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Alice tenía la grata sensación de que perdía trozos de su ser con cada trago que daba. Y a la vez que experimentaba aquella levedad de su cuerpo, sentía la maciza presencia del de Fabio sentado enfrente, los codos apoyados en la mesa y la camisa arremangada hasta mitad del antebrazo. La imagen de Mattia, que tanto la había traído de cabeza las últimas semanas, vibraba débilmente en el aire como cuerda de violín algo floja o nota disonante en medio de un acorde.

– Bien, consolémonos con el segundo plato -dijo Fabio entonces.

A Alice estuvo a punto de darle un soponcio. Había supuesto que no habría más. Pero sí: Fabio se había levantado de la mesa y sacaba del horno una bandeja con dos tomates, dos berenjenas y dos pimientos amarillos, rellenos con lo que parecía carne picada y pan rallado. Los colores eran alegres, pero viendo el tamaño desmesurado de aquellas verduras ella se las imaginó al punto metidas, enteritas como estaban, dentro de su estómago, como piedras en el fondo de un estanque.

– Elige -le ofreció Fabio.

Alice se mordió el labio y señaló tímidamente un tomate, y él, pinzándolo con el tenedor y el cuchillo, lo sirvió en su plato.

– ¿Qué más?

– Nada más.

– Eso sí que no. No has comido nada. ¡Y con lo que llevas bebido!

Alice lo miró y por un instante lo odió profundamente, como odiaba a su padre, a su madre, a Sol y a quienquiera que llevase la cuenta de lo que comía. Pero se rindió y señaló una berenjena:

– Esta.

Fabio se sirvió una ración de cada verdura y las atacó no sin antes mirarlas con satisfacción. Alice probó el relleno con la punta del tenedor. Además de carne, enseguida reconoció huevo, queso fresco y parmesano, y rápidamente calculó que un día de ayuno no bastaría para compensar.

– ¿Te gusta? -preguntó Fabio con una sonrisa y la boca medio llena.

– Buenísimo.

Se armó de valor y tomó un bocado de berenjena; reprimió las náuseas y siguió comiendo, bocado tras bocado y sin pronunciar palabra hasta que se la terminó, pero no bien dejó el tenedor junto al plato le entraron ganas de vomitar. Fabio hablaba sin dejar de servirle vino, y ella asentía dando cabezadas mientras la berenjena le bailaba en el estómago.

A todo esto, él se lo había comido todo, mientras que a ella aún le quedaba el nauseabundo tomate relleno. No podía trocearlo e ir escondiendo los trozos en la servilleta sin que él la viera, pues, aparte de las velas ya medio consumidas, nada había que la tapara.

Se acabó también, bendita fuera, la segunda botella de vino, y Fabio, no sin dificultad, se levantó de la mesa con intención de abrir una tercera. Se llevó las manos a la cabeza y le dijo en voz alta: «Por favor, señorita, ya está bien de beber», y Alice le rió la gracia. Fabio buscó en el frigorífico y los armarios, pero nada, no encontró más botellas.

– Me parece que mis padres se las han soplado todas. Tendré que bajar al sótano.

Rompió a reír sin motivo y Alice rió también, por mucho que al hacerlo le doliera la tripa.

– Tú no te muevas de aquí-ordenó él, señalándola con el dedo.

– Descuida -contestó ella; de pronto se le había ocurrido una idea.

No bien desapareció Fabio, cogió el pringoso tomate con dos dedos y, teniéndolo bien lejos de la nariz para no aspirar más su olor, fue al baño. Echó el pestillo, levantó la tapa del váter y le pareció que la limpia taza le sonreía como diciéndole ya me encargo yo.

Examinó el tomate; era grande y quizá convenía trocearlo, pero como también estaba blando, pensó que pasaría y lo echó tal cual. El tomate cayó con un plof, a punto de sal picarle el vestido azul, y fue a parar al recodo del desagüe, donde quedó medio escondido.

Alice tiró de la cadena y el agua cayó como lluvia salvífica, sólo que, en lugar de desaguar por el conducto, empezó a llenar la taza con un inquietante borbolleo.

Retrocedió espantada, le flaqueó la pierna coja y a punto estuvo de irse al suelo. Se quedó mirando cómo el agua subía y subía… hasta que de pronto se detuvo.

Se oyó el ruido del depósito. La taza estaba llena hasta el borde. La superficie del agua límpida temblaba un poco y dejaba ver en el fondo el tomate, encajado en el mismo sitio.

Alice estuvo mirándolo al menos un minuto, a la vez espantada e intrigada. Al cabo oyó que abrían la puerta del sótano y reaccionó: contraída la cara con asco, cogió la escobilla y la hundió en el agua para tratar de desalojar el tomate, pero éste no se movía ni a la de tres.

¿Y ahora qué hago?, se dijo.

Y casi sin darse cuenta tiró otra vez de la cadena. Ahora sí que el agua desbordó la taza y empezó a esparcirse por el suelo formando un charquito que llegó a lamerle los elegantes zapatos. Desesperada, accionó la palanca del depósito, pero el agua no cesó de fluir ni el charco de expandirse, y si ella no hubiera interpuesto la alfombrilla habría llegado a la puerta y por debajo al cuarto contiguo.

Finalmente, el depósito dejó de descargar. El tomate seguía allí abajo, intacto, pero el agua del suelo dejó de extenderse. En una ocasión, Mattia le había explicado que una superficie de agua cesa de expandirse en el momento preciso en que su tensión la mantiene cohesionada, como formando una película.

Alice observó el estropicio. Bajó la tapa del váter, como quien se da por vencido, y se sentó en ella. Se llevó las manos a los ojos cerrados y rompió a llorar; lloraba por Mattia, por su madre, por su padre, por toda aquella agua, pero sobre todo por sí misma. Quiso llamar a Mattia, pedirle auxilio, pero el nombre se le enredó en los labios, endeble, pegajoso.

Fabio llamó a la puerta. Ella no se movió.

– Ali, ¿estás bien?

Podía ver su silueta por el cristal esmerilado de la puerta. Se sorbió la nariz, aunque sin hacer ruido, se aclaró la voz y contestó:

– Sí, sí, ya salgo.

Miró a los lados desorientada, como preguntándose qué hacía allí. La taza seguía goteando al menos en tres puntos distintos y por un momento deseó ahogarse en aquellos milímetros de agua.

Sesión de fotos (2003)

30

Una mañana, a las diez, fingiendo una determinación que le costó tres vueltas a la manzana, se presentó en el estudio de Marcello Crozza y le dijo que quería aprender el oficio y si podía tomarla como aprendiz. Crozza, que estaba sentado a la máquina del revelado, se volvió a mirarla y le contestó que por el momento no podía pagarle. No tuvo valor para decirle que no porque también él había hecho lo mismo muchos años atrás, con una emoción cuyo recuerdo era lo único que le quedaba de su pasión por la fotografía, una emoción que, pese a las muchas desilusiones, no quería vedarle a nadie.

Trabajaba sobre todo con fotos de gente en vacaciones, familias de tres o cuatro miembros, en playas o ciudades conocidas por su arte, abrazados en medio de la plaza de San Marcos o al pie de la torre Eiffel, con los pies cortados y siempre en la misma pose; fotos tomadas con cámaras automáticas, sobreexpuestas o desenfocadas, y que al final Alice ni miraba: las revelaba y las metía en el sobre amarillo y rojo de la casa Kodak.

El trabajo consistía más que nada en estar en la tienda, recibir los carretes de veinticuatro o treinta y seis fotos que los clientes llevaban a revelar, entregarles el correspondiente resguardo y decirles que podían recogerlas al día siguiente; cobrar, dar las gracias y decir adiós.

Algunos sábados iban a bodas. Crozza la recogía en su casa a las nueve menos cuarto, vestido siempre con el mismo traje pero sin corbata, al fin y al cabo era el fotógrafo, no un invitado.

Al llegar a la iglesia montaban un par de focos. Una de las primeras veces a Alice se le cayó uno en los escalones del altar y se hizo trizas. Miró aterrorizada a Crozza, pero éste, aunque hizo una mueca como si una de aquellas esquirlas se le hubiera clavado en la pierna, acabó diciéndole que no pasaba nada y que lo recogiera.

29
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