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– ¿Quieres que pasemos primero por mi casa? -preguntó Tomas, cerrando la puerta del taxi.

– No me voy a morir porque tardemos un par de horas más en descubrir la madriguera en la que vives. Antes deberíamos ir al periódico. Ya es tarde, Knapp podría marcharse, y era importante para mi carrera que me viera, al menos ése es el pretexto que hemos puesto para que te acompañe a Berlín, ¿no?

– Potsdamerstrasse -indicó Tomas al taxista. Diez coches por detrás de ellos, una mujer se subía a otro taxi, en dirección a su hotel.

El recepcionista informó a Julia de que su padre la estaba esperando en el bar. Lo encontró sentado a una mesa junto a la ventana.

– No parece que las cosas hayan ido muy bien -dijo poniéndose en pie para recibirla. Ella se dejó caer en una butaca.

– Digamos que no podrían haber salido peor. Knapp no había mentido del todo. -¿Has visto a Tomas?

– En el aeropuerto, venía de Roma… acompañado por su mujer.

– ¿Habéis hablado? -Él no me ha visto. Anthony llamó al camarero. -¿Quieres tomar algo? -Querría volver a casa. -¿Llevaban alianza?

– Ella iba cogida de su cintura, no iba a pedirles el certificado de matrimonio.

– Me imagino que, hace apenas unos días, alguien te cogía a ti también por la cintura. No estaba ahí para verlo, puesto que se celebraban mis exequias, aunque sí, de alguna manera estaba presente… Lo siento, es que me divierte decir estas cosas.

– Pues, francamente, yo no veo qué tiene de cómico. Debíamos casarnos ese día. Este absurdo viaje termina mañana, y sin duda es mejor así. Knapp tenía razón: ¿qué derecho tengo a reaparecer en la vida de Tomas de repente?

– ¿El derecho a una segunda oportunidad, tal vez?

– ¿Para él, para ti o para mí? Era una acción egoísta y abocada al fracaso.

– ¿Qué piensas hacer ahora?

– La maleta y acostarme.

– Quería decir después de nuestro regreso.

– Hacer balance, tratar de reparar los platos rotos, olvidarlo todo y retomar mi vida, esta vez no tengo otra alternativa.

– Claro que sí, puedes llegar al final de este asunto, tener las cosas claras del todo.

– ¿Eres tú quien va a darme lecciones sobre el amor?

Anthony miró a su hija con atención y acercó su butaca a la suya.

– ¿Recuerdas lo que hacías casi todas las noches cuando eras pequeña, bueno, hasta que te caías de sueño?

– Leía bajo las mantas con una linterna.

– ¿Por qué no encendías la lámpara de tu habitación?

– Para que pensaras que dormía, cuando en realidad leía a escondidas…

– ¿Nunca te preguntaste si tu linterna era mágica?

– No, ¿por qué debería habérmelo preguntado?

– ¿Se apagó una sola vez durante todos esos años?

– No -contestó Julia, confusa.

– Y, sin embargo, nunca le cambiaste las pilas… Julia mía, ¿qué sabes del amor, tú, que sólo has amado siempre a quienes te devolvían una imagen hermosa de ti misma? Mírame a los ojos y habíame de tu boda, de tus proyectos de futuro; júrame que, exceptuando este periplo imprevisto, nada podría haber alterado tu amor por Adam. ¿Y se supone que tú lo sabrías todo de los sentimientos de Tomas, del sentido de la vida, cuando no tienes ni la más mínima idea de qué dirección darle a la tuya, sólo porque una mujer lo cogía por la cintura? Quieres que hablemos a corazón abierto, entonces me gustaría hacerte una pregunta y que me prometas responder con sinceridad. ¿Cuánto tiempo habrá durado tu historia de amor más larga? No te hablo de Tomas, ni de sentimientos soñados, sino de una relación vivida. ¿Dos, tres, cuatro, cinco años tal vez? Qué más da, dicen que el amor dura siete años. Vamos, sé sincera y contéstame. ¿Serías capaz durante siete años de entregarte a alguien sin reservas, de darlo todo, sin límites, sin dudas ni temores, sabiendo que esa persona a la que quieres más que a nada en el mundo olvidará casi todo lo que habréis vivido juntos? ¿Aceptarías que tus atenciones, tus gestos de amor se borraran de su memoria, y que la naturaleza, a la que le horroriza el vacío, llenara un día esa amnesia con reproches y anhelos no cumplidos? Consciente de que todo ello es inevitable, ¿encontrarías pese a todo la fuerza de levantarte en mitad de la noche cuando la persona a la que quieres tiene sed, o simplemente una pesadilla? ¿Tendrías ganas todas las mañanas, de prepararle el desayuno, de velar por distraerla todo el día, divertirla, leerle cuentos cuando se aburra, cantarle canciones, salir porque necesitará que le dé el aire, incluso cuando hace un frío helador? Y, al llegar la noche, ¿ignorarás el cansancio, irás a sentarte al pie de su cama para aplacar sus miedos y hablarle de un porvenir que, irremediablemente, vivirá lejos de ti? Si tu respuesta a cada una de esas preguntas es sí, entonces perdóname por haberte juzgado mal, sabes de verdad lo que es amar. -¿Me estás hablando de mamá?

– No, querida, te estoy hablando de ti. Este amor que acabo de describirte es el de un padre o una madre por sus hijos. Cuántos días y cuántas noches pasados velando por vosotros, al acecho del más mínimo peligro que pudiera amenazaros, mirándoos, ayudándoos a crecer, secando vuestras lágrimas, haciéndoos reír; cuántos parques en invierno y cuántas playas en verano, cuántos kilómetros recorridos, cuántas palabras repetidas, cuánto tiempo dedicado a vosotros. Y, sin embargo, sin embargo…, ¿a qué edad se remontan vuestros primeros recuerdos de infancia?

»¿Te imaginas hasta qué punto hay que amar para aprender a no vivir más que por vosotros, sabiendo que lo olvidaréis todo de vuestros primeros años, que en los años venideros sufriréis por lo que no hayamos hecho bien, que llegará un día, irremediablemente, en que os separaréis de nosotros, orgullosos de vuestra libertad?

»Me reprochas mis ausencias; ¿sabes cómo se sufre el día en que los hijos se van? ¿Te has imaginado siquiera el sabor de esa ruptura? Voy a decirte lo que ocurre, uno está ahí como un idiota en la puerta mirándoos marchar, convenciéndose de que tiene que alegrarse de esa partida necesaria, amar la despreocupación que os empuja y a nosotros nos desposee de nuestra propia carne. Una vez cerrada la puerta, hay que volver a aprenderlo todo; volver a aprender a amueblar las habitaciones vacías, a no acechar ya más el ruido de vuestros pasos, a olvidar esos crujidos tranquilizadores en la escalera cuando volvíais tarde por la noche, y uno se dormía por fin tranquilo, mientras que ahora tiene que tratar de conciliar el sueño, en vano, puesto que ya no volveréis. ¿Ves, Julia mía?, sin embargo, ningún padre ni ninguna madre se vanagloria de ello, en eso consiste amar, y no tenemos elección puesto que os amamos. Siempre me guardarás rencor por haberte separado de Tomas; por última vez te pido perdón por no haberte entregado antes esa carta.

Anthony levantó el brazo y pidió al camarero que les llevara agua. Su frente estaba perlada de sudor, y se sacó un pañuelo del bolsillo para enjugárselo.

– Te pido perdón -repitió, con el brazo aún en alto-, te pido perdón, te pido perdón, te pido perdón.

– ¿Te encuentras mal? -se preocupó Julia.

– Te pido perdón -repitió Anthony tres veces seguidas.

– ¿Papá?

– Te pido perdón, te pido perdón…

Se levantó, tambaleándose, y volvió a dejarse caer sobre la butaca.

Julia pidió ayuda al camarero, pero Anthony le aseguró con un gesto que no era necesario.

– ¿Dónde estamos? -preguntó, aturdido. -¡En Berlín, en el bar del hotel!

– Pero ¿dónde estamos ahora? ¿Qué día es hoy? ¿Qué estoy haciendo aquí?

– ¡Para! -suplicó Julia, muy asustada-. Estamos a viernes, hemos hecho juntos este viaje. Salimos de Nueva York hace cuatro días para encontrar a Tomas, ¿te acuerdas? Fue por ese dibujo tan tonto que vi en un muelle en Montreal. Tú me lo regalaste, querías venir aquí, dime que lo recuerdas. Estás cansado, nada más, tienes que ahorrar batería; sé que es absurdo, pero me lo explicaste tú. Querías que habláramos de todo, y sólo hemos hablado de mí. Tienes que recuperarte, nos quedan dos días, para nosotros dos solos, para decirnos todas las cosas que nunca nos dijimos. Quiero volver a saber todo lo que he olvidado, volver a oír los cuentos que me contabas. El de ese aviador que se perdió en las orillas de un río de la selva amazónica, cuando su avión, sin carburante, tuvo que aterrizar, y la nutria que lo guió. Recuerdo el color de su pelaje, era azul, de un azul que sólo tú podías describir, como si tus palabras fueran lápices de colores.

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