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Una mano se posó en su hombro y la hizo sobresaltarse.

– No has cambiado. ¿Qué haces aquí? No sabía que figurases en la lista de invitados. Es una agradable sorpresa, ¿estás de paso en nuestra ciudad? -preguntó Knapp.

– ¿Y tú, qué haces aquí? Pensaba que estabas de viaje hasta final de mes, al menos es lo que me han dicho cuando me he presentado en tu oficina esta tarde. ¿No te han dejado un mensaje de mi parte?

– He vuelto antes de lo previsto. He venido directamente desde el aeropuerto.

– Tendrás que practicar un poco más porque mientes muy mal, Knapp, sé de lo que hablo; he adquirido cierta experiencia en la materia estos últimos días.

– Bueno, de acuerdo. Pero ¿cómo querías que me imaginara que eras tú quien quería hablar conmigo? Hace veinte años que no sé nada de ti.

– ¡Dieciocho! ¿Acaso conoces a otras Julia Walsh?

– Había olvidado tu apellido, Julia; tu nombre no, desde luego, pero no me decía nada. Ahora tengo responsabilidades, y hay tanta gente que intenta venderme historias sin interés que no tengo más remedio que filtrar un poco.

– ¡Vaya, muchas gracias!

– ¿Qué has venido a hacer en Berlín, Julia?

Levantó los ojos hacia la fotografía colgada de la pared. La firmaba un tal T. Ullmann.

– Tomas podría haber sacado esa foto, cuadra con su forma de ser -dijo Julia con voz triste.

– ¡Pero si hace años que Tomas ya no es periodista! Ni siquiera vive ya en Alemania. Ha dejado atrás todo eso.

Julia encajó el golpe, esforzándose por que no se le notara nada. Knapp prosiguió:

– Vive en el extranjero. -¿Dónde?

– En Italia, con su mujer. Ya no hablamos tan a menudo como antes; una vez al año, como mucho, y no todos los años.

– ¿Estáis enfadados?

– No, qué va, en absoluto; cosas de la vida, nada más. Hice cuanto pude por ayudarlo a cumplir su sueño, pero, a su vuelta de Afganistán, ya no era el mismo. Deberías saberlo mejor que yo, ¿no? Eligió otro camino.

– ¡Pues no, no sabía nada! -replicó Julia, apretando las mandíbulas con fuerza.

– Lo último que sé de él es que regentaba un restaurante con su mujer en Roma. Y ahora, si me disculpas, tengo que ocuparme de mis invitados. Ha sido un placer volver a verte, siento mucho que nuestro reencuentro haya tenido que ser tan breve. ¿Te marchas pronto?

– ¡Mañana mismo, por la mañana! -contestó ella.

– Todavía no me has revelado el motivo de tu visita a Berlín, ¿un viaje por cuestiones profesionales?

– Adiós, Knapp.

Julia se marchó sin volverse. Aceleró el paso y, en cuanto hubo franqueado las grandes puertas acristaladas, echó a correr por la alfombra roja hacia el coche que la esperaba.

Una vez en el hotel, cruzó de prisa el vestíbulo y se metió por la puerta escondida que se abría sobre el pasillo de la lavandería. Se quitó el vestido, lo dejó en su sitio en la percha y se puso su vaquero y su jersey. Oyó un carraspeo a su espalda.

– ¿Está usted visible? -preguntó el recepcionista, tapándose los ojos con una mano mientras con la otra le tendía una caja de pañuelos de papel.

– ¡No! -respondió Julia entre hipidos.

El recepcionista sacó un pañuelo y se lo ofreció por encima del hombro.

– Gracias -dijo ella.

– Me había parecido al verla pasar que se le había corrido un poquito el maquillaje. ¿La velada no ha estado a la altura de sus esperanzas?

– Es lo menos que se puede decir -contestó Julia sorbiendo por la nariz.

– Por desgracia a veces ocurre así… ¡Los imprevistos siempre tienen cierto riesgo!

– ¡Pero nada de esto estaba previsto! Ni este viaje, ni este hotel, ni esta ciudad, ni todos estos esfuerzos inútiles. Yo llevaba la vida que quería, entonces ¿por qué…?

El recepcionista avanzó un paso hacia ella, lo justo para que Julia se abandonara sobre su hombro, y le dio unos suaves golpecitos en la espalda, tratando de consolarla lo mejor que podía.

– No sé qué la entristece de esta manera, pero si me lo permite…, debería compartir su pena con su padre, seguro que sería muy reconfortante para usted. Tiene la suerte de que esté aún a su lado, y parecen tener tanta complicidad… Estoy seguro de que es un hombre que sabe escuchar.

– Ah, si usted supiera, se equivoca en todo lo que dice, se equivoca por completo; ¿mi padre y yo cómplices? ¿Que mi padre sabe escuchar a los demás? No creo que hablemos de la misma persona.

– He tenido el placer de atender varias veces al señor Walsh, señorita, y puedo asegurarle que siempre ha sido un perfecto caballero.

– ¡No hay persona más individualista que él!

– En efecto, no hablamos de la misma persona. El hombre que yo conozco siempre ha sido amable y atento. Habla de usted como de lo único que le ha salido bien en la vida.

Julia se quedó sin habla.

– Vaya a ver a su padre, estoy seguro de que la escuchará con atención cómplice.

– Nada en mi vida tiene ya sentido. De todas maneras, ahora duerme, estaba agotado.

– Debe de haber recuperado fuerzas, pues acaban de subirle la cena a su habitación.

– ¿Mi padre ha pedido algo de cenar?

– Es exactamente lo que acabo de decirle, señorita.

Julia se puso las alpargatas y dio las gracias al recepcionista con un beso en la mejilla.

– Por supuesto, esta conversación nunca ha tenido lugar, ¿puedo confiar en usted? -preguntó el hombre.

– ¡Ni siquiera nos hemos visto! -prometió ella.

– ¿Y podemos guardar este vestido donde estaba sin temor de que pueda tener alguna mancha?

Julia alzó la mano derecha en señal de promesa y le devolvió la sonrisa al empleado, que le sugirió que se marchara corriendo.

Ella volvió a cruzar el vestíbulo y tomó el ascensor. La cabina se detuvo en el sexto piso; Julia vaciló y pulsó el botón de la última planta.

Se oía el sonido de la televisión desde el pasillo. Llamó a la puerta, y su padre acudió a abrir en seguida.

– Estabas sublime con ese vestido -dijo volviendo a tumbarse en la cama.

Julia miró la pantalla: las noticias de la noche retransmitían las imágenes de la inauguración.

– Como para no fijarse en una aparición así. Nunca te había visto tan elegante, pero ello no hace sino confirmar lo que pensaba antes: ya sería hora de que abandonaras esos vaqueros rotos que no van con tu edad. Si hubiese estado al corriente de tus planes, te habría acompañado. Me habría sentido tremendamente orgulloso de llevarte del brazo.

– No tenía planes, estaba viendo el mismo programa que tú, Knapp apareció en la alfombra roja, así que allá que fui.

– ¡Interesante! -dijo Anthony incorporándose-. Para alguien que pretendía estar fuera de Berlín hasta final de mes… O nos ha mentido, o tiene el don de la ubicuidad. No te pregunto cómo ha ido vuestro encuentro. Te veo algo alterada.

– Tenía yo razón, Tomas está casado. Y también tenías tú razón, ya no es periodista… -explicó Julia, dejándose caer sobre una butaca. Miró la bandeja con la cena sobre la mesa baja.

– ¿Has pedido la cena?

– La he pedido para ti.

– ¿Sabías que vendría a llamar a tu puerta?

– Sé más cosas de las que crees. Cuando te he visto en esa inauguración, conociendo tu escaso entusiasmo por esas frivolidades, me he olido que pasaba algo. He pensado que Tomas debía de haber aparecido, para que te marcharas corriendo de esa manera en mitad de la noche. Bueno, al menos es lo que me he dicho cuando el recepcionista me ha llamado para pedirme permiso para hacer venir una limusina para ti. Había preparado un detallito por si tu velada no transcurría como esperabas. Levanta la campana, no son más que tortitas; no sustituyen al amor, pero con su tarrito de sirope de arce al lado, quizá basten para consolar tus penas.

En la suite de al lado, una condesa veía, ella también, la edición de la noche de las noticias. Le pidió a su marido que le recordara al día siguiente felicitar a su amigo Karl. No podía por menos de advertirle que la próxima vez que diseñara un vestido exclusivo para ella, sería preferible que fuera de verdad único y que no lo viera adornando el cuerpo de ninguna otra joven, por añadidura con mejor tipo que ella. Karl comprendería sin duda que se lo devolviera, ¡el traje, aunque suntuoso, ya no tenía ningún interés para ella!

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