El primer funeral improvisado en el campo de trigo despertó en mi padre la necesidad de más, y ahora todos los años organizaba un funeral al que asistían cada vez menos vecinos. Estaban los incondicionales, como Ruth y los Gilbert, pero el grupo estaba compuesto cada vez más por chicos del instituto que con el tiempo sólo me conocían por el nombre, e incluso éste era un rumor oscuro invocado como advertencia a todo alumno que anduviera demasiado solo. Sobre todo las niñas.
Cada vez que esos desconocidos pronunciaban mi nombre yo sentía como un alfilerazo. No era la agradable sensación que experimentaba cuando lo decía mi padre o cuando Ruth lo escribía en su diario. Era la sensación de ser resucitada y enterrada a la vez dentro del mismo aliento. Como si en la clase de economía me hubieran hecho introducirme en una lista de mercancías transmutables: los Asesinados. Sólo unos pocos profesores, como el señor Botte, me recordaban como una niña de verdad. A veces, en la hora del almuerzo, iba a sentarse en su Fiat rojo y pensaba en la hija que se le había muerto de leucemia. A lo lejos, más allá del parabrisas, se extendía, imponente, el campo de trigo. A menudo rezaba una oración por mí.
En sólo unos años, Ray Singh se volvió tan guapo que irradiaba una especie de hechizo cuando se unía a un grupo. Aún no se le había asentado la cara de adulto, pero estaba a la vuelta de la esquina, ahora que tenía diecisiete años. Exudaba una soñolienta asexualidad que le hacía atractivo tanto a hombres como a mujeres, con sus largas pestañas y sus párpados caídos, su pelo negro y abundante, y las mismas facciones delicadas que seguían siendo las de un niño.
Yo veía a Ray con una añoranza distinta a la que había experimentado nunca por nadie. Un anhelo de tocarlo y abrazarlo, de comprender el mismo cuerpo que él examinaba con la mirada más fría. Se sentaba ante su escritorio y leía su libro favorito, Gray's Anatomy, y según lo que leía, utilizaba los dedos para palparse la arteria carótida o apretarse con el pulgar y recorrer el músculo más largo del cuerpo, el sartorio, que se extendía desde el lado exterior de la cadera hasta el interior de la rodilla. Su delgadez era entonces una gran ventaja, los huesos y músculos se le marcaban claramente bajo la piel.
Cuando hizo las maletas para irse a Pensilvania, había memorizado tantas palabras con sus definiciones que me tenía preocupada. Con todo eso, ¿cómo iba a caber algo más en su cabeza? La amistad de Ruth, el amor de su madre y mi recuerdo se verían empujados a un segundo plano mientras hacía sitio a las lentes cristalinas de los ojos y a su cápsula, a los canales semicirculares del oído, o a lo que a mí más me gustaba, las características del sistema nervioso simpático.
No tenía por qué preocuparme. Ruana buscó por la casa algo que su hijo pudiera llevarse consigo que rivalizara en influencia y peso con Gray's y mantuviera viva, confiaba, su afición a coger flores. Sin que él se enterara, había metido en su maleta el libro de poesía india. Dentro estaba mi foto, hacía mucho tiempo olvidada. Cuando él deshizo la maleta en el dormitorio de Hill House, mi foto cayó al suelo. A pesar de que podía diseccionarla -los vasos de mi globo ocular, la anatomía quirúrgica de mis fosas nasales, la débil coloración de mi epidermis- no pudo dejar de ver los labios que había besado una vez.
En junio de 1977, el día que yo me habría graduado, Ruth y Ray ya se habían marchado. Las clases diurnas del Fairfax habían terminado, y Ruth se había ido a Nueva York con la vieja maleta roja de su madre llena de ropa negra nueva. Después de haberse graduado antes de hora, Ray ya estaba acabando su primer año en Pensilvania.
Ese mismo día, en nuestra cocina, la abuela Lynn le regaló a Buckley un libro de jardinería. Le explicó que las plantas nacían de semillas. Que los rábanos que él tanto detestaba crecían más deprisa, pero que las flores que tanto le gustaban también podían salir de semillas. Y empezó a enseñarle los nombres: zinnias y caléndulas, pensamientos y lilas, claveles, petunias y dondiegos de día.
De vez en cuando mi madre telefoneaba desde California. Mis padres tenían conversaciones apresuradas y difíciles. Ella le preguntaba por Buckley, Lindsey y Holiday. Preguntaba qué tal la casa y si había algo que necesitaba decirle.
– Seguimos echándote de menos -le dijo él en diciembre de 1977, cuando ya habían caído todas las hojas y las habían rastrillado o habían volado, pero la tierra seguía esperando que nevara.
– Lo sé -dijo ella.
– ¿Qué hay de la enseñanza? Creía que ése era tu plan.
– Y lo era -concedió ella. Llamaba desde la oficina de la bodega. Tras la avalancha del almuerzo las cosas se habían calmado, pero esperaban cinco limusinas de señoras mayores que estarían como cubas. Ella guardó silencio y luego dijo algo que nadie, y menos aún mi padre, habría contradicho-: Pero los planes cambian.
En Nueva York, Ruth vivía en el Lower East Side, en una habitación con acceso directo a la calle que le había alquilado una anciana. Era lo único que podía permitirse pagar, y de todos modos no tenía intención de quedarse mucho tiempo allí. Todos los días enrollaba su futón para tener un poco de sitio para vestirse. Sólo iba a la habitación una vez al día, y no se quedaba mucho rato si podía evitarlo. Sólo la utilizaba para dormir y tener una dirección, un sólido aunque diminuto asidero en la ciudad.
Trabajaba en un bar, y en sus horas libres se pateaba hasta el último rincón de Manhattan. Yo la veía pisar el cemento con sus botas con aire desafiante, convencida de que fuese donde fuese, allí se asesinaban a mujeres. Debajo de huecos de escaleras y en lo alto de bonitos edificios de apartamentos. Se paraba bajo las farolas y recorría con la mirada la calle de enfrente. Escribía breves oraciones en su diario en los cafés y en los bares, donde se detenía para utilizar los aseos después de pedir lo más barato de la carta.
Se había convencido de que poseía una clarividencia que nadie más tenía. No sabía qué iba a hacer con ella, aparte de tomar muchas notas para el futuro, pero ya no le asustaba. El mundo de mujeres y niños muertos que veía se había vuelto tan real para ella como el mundo en el que vivía.
En la biblioteca, en Pensilvania, Ray leía sobre la vejez bajo el título en negrita: «Las condiciones de la muerte». Se trataba de un estudio realizado en residencias de ancianos donde un elevado porcentaje de pacientes informaban a los médicos y enfermeras de que veían a alguien al pie de su cama por las noches. A menudo esa persona trataba de hablar con ellos o llamarlos por su nombre. A veces los pacientes estaban en tal estado de agitación durante esos delirios que tenían que administrarles más sedantes o atarlos a la cama.
El texto pasaba a explicar que esas visiones eran resultado de pequeñas apoplejías que a menudo predecían la muerte. «Lo que el hombre de la calle tiende a creer que es el Ángel de la Muerte cuando se habla de ello con la familia del paciente, debería explicarse como una serie de pequeñas apoplejías que se suman a un empeoramiento ya en picado.»
Por un momento, utilizando el dedo como punto de libro, Ray imaginó cómo reaccionaría si, plantado al pie de la cama de un paciente anciano, en el lugar más expuesto posible, sintiera que algo le pasaba rozando, como a Ruth hacía tantos años, en el aparcamiento.
El señor Harvey había llevado una vida desordenada en el Corredor del Nordeste, que se extendía desde los barrios periféricos de Boston hasta las zonas más al norte de los estados sureños, adonde había ido en busca de empleo fácil y menos preguntas, y de vez en cuando un intento de reformarse. Siempre le había gustado Pensilvania, y había cruzado el largo estado de un lado a otro, acampando a veces detrás de la tienda de comestibles que estaba justo en la carretera local de nuestra urbanización, en la que sobrevivía una zona de bosque, entre la tienda abierta toda la noche y las vías del tren, y donde encontraba cada vez más latas y colillas. Todavía le gustaba, cuando podía, pasear en coche cerca de su viejo vecindario. Asumía tales riesgos a primera hora de la mañana o entrada la noche, cuando los faisanes en otro tiempo tan abundantes cruzaban la carretera rozando el suelo y los faros del coche enfocaban el hueco resplandor de las cuencas de sus ojos. Ya no había adolescentes ni niños cogiendo moras en los límites de nuestra urbanización, porque la cerca de la vieja granja de la que colgaban las zarzamoras había sido derribada para hacer sitio a más casas. Con el tiempo había aprendido a coger setas y a veces se atracaba de ellas cuando pasaba la noche en los abandonados campos del Valley Forge Park. Una noche de ésas lo vi acercarse a dos campistas novatos que habían muerto por comer setas venenosas. Con delicadeza, despojó sus cuerpos de todo objeto valioso y siguió su camino.