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En la carretera 30, cerca de Eels Rod Pike, por donde Ray y Ruth estaban a punto de pasar, vi a Len salir del apartamento de encima de la barbería de Joe. Llevaba a su coche una mochila de estudiante no muy llena. Se la había regalado la joven a la que pertenecía el apartamento, que le había invitado a un café un día después de que se conocieran en la comisaría haciendo un curso de criminología del West Chester College. Dentro de la mochila había una mezcolanza de cosas: se proponía enseñarle alguna a mi padre, pero las otras ningún padre necesitaba verlas. Entre las últimas estaban las fotos de las tumbas de los cuerpos recuperados, dos codos en cada caso.

Cuando llamó al hospital, la enfermera le dijo que el señor Salmón estaba con su mujer y su familia. Su sentimiento de culpabilidad aumentó mientras detenía el coche en el aparcamiento del hospital y se quedaba un momento sentado bajo el sol abrasador que atravesaba el parabrisas, disfrutando del calor.

Yo lo veía prepararse, buscando las palabras para expresar lo que tenía que decir. Sólo tenía una cosa clara: después de casi siete años de estar cada vez menos en contacto desde finales de 1975, lo que mis padres más anhelaban era un cuerpo o la noticia de que habían encontrado al señor Harvey. Lo que él tenía que ofrecer era un colgante.

Cogió la mochila y cerró el coche, y pasó junto a la vendedora de flores con sus cubos llenos otra vez de narcisos. Sabía el número de la habitación de mi padre, de modo que no se molestó en anunciarse en el mostrador de enfermeras de la quinta planta; se limitó a llamar con los nudillos a la puerta abierta antes de entrar.

Mi madre estaba de pie, de espaldas a él. Cuando se volvió, vi el efecto que la fuerza de su presencia tenía en él. Sostenía la mano de mi padre. De pronto me sentí muy sola.

Mi madre vaciló un poco al sostener la mirada de Len, y luego rompió el silencio con lo que le salió con más facilidad.

– Siempre es un placer verle -dijo tratando de bromear.

– Len -logró decir mi padre-. Abbie, ¿puedes ayudarme a recostarme?

– ¿Cómo se encuentra, señor Salmón? -preguntó Len mientras mi madre apretaba el botón de la cama que tenía la flecha hacia arriba.

– Jack, por favor -insistió mi padre.

– Antes de que se hagan ilusiones -dijo Len-, no lo hemos cogido.

Mi padre se quedó visiblemente decepcionado.

Mi madre colocó bien las almohadas a la espalda de mi padre.

– Entonces, ¿para qué ha venido? -preguntó ella.

– Hemos encontrado algo de Susie -dijo él.

Había utilizado casi la misma frase cuando vino a casa con el gorro de la borla y los cascabeles. El eco resonó en la cabeza de mi madre.

Cuando, la noche anterior, mi madre había observado a mi padre dormir, y luego él se había despertado y visto su cabeza junto a la suya en la almohada, los dos habían tratado de evitar el recuerdo de esa primera noche de nieve, granizo y lluvia, y cómo se habían abrazado sin atreverse ninguno de los dos a expresar en voz alta su mayor esperanza. La noche anterior, mi padre había dicho por fin: «Nunca volverá a casa». Una verdad clara y sencilla que habían aceptado todos los que me habían conocido. Pero él necesitaba decirlo, y ella necesitaba oírselo decir.

– Es un colgante de su pulsera -dijo Len-. Una piedra de Pensilvania con sus iniciales grabadas.

– Se la compré yo -dijo mi padre-. En la estación de la calle Treinta, un día que fui a la ciudad. Tenían un puesto, y un hombre con unas gafas de cristal inastillable me grabó las iniciales gratis. Compré otra para Lindsey. ¿Te acuerdas, Abigail?

– Sí -respondió mi madre.

– La encontramos cerca de una tumba, en Connecticut.

Mis padres se quedaron callados un momento, como animales atrapados en hielo, los ojos inmóviles y muy abiertos, suplicando a todo el que pasara que, por favor, los liberara.

– No era Susie -dijo Len, apresurándose a llenar el silencio-. Lo que significa que Harvey ha estado relacionado con otros asesinatos cometidos en Delaware y Connecticut. Encontramos el colgante de Susie en una tumba de las afueras de Hartford.

Mis padres vieron a Len abrir con torpeza la cremallera ligeramente atascada de su mochila. Mi madre alisó el pelo de mi padre y trató de atraer su mirada. Pero mi padre estaba concentrado en la posibilidad que les ofrecía Len: reabrir el caso de mi asesinato. Y mi madre, justo cuando empezaba a tener la sensación de pisar un terreno más firme, tuvo que ocultar el hecho de que nunca había querido que todo volviera a empezar. El nombre de George Harvey le hacía enmudecer. Nunca había sabido qué decir de él. En su opinión, vivir pendiente de que lo capturasen y lo castigasen significaba optar por vivir con el enemigo en lugar de aprender a vivir en el mundo sin mí.

Len sacó una gran bolsa de cremallera. Al fondo, mis padres vieron un destello dorado. Len se lo dio a mi madre y ella lo sostuvo ante los ojos.

– ¿No lo necesita, Len? -preguntó mi padre.

– Ya lo hemos analizado a fondo -dijo él-. Hemos tomado nota de dónde se encontró y hecho las fotografías necesarias. Podría darse el caso de que tuviera que pedirles que me lo devolvieran, pero hasta entonces pueden quedárselo.

– Ábrelo, Abbie -dijo mi padre.

Vi a mi madre sostener la bolsa abierta e inclinarse hacia la cama.

– Es para ti, Jack -dijo ella-. Se lo regalaste tú.

A mi padre le tembló la mano al introducirla en la bolsa y tardó un segundo en palpar con la yema de los dedos los bordes afilados de la piedra. Sacó el colgante de una forma que me hizo pensar en cuando Lindsey y yo jugábamos a Operación de pequeñas. Si tocaba los lados de la bolsa, sonaría una alarma y tendría que pagar una prenda.

– ¿Cómo puede estar tan seguro de que él mató a esas otras niñas? -preguntó mi madre.

Miraba fijamente el pequeño rescoldo dorado en la palma de mi padre.

– No hay nada seguro -dijo Len.

Y el eco volvió a resonar en los oídos de mi madre. Len tenía una colección de frases hechas. Ésa era la frase que mi padre había tomado prestada para tranquilizar a su familia. Era una frase cruel que se aprovechaba de la esperanza.

– Creo que ahora debería irse -dijo ella.

– ¿Abigail? -dijo mi padre.

– No quiero oír nada más.

– Me alegro de tener el colgante, Len -dijo mi padre.

Len se quitó un sombrero imaginario en dirección a mi padre antes de darse media vuelta para marcharse. Le había hecho el amor a mi madre antes de que ella se marchara. El sexo como acto de olvido voluntario. La clase de sexo que practicaba cada vez más a menudo en las habitaciones de encima de la barbería.

Me dirigí al sur para reunirme con Ruth y Ray, pero, en cambio, vi al señor Harvey. Conducía un coche anaranjado reconstruido a partir de tantas versiones distintas de la misma marca y el mismo modelo que parecía un monstruo de Frankenstein sobre ruedas. Una correa elástica sujetaba el capó, que se sacudía con el aire que venía en dirección contraria.

El motor se había negado a superar el límite de velocidad, por mucho que él había pisado el acelerador. Había dormido junto a una tumba vacía y soñado con el «¡Cinco, cinco, cinco!», y se había despertado poco antes del amanecer para conducir hasta Pensilvania.

El contorno del señor Harvey se volvía extrañamente borroso. Durante años había mantenido a raya los recuerdos de las mujeres y niñas que había matado, pero ahora, uno a uno, regresaban.

A la primera niña le había hecho daño por accidente. Perdió la cabeza y no pudo detenerse, o así es como se lo explicó a sí mismo. Ella dejó de ir al instituto al que iban los dos, pero a él no le extrañó. A esas alturas se había mudado tantas veces de casa que supuso que era eso lo que había hecho ella. Había lamentado esa silenciosa y como amortiguada violación a una amiga del instituto, pero no la había visto como algo que quedaría grabado en la memoria de alguno de los dos. Era como si algo ajeno a él hubiera terminado en la colisión de sus dos cuerpos una tarde. Luego, durante un segundo, ella se había quedado mirándolo. Insondable. Finalmente, se había puesto las bragas rasgadas, metiéndoselas por debajo de la cinturilla de la falda para sujetárselas. No hablaron, y ella se marchó. Él se cortó el dorso de la mano con la navaja. Cuando su padre le preguntara por la sangre, tendría una explicación verosímil que ofrecer. «Ha sido un accidente, mira», diría, y se señalaría la mano.

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