A eso de las dos de la madrugada empezó a llover, y llovió sobre el hospital y sobre mi antigua casa y en mi cielo. También llovió sobre la cabaña de tejado de chapa donde dormía el señor Harvey. Mientras la lluvia la golpeaba con sus diminutos martillos, él soñó. Pero no soñó con la chica cuyos restos se habían llevado y estaban siendo analizados, sino con Lindsey Salmón y el «¡Cinco, cinco, cinco!» al alcanzar el borde del saúco. Tenía ese sueño cada vez que se sentía amenazado. Con la fugaz visión de aquella camiseta de fútbol, su vida había empezado a escapársele de las manos.
Eran casi las cuatro cuando vi a mi padre abrir los ojos y lo vi sentir el caliente aliento de mi madre en la mejilla aun antes de saber que ella dormía. Deseé con él que pudiera abrazarla, pero se sentía demasiado débil. Había otro camino, y lo tomó. Le explicaría lo que había sentido después de mi muerte, las cosas que acudían con frecuencia a su mente pero que nadie sabía aparte de mí.
Pero no quiso despertarla. El hospital estaba silencioso y sólo se oía el ruido de la lluvia. Tenía la sensación de que lo perseguían la lluvia, la oscuridad y la humedad; pensó en Lindsey y Samuel en la puerta, empapados y sonrientes, después de haber corrido hasta allí para tranquilizarlo. A menudo se sorprendía ordenándose una y otra vez volver a lo importante. Lindsey. Lindsey. Lindsey. Buckley. Buckley. Buckley.
La imagen de la lluvia al otro lado de las ventanas, iluminada en círculos por las farolas del aparcamiento del hospital, le hizo pensar en las películas que había visto de niño, la lluvia de Hollywood. Cerró los ojos, sintiendo el tranquilizador aliento de mi madre en la mejilla, escuchó el ligero golpeteo contra los delgados antepechos metálicos de las ventanas, y oyó los pájaros, los pequeños pájaros que gorjeaban pero que él no alcanzaba a ver. Y la sola idea de que al otro lado de la ventana hubiera un nido donde los pajaritos acababan de despertarse con la lluvia y se habían encontrado con que su madre se había ido, le hizo desear rescatarlos. Sintió los dedos relajados de mi madre, que habían dejado de apretarle la mano al quedarse dormida. Estaba allí, y esta vez, a pesar de todo, iba a dejarle ser quien era.
Fue en ese momento cuando me colé en la habitación con mis padres. Me hice en cierto modo presente como una persona, como nunca lo había estado. Siempre había andado cerca, pero nunca había estado a su lado.
Me hice pequeña en la oscuridad, sin saber si podían verme. Durante ocho años y medio había dejado a mi padre unas horas al día, del mismo modo que había dejado a mi madre, a Ruth y a Ray, a mis hermanos y, desde luego, al señor Harvey. Pero mi padre, ahora me daba cuenta, nunca me había dejado. Su devoción por mí me había hecho saber una y otra vez que me quería. A la cálida luz de su amor, yo había seguido siendo Susie Salmón, una niña con toda una vida por delante.
– Pensé que si no hacía nada de ruido te oiría -susurró-. Si me quedaba lo bastante quieto tal vez volverías.
– ¿Jack? -dijo mi madre, despertándose-. Debo de haberme quedado dormida.
– Es maravilloso tenerte otra vez aquí -dijo él.
Y mi madre lo miró y todo quedó al descubierto.
– ¿Cómo lo haces? -preguntó ella.
– No tengo elección, Abbie -dijo él-. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
– Irte, volver a empezar -dijo ella.
– ¿Ha funcionado?
Se quedaron callados. Yo alargué una mano y desaparecí.
– ¿Por qué no te tumbas aquí conmigo? -dijo mi padre-. Tenemos un rato hasta que entren y te echen a patadas.
Ella no se movió.
– Han sido muy amables conmigo -dijo-. La enfermera Eliot me ha ayudado a poner todas las flores en agua mientras dormías.
Él miró alrededor y distinguió la forma de las flores.
– Narcisos.
– Era la flor de Susie.
Mi padre le dedicó una encantadora sonrisa.
– Ya ves cómo se hace -dijo-. Vives con eso delante, dándole una flor.
– Es muy triste -dijo mi madre.
– Sí que lo es.
Mi madre tuvo que hacer precarios equilibrios sobre una cadera al borde de la cama de hospital, pero se las arreglaron. Se las arreglaron para estar tumbados uno al lado del otro y mirarse a los ojos.
– ¿Qué tal con Buckley y Lindsey?
– Increíblemente difícil -dijo ella.
Se quedaron callados un momento y él le apretó una mano.
– Estás distinta -dijo.
– Quieres decir más vieja.
Vi a mi padre coger un mechón del pelo de mi madre y colocárselo detrás de la oreja.
– Volví a enamorarme de ti mientras estabas lejos -dijo.
Me di cuenta de cuánto deseaba estar donde estaba mi madre. El amor de mi padre por ella no consistía en mirar atrás y amar algo que nunca iba a cambiar. Consistía en amar a mi madre por todo, por haberse venido abajo y por haber huido, por estar allí en ese momento, antes de que saliera el sol y entrara el personal del hospital. Consistía en tocarle el pelo con el dedo, y conocer y aun así sumergirse sin temor en las profundidades de sus ojos de océano.
Mi madre no se vio capaz de decir «Te quiero».
– ¿Vas a quedarte? -preguntó él.
– Un tiempo.
Era algo.
– Estupendo -dijo él-. ¿Qué decías cuando la gente te preguntaba por tu familia en California?
– En voz alta decía que tenía dos hijos. Para mis adentros decía que tres. Siempre me entraban ganas de pedirle perdón a Susie por eso.
– ¿Mencionabas a tu marido? -preguntó él.
Ella lo miró.
– No.
– Vaya.
– No he vuelto para fingir, Jack -dijo ella.
– ¿Por qué has vuelto?
– Me llamó mi madre. Dijo que era un infarto, y pensé en tu padre.
– ¿Porque podía morir?
– Sí.
– Estabas dormida -dijo él-. No la has visto.
– ¿A quién?
– Ha entrado alguien en la habitación y luego ha salido. Creo que era Susie.
– ¿Jack? -preguntó mi madre, pero no se había alarmado mucho.
– No me digas que tú no la ves.
Ella se abandonó.
– La veo por todas partes -dijo, suspirando aliviada-. Hasta en California está en todas partes. En los autobuses a los que subo o a la puerta de los colegios por los que paso en coche. Veía su pelo pero no coincidía con la cara, o veía su cuerpo o cómo se movía. Veía a sus hermanas mayores y a sus hermanos pequeños, o a dos niñas que parecían hermanas, e imaginaba lo que Lindsey no iba a tener nunca, toda la relación de la que iban a verse privados ella y Buckley, y eso me afectaba, porque yo también me había ido. Y repercutía en ti y hasta en mi madre.
– Ha estado fantástica -dijo él-. Una roca. Una roca como de esponja, pero roca al fin y al cabo.
– Supongo que sí.
– Entonces, si te dijera que Susie ha estado en la habitación hace diez minutos, ¿qué dirías?
– Diría que estás loco y que seguramente tienes razón.
Mi padre le recorrió el perfil con un dedo y se detuvo en los labios, que se abrieron muy despacio.
– Tienes que inclinarte -dijo él-. Soy un hombre enfermo.
Y vi a mis padres besarse. Mantuvieron los ojos abiertos, y mi madre fue la primera en llorar, y sus lágrimas rodaron por las mejillas de mi padre hasta que él también lloró.