Pero mi abuela se preparaba para el momento en que se diera cuenta de que no era posible cultivarlo todo junto y que a veces algunas semillas no brotaban, que las finas y sedosas raicillas de los pepinos podían verse bruscamente inmovilizadas por los tubérculos cada vez más gruesos de las zanahorias y las patatas, que el perejil podía ser camuflado por las malas hierbas más recalcitrantes, y los bichos que daban brincos alrededor podían arruinar las tiernas flores. Pero esperaba con paciencia. Ya no creía en el poder de la palabra. Nunca salvaba nada. A los setenta años había acabado creyendo únicamente en el tiempo.
Buckley subía una caja de ropa del sótano a la cocina cuando mi padre bajó por su café.
– ¿Qué tenemos aquí, granjero Buck? -preguntó mi padre. Su mejor momento siempre había sido por las mañanas.
– Voy a sujetar mis tomateras -explicó mi hermano.
– ¿Ya han brotado?
Mi padre estaba en la cocina con su albornoz azul y descalzo. Se sirvió café de la cafetera que la abuela Lynn preparaba todas las mañanas y lo bebió mirando a su hijo.
– Acabo de verlas esta mañana -dijo él, radiante-. Se enroscan como una mano que se abre.
Hasta que mi padre repitió esa descripción a la abuela Lynn junto a la encimera no vio por la ventana trasera lo que Buckley había sacado de la caja. Era mi ropa. Mi ropa, que Lindsey había revisado antes por si quería algo. Mi ropa, que mi abuela, al instalarse en mi habitación, había metido discretamente en una bolsa mientras mi padre trabajaba. La había dejado en el sótano con un pequeño letrero en el que sólo se leía: «Guardar».
Mi padre dejó su café. Salió del porche y avanzó a grandes zancadas, llamando a Buckley.
– ¿Qué pasa, papá? -Estaba atento al tono de mi padre.
– Esa ropa es de Susie -dijo mi padre con tono calmado cuando llegó a su lado.
Buckley bajó la vista hacia mi vestido negro, que tenía en la mano.
Mi padre se acercó más, le quitó el vestido de la mano y, sin decir nada, recogió el resto de mi ropa, que Buckley había amontonado en el césped. Mientras se volvía en silencio hacia la casa, sin apenas respirar y estrechando la ropa contra el pecho, estalló.
Yo fui la única que vi los colores de Buckley. Cerca de las orejas y por las mejillas y la barbilla se puso un poco anaranjado, un poco rojo.
– ¿Por qué no podemos utilizarla? -preguntó.
Esas palabras aterrizaron como un puño en la espalda de mi padre.
– ¿Por qué no puedo utilizar esa ropa para sujetar mis tomateras?
Mi padre se volvió. Vio a su hijo allí, de pie, con el perfecto terreno de tierra lodosa removida y salpicada de minúsculas plantitas detrás de él.
– ¿Cómo puedes preguntarme algo así?
– Tienes que escoger. No es justo -dijo mi hermano.
– ¿Buck? -Mi padre sostenía la ropa contra su pecho.
Yo observé cómo Buckley se encendía y estallaba. Detrás de él estaba el seto de solidago, dos veces más alto que a mi muerte.
– ¡Ya me he cansado! -bramó Buckley-. ¡El padre de Keesha se murió y ella está bien!
– ¿Keesha es una niña del colegio?
– ¡Sí!
Mi padre se quedó inmóvil. Notaba el rocío en sus pies y en sus tobillos desnudos, sentía el suelo debajo de él, frío, húmedo y rebosante de posibilidades.
– Lo siento. ¿Cuándo fue?
– ¡Eso no viene al caso, papá! No lo entiendes.
Buckley giró sobre sus talones y empezó a pisotear los tiernos brotes de las tomateras.
– ¡Para, Buck! -gritó mi padre.
Mi hermano se volvió.
– No lo entiendes, papá.
– Lo siento -dijo mi padre-. Es la ropa de Susie, y yo sólo… Tal vez no tenga sentido, pero es suya… es algo que ella llevaba.
– Cogiste tú el zapato, ¿verdad? -dijo mi hermano. Había dejado de llorar.
– ¿Qué?
– Te llevaste el zapato. De mi habitación.
– Buckley, no sé de qué me estás hablando.
– Guardaba el zapato del Monopoly, y de pronto desapareció. ¡Lo cogiste tú! ¡Actúas como si sólo tú la hubieras querido!
– Dime qué quieres decir. ¿A qué viene eso del padre de tu amiga Keesha?
– Deja la ropa en el suelo.
Mi padre la puso con delicadeza en el suelo.
– No se trata del padre de Keesha.
– Dime de qué se trata, entonces.
Mi padre era ahora todo apremio. Regresó al lugar donde había estado tras la operación de la rodilla, cuando salió del sueño como drogado por los analgésicos y vio a su hijo, que entonces tenía cinco años, sentado cerca de él, esperando que abriera los ojos para decir: «Cucú».
– Está muerta.
Nunca dejaba de doler.
– Lo sé.
– Pues no lo parece. El padre de Keesha murió cuando ella tenía seis años, y dice que apenas piensa en él.
– Lo hará -dijo mi padre.
– ¿Y qué pasa con nosotros?
– ¿Con quién?
– Con nosotros, papá. Conmigo y con Lindsey. Mamá se fue porque no podía soportarlo.
– Cálmate, Buck -dijo mi padre. Estaba siendo todo lo generoso que podía mientras el aire de los pulmones se evaporaba en su pecho. Luego, una vocecilla dentro de él dijo: «Suéltalo, suéltalo, suéltalo»-. ¿Qué? -dijo.
– No he dicho nada.
«Suéltalo, suéltalo, suéltalo.»
– Lo siento -dijo mi padre-. No me encuentro muy bien.
De pronto sintió los pies increíblemente fríos sobre la hierba húmeda. Su pecho parecía hueco, como bichos volando alrededor de un hoyo excavado. Allí dentro había eco, y le repitió en los oídos: «Suéltalo».
Cayó de rodillas. Empezó a sentir un hormigueo intermitente en el brazo, como si se le hubiera dormido, alfilerazos arriba y abajo. Mi hermano corrió hacia él.
– ¿Papá?
– Hijo. -A mi padre le tembló la voz y alargó un brazo tratando de asir a mi hermano.
– Iré a buscar a la abuela. -Y Buckley echó a correr.
Tumbado de costado, con la cara contraída hacia mi vieja ropa, mi padre susurró débilmente:
– No es posible escoger. Os he querido a los tres.
Mi padre pasó aquella noche en una cama de hospital, conectado a monitores que pitaban y zumbaban. Había llegado el momento de dar vueltas alrededor de los pies de mi padre y recorrer su columna vertebral. El momento de imponer silencio y acompañarlo. Pero ¿adonde?
Un reloj hacía tictac encima de su cama, y yo pensé en el juego al que habíamos jugado Lindsey y yo en el jardín -«Me quiere», «No me quiere»- con los pétalos de una margarita. Oía el reloj devolviéndome mis dos grandes deseos con ese mismo ritmo: «Muere por mí», «No mueras por mí»; «Muere por mí», «No mueras por mí». Parecía que no podía contenerme mientras tiraba de su corazón debilitado. Si moría, lo tendría para siempre. ¿Tan malo era desearlo?
En casa, Buckley estaba acostado en la oscuridad, y estiró la sábana hasta la barbilla. No le habían permitido pasar de la sala de urgencias, donde Lindsey lo había llevado en coche, siguiendo la estruendosa ambulancia en la que iba mi padre. Mi hermano había sentido cómo una gran carga de culpabilidad se cernía en los silencios de Lindsey. En las dos preguntas repetidas: «¿De qué hablabais?» y «¿Por qué se acaloró tanto?».
El mayor temor de mi hermano pequeño era perder a una persona que significaba tanto para él. Quería a Lindsey, a la abuela Lynn y a Samuel y a Hal, pero mi padre lo tenía siempre en vilo, vigilándolo día y noche con aprensión, como si al dejar de vigilarlo fuera a perderlo.
Nos situamos -la hija muerta y los vivos- a cada lado de mi padre, unos y otros deseando lo mismo. Tenerlo para siempre con nosotros. Era imposible complacernos a todos.
Mi padre sólo había dormido fuera de casa dos veces en la vida de Buckley. La primera, la noche que había salido al campo de trigo en busca del señor Harvey, y la segunda, ahora que lo habían ingresado en el hospital y lo tenían en observación por si se trataba de un segundo infarto.
Buckley sabía que era demasiado mayor para que eso le importara, pero yo lo comprendía. A veces era el beso de buenas noches lo que mejor se le daba a mi padre. Cuando se quedaba al pie de la cama después de cerrar las persianas venecianas y pasar la mano por ellas para asegurarse de que estaban todas las lamas bajadas en el mismo ángulo y no se había quedado atascada ninguna rebelde que dejara entrar la luz del sol sobre su hijo antes de que éste se despertara, a mi hermano a menudo se le podía la carne de gallina, tan agradable era la expectación. «¿Preparado, Buck?», preguntaba mi padre, y a veces Buckley respondía «¡Roger!», y otras, «Listo», pero cuanto más asustado y mareado se sentía y esperaba que todo acabara, se limitaba a decir «¡Sí!». Y mi padre cogía la fina sábana de algodón y hacía un ovillo con cuidado de sujetar los dos extremos entre el pulgar y el índice. Luego la soltaba de golpe, de tal manera que la sábana de color azul pálido (si era la de Buckley) o lavanda (si era la mía) se extendiera como un paracaídas por encima de él, y, con delicadeza y lo que parecía una tranquilidad increíble, la sábana descendía flotando y le rozaba la piel desnuda: mejillas, barbilla, antebrazos, rodillas. Aire y cobertura estaban de alguna manera allí, en el mismo espacio y al mismo tiempo; provocaban las sensaciones extremas de libertad y protección. Era agradable, y lo dejaba vulnerable y tembloroso al borde de algún precipicio, y lo único que podía esperar era que, si suplicaba, mi padre lo complaciera y volviera a hacerlo. Aire y cobertura, aire y cobertura, sustentando el vínculo no expresado entre ellos: niño pequeño, hombre herido.