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Me gustaría deciros que esto es bonito, que aquí estoy a salvo para siempre, como algún día lo estaréis vosotros. Pero en este cielo no existe el concepto de seguridad, del mismo modo que no existe la cruda realidad. Nos divertimos.

Hacemos cosas que dejan a los humanos perplejos y agradecidos, como el año que el jardín de Buckley brotó de golpe y toda la enloquecedora maraña de plantas floreció a la vez. Lo hice por mi madre, que se había quedado y se sorprendió a sí misma contemplándolo de nuevo. Era asombrosa la mano que tenía ella con todas las flores, las hierbas y los hierbajos en ciernes. Y asombrarse fue lo que hizo casi todo el tiempo desde que regresó, asombrarse de las vueltas que daba la vida.

Mis padres donaron el resto de mis pertenencias, junto con las cosas de la abuela Lynn, a la organización benéfica Good Will.

Siguieron compartiendo los momentos que sentían mi presencia. Ahora que estaban juntos, pensar y hablar de los muertos se convirtió en una parte totalmente normal de su vida. Y escuché a mi hermano Buckley tocar la batería.

Ray se convirtió en el doctor Singh, «el verdadero doctor de la familia», como le gustaba decir a Ruana. Y vivió cada vez más momentos que optó por no cuestionar. Aunque a su alrededor tenía a cirujanos y científicos serios que regían un mundo en el que no había términos medios, no descartó la posibilidad de que los extraños acompañantes que a veces se aparecían a los moribundos no fueran producto de las apoplejías, que él había llamado a Ruth por mi nombre y había hecho realmente el amor conmigo.

Si alguna vez dudaba, llamaba a Ruth. Ruth, que se había mudado de un cuarto minúsculo a un estudio del tamaño de un cuarto minúsculo en el Lower East Side. Ruth, que seguía tratando de encontrar la manera de escribir lo que veía y lo que había experimentado. Ruth, que quería que todos creyeran lo que ella sabía: que los muertos realmente nos hablan, que, en el aire que rodea a los vivos, los espíritus se mueven, se entremezclan y ríen con nosotros. Son el oxígeno que respiramos.

Ahora estoy en el lugar que yo llamo este Cielo amplísimo, porque abarca desde mis deseos más simples a los más humildes y grandiosos. La palabra que utiliza mi abuelo es «bienestar».

De modo que hay bizcochos y almohadones, y un sinfín de colores, pero debajo de este mosaico más evidente hay lugares como una habitación tranquila adonde puedes ir y cogerle la mano a alguien sin tener que decir nada, sin explicar nada, sin reclamar nada. Donde puedes vivir al límite todo el tiempo que quieras. Este Cielo amplísimo consiste en clavos de cabeza plana y en la suave pelusa de las hojas nuevas, en vertiginosos viajes en la montaña rusa y en una lluvia de canicas que cae, rebota y te lleva a un lugar que jamás habrías imaginado en tus sueños de un cielo pequeño.

Una tarde contemplaba la Tierra con mi abuelo. Observábamos cómo los pájaros saltaban de copa en copa de los pinos más altos de Maine y sentíamos las sensaciones de los pájaros al posarse y emprender el vuelo para a continuación volver a posarse. Acabamos en Manchester, visitando un restaurante que mi abuelo recordaba de la época en que recorría la costa Este por motivos de trabajo. En los cincuenta años transcurridos se había vuelto más sórdido y, después de evaluar la situación, nos marchamos. Pero en el instante en que me volví, lo vi: el señor Harvey bajando de un autobús Greyhound.

Entró en el restaurante y pidió un café en la barra. Para los no iniciados seguía teniendo el aspecto más anodino posible, salvo alrededor de los ojos, pero ya no llevaba lentillas y ya nadie se detenía a mirar más allá de las gruesas lentes de sus gafas.

Cuando una camarera entrada en años le sirvió café hirviendo en una taza de poliestireno, oyó sonar una campana sobre la puerta a sus espaldas y sintió una corriente de aire frío.

Era una adolescente que durante las últimas horas había estado sentada con su walkman unos asientos más adelante, tarareando las canciones. Él permaneció sentado en la barra hasta que ella salió del cuarto de baño, y entonces la siguió.

Lo observé seguirla a través de la sucia nieve amontonada a un lado del restaurante hasta la parte trasera del autobús, donde estaría resguardada del viento para fumar. Mientras estaba allí de pie, él se le acercó. Pero ella ni siquiera se sobresaltó. Era otro viejo pesado y mal vestido.

Él hizo cálculos mentales. La nieve y el frío. El barranco que tenían ante ellos. El bosque sin salida al otro lado. Y entabló conversación con ella.

– Son muchas horas de viaje -dijo.

Al principio, la chica lo miró como si no creyera que hablaba con ella.

– Mmm… -murmuró.

– ¿Viajas sola?

Fue entonces cuando me fijé en ellos, colgando en una larga y numerosa hilera por encima de sus cabezas: carámbanos de hielo.

La chica apagó el cigarrillo con la suela del zapato y se volvió para irse.

– Repulsivo -dijo, y echó a andar deprisa.

Un momento después cayó el carámbano. Era tan pesado que hizo perder el equilibrio al señor Harvey lo justo para que se tambalease y cayera de bruces. Pasarían semanas antes de que la nieve del barranco se fundiera lo suficiente para dejar el cuerpo al descubierto.

Pero dejar que os hable de alguien especial.

En el patio de su casa, Lindsey había construido un jardín. La vi arrancar las malas hierbas del tupido y alargado parterre de flores. Retorcía los dedos dentro de los guantes mientras pensaba en los clientes que iba a ver ese día en su consulta, cómo ayudarles a dar sentido a las cartas que les habían tocado en la vida, cómo aliviar su dolor. Yo recordaba que a menudo las cosas más sencillas se escapaban de lo que yo consideraba su gran cerebro. Tardó una eternidad en deducir que si siempre me ofrecía a cortar el césped junto a la cerca era para jugar al mismo tiempo con Holiday. Ella recordó entonces a Holiday, y yo seguí sus pensamientos. Cómo en pocos años llegaría el momento de comprarle un perro a su hija, en cuanto la casa estuviera acabada y cercada. Luego pensó en que ahora había máquinas que cortaban el césped de poste en poste de la cerca en cuestión de minutos, cuando a nosotras nos había llevado horas de gruñidos.

Samuel salió a su encuentro, y allí estaba ella en sus brazos, mi dulce bolita de grasa, nacida diez años después de mis catorce años en la Tierra: Abigail Suzanne. Para mí, la pequeña Susie. Samuel dejó a Susie encima de una manta, cerca de las flores. Y mi hermana, mi Lindsey, me dejó en sus recuerdos, donde me correspondía estar.

Y en una pequeña casa a unos ocho kilómetros vivía un hombre que sostuvo en el aire mi pulsera de colgantes llena de barro para enseñársela a su mujer.

– Mira lo que he encontrado en el viejo polígono industrial -dijo-. Uno de los tipos de la obra me ha dicho que están nivelando todo el solar. Tienen miedo de que haya más grietas como la que se engullía los coches.

Su mujer le sirvió un vaso de agua del grifo mientras él toqueteaba la pequeña bicicleta y el zapato de ballet, la cesta de flores y el dedal. Cuando ella dejó el vaso en la mesa, le tendió la pulsera cubierta de barro.

– Su dueña ya debe de ser mayor -dijo.

Casi.

No exactamente.

Os deseo a todos una vida larga y feliz.

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