

– Yo si no pienso no comprendo.

– Tú a mí sí me gustas -dijo ella-, un poco, creo.

Él inclinó la cabeza. Jugó a enfocar y desenfocar los arabescos geométricos de la alfombra contrayendo y relajando el cristalino.

– ¿No quieres besarme? -le preguntó Alice; no sintió vergüenza, pero sí un vuelco en el corazón por miedo a que le dijera que no.

Mattia permaneció quieto unos segundos, hasta que negó lentamente con la cabeza, sin dejar de mirar la alfombra.

Alice, en un arranque nervioso, se llevó las manos a la cintura y se la abarcó. Con otra voz dijo atropelladamente:

– Da igual… pero por favor, no se lo digas a nadie. -Y pensó: ¡Qué boba soy! Peor que un crío de párvulos.

Se levantó. Aquella habitación le pareció de pronto un lugar extraño, hostil. Las paredes llenas de mil colores, el escritorio cubierto de cosméticos, las zapatillas de baile colgando de una hoja del armario como los pies de un ahorcado, la foto de gran formato de una guapísima Viola tumbada en la playa, los casetes amontonados en desorden junto al equipo de música, la ropa tirada en la butaca, todo eso empezó a marearla.

– Volvamos al salón -pidió.

Mattia se puso en pie y se quedó mirándola. Ella tuvo la impresión de que le pedía perdón. Abrió la puerta -la música irrumpió potente en el cuarto-, recorrió un trecho de pasillo, pensó en la cara que pondría Viola, dio media vuelta, lo cogió sin más de la rígida mano y así cogidos regresaron al ruidoso salón de los Bai.

14

Jugando, las chicas habían arrinconado a Denis contra el frigorífico, y formaban ante él, una junto a otra, una muralla de ojos excitados y cabellos sueltos, a través de la cual Denis no atinaba a ver a Mattia en el otro cuarto.

– ¿Verdad o prenda? -le preguntó Viola.

Denis sacudió la cabeza tímidamente, dando a entender que no le apetecía jugar. Viola hizo un gesto de impaciencia y abrió el frigorífico, lo que obligó a Denis a ladear el tronco para dejar espacio a la puerta, sacó una botella de vodka de melocotón y bebió un trago a morro. Luego se la ofreció a Denis con una sonrisa cómplice.

Él estaba ya mareado y sentía cierta náusea, y el whisky le había dejado un regusto amargo en la nariz y la boca; pero había algo en la actitud de Viola que le impedía negarse. Tomó la botella, dio un trago y se la pasó a Giada Savarino, que la cogió con avidez y empezó a beber como si fuera naranjada.

– Bueno, ¿qué, verdad o prenda? -repitió Viola-. O elegimos nosotras.

– Este juego no me gusta -replicó Denis sin convicción.

– ¡Qué pelmas sois tú y tu amigo! Yo elijo. Verdad. Veamos… -Se llevó el dedo a la barbilla y, aparentando reflexionar, paseó en círculo la mirada por el techo-. ¡Ya lo tengo! Has de decirnos cuál te gusta más de las cuatro.

Intimidado, Denis se encogió de hombros y contestó:

– Pues…

– ¿Pues qué? Alguna te gustará, ¿o no?

Denis pensó que no, que no le gustaba ninguna; que lo que quería era que se fueran y lo dejaran volver con Mattia; que sólo le quedaba una hora para estar con él, para ver cómo existía también de noche, a unas horas en que por lo general no podía hacer otra cosa que imaginárselo durmiendo en su cuarto, entre sábanas cuyo color no conocía. Pero pensó también que si escogía una, la que fuera, lo dejarían en paz.

– Ella.

Y señaló a Giulia Mirandi, que le parecía la más inofensiva.

Giulia se llevó una mano a la boca como si la hubieran elegido reina de algo. Viola torció el gesto. Las otras rompieron a reír escandalosamente.

– Vale -dijo Viola-. Ahora toca prenda.

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