Miró el rollo de papiro que llevaba en la mano, en el que con bella letra cursiva se acreditaba que Mattia Balossino era doctor, profesional, adulto; que ya era hora de que se enfrentara con la vida real; que allí acababa la vía que lo había llevado ciega y sordamente de párvulos al doctorado. Sintió que se ahogaba, como si no tuviera fuerzas para inspirar hasta el fondo de los pulmones.
¿Y ahora qué?, se preguntó.
Una señora baja que llegaba acalorada le pidió paso. Él la siguió dentro, como si la mujer pudiera conducirlo a la respuesta; volvió a recorrer el pasillo en sentido contrario, subió al primer piso, entró en la biblioteca, se sentó en su sitio de siempre, junto a una ventana, dejó el documento en la silla de al lado, apoyó las manos sobre la mesa, bien abiertas, y se concentró en la respiración, que seguía faltándole. Le había pasado otras veces, pero nunca tanto tiempo seguido.
No puedes haber olvidado cómo se respira, se dijo; eso no se olvida.
Expulsó todo el aire y evitó respirar unos segundos. Al cabo abrió la boca e inspiró lo más hondo que pudo, hasta que el pecho le dolió. Esta vez sí introdujo el aire hasta el fondo de los pulmones, y se figuró las moléculas de oxígeno, blancas y redondas, esparciéndose por las arterias y remolineando en el corazón.
En aquella postura permaneció inmóvil por un tiempo indefinido, sin pensar ni darse cuenta de que los estudiantes entraban y salían, en un estado de abstracción profunda e inquieta.
Hasta que de repente apareció algo delante de sus ojos, una mancha roja que lo sobresaltó; fijó la vista y vio que era una rosa, una rosa envuelta en celofán que alguien había puesto sobre la mesa; con la mirada siguió el tallo y reconoció la mano de Alice, de uñas redondas y muy recortadas.
– Mira que eres tonto.
Mattia la miró como si fuera una alucinación. Tuvo la impresión de que volvía a la realidad desde algún lugar remoto que sólo recordaba borrosamente, y mirándola vio en su semblante una tristeza nueva, profunda.
– ¿Por qué no me lo dijiste? -prosiguió ella-. Tendrías que haberme avisado. -Y, agotada, se sentó en la silla de enfrente y miró a la calle moviendo la cabeza.
– ¿Cómo lo has…? -dijo Mattia.
– Por tus padres, por tus padres lo he sabido. -Se volvió de pronto para mirarlo con sus ojos azul claro echando chispas-. ¿Te parece justo?
Mattia lo pensó, luego negó con la cabeza, y en el arrugado celofán vio cómo su reflejo, abrumado y deforme, cabeceaba también.
– Siempre he pensado que significaba algo para ti, siempre… Pero tú… -No pudo continuar, tenía un nudo en la garganta.
Mattia seguía preguntándose cómo aquel momento podía haberse vuelto repentinamente tan real. Se esforzó por recordar dónde se hallaba segundos antes, sin conseguirlo.
– Tú nada… -concluyó Alice-. Nunca.
Mattia tuvo la impresión de que la cabeza se le hundía entre los hombros, de que las polillas volvían a agitarse en su cerebro.
– No tenía importancia, no quería que… -susurró.
– ¡Cállate! -lo interrumpió ella. Alguien hizo chitón y en el silencio subsiguiente quedó vibrando el eco de ese sonido. Alice se fijó mejor en Mattia y se alarmó-. Pero estás pálido… ¿Te ocurre algo?
– No sé, me siento como mareado.
Ella se puso en pie, se retiró el pelo de la frente, como si conjurase malos pensamientos, e inclinándose sobre él le dio un beso en la mejilla, leve y silencioso, que al instante espantó los insectos.
– Seguro que lo has hecho muy bien, lo sé -le dijo al oído.
Mattia notó su pelo cosquillearle en el cuello, y cómo el corto espacio que los separaba se llenaba con su calor y le oprimía la piel con suavidad de algodón. Tuvo el impulso de estrecharla contra sí, pero sus manos permanecieron quietas, como dormidas.
Alice se irguió y se estiró para coger de la silla el título de doctor. Lo desenrolló y lo leyó a media voz, sonriendo.
– ¡Uau! -exclamó al final-. Esto hay que celebrarlo. ¡Venga, en pie, doctor!
Y le tendió la mano. Él se la tomó, no sin vacilar. Dejó que lo sacara de la biblioteca con la misma confianza desarmada con que años antes se había dejado arrastrar al baño de chicas. Con el tiempo la proporción entre sus manos había cambiado, y ahora la suya abarcaba por entero la de Alice, como la áspera valva de una concha.
– ¿Adónde vamos?
– A dar una vuelta, a que te dé el sol, que falta te hace.
Salieron a la calle y esta vez él no tuvo miedo de la luz, del tráfico ni de la gente que esperaba a la puerta. Subieron al coche y bajaron las ventanillas. Alice conducía con las dos manos y cantaba Pictures of you imitando el sonido de palabras que no conocía. Mattia sintió que sus músculos se relajaban poco a poco y se amoldaban a la forma del asiento. Tenía la sensación de que el automóvil iba dejando una estela negra y viscosa, que era su pasado y sus preocupaciones. Se sentía cada vez más ligero, como un recipiente que se vacía. Cerró los ojos y por unos segundos flotó con la brisa que le daba en la cara y con la voz de Alice.
Cuando los abrió estaban en su calle. Se preguntó si no le habrían organizado una fiesta sorpresa y rogó a Dios que no.
– Di, ¿adónde vamos?
– Hum -murmuró Alice-. Tú no te preocupes. El día que conduzcas tú, podrás llevarme a donde quieras.
Por primera vez se avergonzó de no tener carnet de conducir a sus veintidós años. Ésa era otra de las cosas que se había saltado, otro de los consabidos pasos de la vida de un joven que él había preferido no dar, a fin de seguir al margen del engranaje de la vida; como comer palomitas en el cine, sentarse en el respaldo de los bancos, no respetar la hora de volver a casa impuesta por los padres, jugar al fútbol con pelotas de papel de aluminio o quedarse desnudo ante una chica. Y pensó que aquello cambiaría. Sí, obtendría el carnet cuanto antes. Y lo haría por ella, para llevarla de paseo en coche. Porque -miedo le daba admitirlo- cuando estaba con ella sentía que valía la pena hacer todas esas cosas normales que hacen las personas normales.
Ya cerca de casa de Mattia, Alice dobló una esquina y enfiló la avenida principal; a los cien metros aparcó enfrente del parque.
– Voilá. -Se quitó el cinturón y se apeó. Mattia no se movió y se quedó mirando el parque-. ¿Qué, no bajas? -añadió ella.
– Aquí no.
– Va, baja.
Él negó con la cabeza.
– Vamos a otro sitio.
Alice miró a los lados.
– ¿Qué problema hay? Vamos a dar un paseo.
Se acercó a la ventanilla de su amigo. Mattia estaba rígido como si alguien le hubiera puesto un puñal a la espalda, y se agarraba al asidero de la portezuela con los dedos crispados como patas de araña; miraba con fijeza los árboles cien metros más allá, cuyos anchos follajes cubrían los troncos nudosos, la espesa maraña del enramado, el terrible secreto.
No había vuelto allí desde el día que fue con la policía, el día que su padre le dijo que diera la mano a su madre y ella se metió la suya en el bolsillo. Aquel día aún llevaba los brazos vendados hasta los codos, con una venda gruesa que le daba varias vueltas y que sólo con una sierra habría podido atravesar. Indicó a los policías dónde se había quedado sentada Michela -querían saber el punto exacto- y tomaron fotos, de lejos y de cerca.
Cuando volvían a casa vieron desde el coche cómo unas excavadoras hundían sus brazos mecánicos en el río y extraían grandes masas de cieno negro que dejaban caer pesadamente en la orilla. Su madre contenía el aliento cada vez que eso ocurría, hasta que el cúmulo de cieno se deshacía en el suelo: Michela tenía que estar en aquel fango, y sin embargo no apareció.
– Vámonos, por favor -repitió Mattia, con tono absorto y contrariado más que suplicante.
Alice subió al coche.
– A veces no sé si…
– Ahí abandoné a mi hermana gemela -la interrumpió él con voz neutra, casi inhumana. Alzando el brazo, que dejó suspendido como si se hubiera olvidado de bajarlo, señaló los árboles.