– Hemos hablado con la familia.
– He oído decir que ha hecho daño a algunos animales del vecindario.
– Parece un mal chico, estoy de acuerdo -dijo Len-, pero estaba trabajando en el centro comercial cuando ocurrió.
– ¿Tiene testigos?
– Sí.
– Eso es lo único que se me ocurre -dijo el señor Harvey-. Ojalá pudiera hacer más.
Len tuvo la sensación de que era sincero.
– Le falta un tornillo, desde luego -dijo Len cuando llamó mi padre-, pero no tengo nada contra él.
– ¿Qué le dijo de la tienda?
– Que la construyó para Leah, su mujer.
– Recuerdo que la señora Stead le dijo a Abigail que su mujer se llamaba Sophie -dijo mi padre.
Len comprobó sus notas.
– No, Leah. Lo anoté.
Mi padre se mostró incrédulo. ¿De dónde había sacado él si no el nombre de Sophie? Estaba seguro de haberlo oído él también, pero hacía años, en una fiesta del vecindario donde los nombres de los niños y de las esposas habían volado como confeti entre las anécdotas que contaba la gente para establecer relaciones de buena vecindad, y las presentaciones habían sido demasiado vagas para recordarlas al día siguiente.
Sí recordaba que el señor Harvey no había asistido a la fiesta. Nunca había asistido a ninguna. Eso lo hacía raro a los ojos de muchos vecinos, pero no a los ojos de mi padre, que nunca se había sentido del todo cómodo en esos forzados esfuerzos de cordialidad.
Mi padre escribió en su cuaderno «¿Leah?», y a continuación «¿Sophie?». Sin darse cuenta, había empezado a confeccionar una lista de los muertos.
El día de Navidad mi familia se habría sentido más a gusto en el cielo. En el cielo no se prestaba mucha atención a la Navidad. Algunos se vestían de blanco y fingían ser copos de nieve, pero eso era todo.
Esa Navidad, Samuel Heckler nos hizo una visita inesperada. No iba vestido como un copo de nieve. Llevaba la cazadora de cuero de su hermano mayor y unos pantalones militares que no eran de su talla.
Mi hermano estaba en la sala de estar con sus juguetes. Mi madre se alegraba de haber ido tan pronto a comprar sus regalos. Lindsey recibió unos guantes y un pintalabios con sabor a cereza. Mi padre, cinco pañuelos blancos que mi madre había encargado meses antes en el centro comercial. Menos Buckley, nadie quería nada, de todos modos. Los días anteriores las luces del árbol permanecieron apagadas. Sólo ardió la vela que mi padre tenía en la ventana de su estudio. La encendía en cuanto anochecía, pero mi madre y mis hermanos habían dejado de salir a partir de las cuatro de la tarde. Sólo la veía yo.
– ¡Hay un hombre fuera! -gritó mi hermano. Había estado jugando al Skyscraper y el rascacielos todavía tenía que derrumbarse-. ¡Lleva una maleta!
Mi madre dejó el ponche de huevo en la cocina y fue a la parte delantera de la casa. En vacaciones Lindsey se veía obligada a hacer acto de presencia en la sala de estar y jugaba con mi padre al Monopoly, pasando por alto las casillas más crueles por el bien de ambos. No había impuesto de lujo y no hacían caso de las cartas de mala suerte.
En el vestíbulo, mi madre deslizó las manos a lo largo de los costados de su falda. Se colocó detrás de Buckley y le rodeó los hombros.
– Espera a que llamen -dijo ella.
– Puede que sea el reverendo Strick -le dijo mi padre a Lindsey, cogiendo sus quince dólares por ganar el segundo premio en un concurso de belleza.
– Por el bien de Susie, espero que no -se aventuró a decir Lindsey.
Mi padre se aferró a eso, a que mi hermana pronunciara mi nombre. Sacó un doble y movió su ficha hasta Marvin Gardens.
– Son veinticuatro dólares -dijo-, pero me conformo con diez.
– Lindsey -llamó mi madre-. Tienes visita.
Mi padre observó a mi hermana levantarse y salir de la habitación. Los dos lo hicimos. Luego me senté con mi padre. Yo era el fantasma a bordo. Él se quedó mirando fijamente el viejo zapato que estaba colocado de lado en la caja. Me habría gustado levantarlo y hacerlo saltar de Boardwalk a Baltic, donde yo siempre había afirmado que vivía la mejor gente. «Eso es porque eres un espécimen regio», diría Lindsey. Y mi padre diría: «Me enorgullezco de no haber criado a una esnob».
– La estación de tren, Susie -dijo-. Siempre te gustó tenerla.
Para acentuar el pico entre las entradas de su pelo y domar un remolino, Samuel Heckler insistía en peinarse el pelo hacia atrás. A sus trece años y vestido de cuero negro, eso le daba un aspecto de vampiro adolescente.
– Feliz Navidad, Lindsey -le dijo a mi hermana, y le tendió una cajita envuelta en papel azul.
Yo vi lo que ocurría: el cuerpo de Lindsey se puso rígido. Se esforzaba por dejar a todos fuera, a todos, pero Samuel Heckler le hacía gracia. El corazón, como el ingrediente de una receta, se le redujo; a pesar de mi muerte, tenía trece años, él le gustaba y había venido a verla el día de Navidad.
– Ya me he enterado de que estás entre los talentosos -dijo él, porque nadie hablaba-. Yo también.
Mi madre reaccionó y encendió el piloto automático de anfitriona.
– ¿Quieres pasar y sentarte? -logró decir-. Tengo ponche de huevo en la cocina.
– Me encantaría -dijo Samuel Heckler, y para sorpresa de Lindsey y mía, ofreció el brazo a mi hermana.
– ¿Qué es? -preguntó Buckley, siguiéndolos y señalando lo que había creído que era una maleta.
Lindsey habló entonces.
– Samuel toca el saxo alto.
– Muy poco -dijo Samuel.
Mi hermano no preguntó qué era un saxo. Sabía que Lindsey estaba siendo lo que yo llamaba esnob, como cuando decía: «Tranquilo, Buckley, Lindsey está siendo esnob». Normalmente le hacía cosquillas mientras lo decía, otras apretaba la cabeza contra su barriga, repitiendo la palabra una y otra vez hasta que sus carcajadas me inundaban.
Buckley siguió a los tres hasta la cocina y preguntó, como hacía al menos una vez al día:
– ¿Dónde está Susie?
Se produjo un silencio. Samuel miró a Lindsey.
– Buckley -llamó mi padre desde la habitación contigua-, ven a jugar al Monopoly conmigo.
A mi hermano nunca le habían invitado a jugar al Monopoly. Todo el mundo decía que era demasiado pequeño, pero ésa era la magia de la Navidad. Fue corriendo a la sala de estar, y mi padre lo levantó y lo sentó en sus rodillas.
– ¿Ves este zapato? -dijo mi padre.
Buckley asintió.
– Quiero que escuches bien todo lo que voy a decirte sobre él, ¿de acuerdo?
– ¿Susie? -preguntó mi hermano, relacionando por alguna razón las dos cosas.
– Sí, voy a decirte dónde está Susie.
Yo empecé a llorar en el cielo. ¿Qué otra cosa podía hacer?
– Este zapato es la ficha con que jugaba Susie al Monopoly -dijo-. Yo jugaba con el coche y a veces con la carretilla. Lindsey juega con la plancha, y cuando tu madre juega, escoge el cañón.
– ¿Eso es un perro?
– Sí, es un Scottie.
– ¡Para mí!
– Muy bien -dijo mi padre. Se mostraba paciente. Había encontrado una manera para explicarlo. Tenía a su hijo en el regazo y, mientras hablaba, sentía el cuerpo menudo de Buckley sobre sus rodillas, su peso humano, tibio y vivo. Le reconfortaba-. Entonces, de ahora en adelante el Scottie será tu ficha. ¿Cuál hemos dicho que es la pieza de Susie?
– El zapato -dijo Buckley.
– Bien, y yo soy el coche, tu hermana la plancha y tu madre el cañón.
Mi padre se concentró mucho.
– Ahora vamos a poner todas las piezas en el tablero, ¿de acuerdo? Vamos, hazlo tú.
Buckley cogió un puñado de fichas y luego otro, hasta que todas estuvieron colocadas entre las cartas de la suerte y las de la caja de comunidad.
– Digamos que las demás fichas son nuestros amigos.
– ¿Como Nate?
– Exacto, tu amigo Nate será el sombrero. Y el tablero es el mundo. Ahora bien, si yo te dijera que, cuando tiro los dados, me quitan una de las fichas, ¿qué significa eso?