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– ¿Va todo bien? -preguntó Adam al reconocer la voz de Julia.

– ¿Estás en una reunión?

– Estamos maquetando, terminamos dentro de un cuarto de hora. ¿Quieres que reserve una mesa en nuestro restaurante italiano a las ocho?

La mirada de Adam se posó en la pantalla de su teléfono.

– ¿Estás dentro del edificio?

– En la recepción…

– No es un buen momento, estamos todos en la reunión de presentación de las nuevas publicaciones… -Tenemos que hablar -lo interrumpió Julia. -¿No puede esperar a esta noche? -No puedo cenar contigo, Adam. -¡Voy en seguida! -contestó colgando a la vez.

Se encontró con Julia en el vestíbulo, su prometida tenía ese rostro sombrío que hacía presagiar una mala noticia.

– Ven, hay una cafetería en el sótano -dijo Adam.

– No, prefiero que vayamos a caminar por el parque, estaremos mejor fuera.

– ¿Tan grave es la cosa? -le preguntó al salir del edificio.

Julia no contestó. Subieron por la Sex ta Avenida. Tres manzanas después, entraron en Central Park.

Las avenidas llenas de vegetación estaban casi desiertas. Con los auriculares en las orejas, algunas personas corrían a toda velocidad por el parque, concentradas en el ritmo de su carrera, herméticas al mundo, en especial a los que se contentaban con un simple paseo. Una ardilla de pelaje rojizo avanzó hacia ellos y se irguió sobre las patas traseras en busca de algo de comer. Julia metió la mano en el bolsillo de su gabardina, se arrodilló y le tendió un puñado de avellanas.

El descarado pequeño roedor se acercó y vaciló un instante, mirando fijamente el botín que codiciaba, goloso. Las ganas pudieron más que el miedo y, con un rápido movimiento, atrapó la avellana y se alejó unos metros para mordisquearla ante la mirada enternecida de Julia.

– ¿Siempre llevas avellanas en los bolsillos de tu impermeable? -le preguntó Adam, divertido.

– Sabía que iba a traerte aquí, de modo que he comprado un paquete antes de coger el taxi -contestó Julia tendiéndole otra avellana a la ardilla, que había atraído a otras compañeras.

– ¿Me has hecho salir de una reunión para mostrarme tus dotes de amaestradora?

Julia esparció sobre el césped el resto del paquete de avellanas y se puso en pie para proseguir el paseo. Adam la siguió.

– Me voy a marchar -dijo con voz triste. -¿Me dejas? -se inquietó Adam. -No, tonto, sólo unos días. -¿Cuántos?

– Dos, quizá seis, más no. -¿Dos o seis? -No lo sé.

– Julia, apareces de repente en mi oficina, me pides que te siga como si todo el mundo a tu alrededor acabara de derrumbarse, ¿podrías al menos evitarme tener que arrancarte las palabras con sacacorchos, una a una?.

– ¿Tan valioso es tu tiempo?

– Estás enfadada, es tu derecho, pero yo no soy la causa de tu rabia. No soy tu enemigo, Julia, me contento con ser la persona que te ama, y no siempre es fácil. No pagues conmigo cosas de las que yo no tengo la culpa.

– El secretario personal de mi padre me ha llamado esta mañana. Tengo que arreglar algunos asuntos suyos fuera de Nueva York.

– ¿Dónde?

– En el norte de Vermont, en la frontera con Canadá. -¿Por qué no vamos juntos este fin de semana? -Es urgente, no puede esperar.

– ¿Tiene esto algo que ver con que se hayan puesto en contacto conmigo los de la agencia de viajes?

– ¿Qué te han dicho? -preguntó Julia con voz insegura.

– Ha ido alguien a verlos. Y por un motivo que no he entendido del todo, me han devuelto el importe de mi billete, pero no el del tuyo. No han querido darme más explicaciones. Ya estaba en la reunión, no he podido entretenerme mucho.

– Seguramente será cosa del secretario de mi padre. Se le dan muy bien este tipo de cosas, ha tenido buen maestro.

– ¿Vas a Canadá?

– A la frontera, ya te lo he dicho.

– ¿De verdad te apetece hacer este viaje?

– Creo que sí -contestó ella con expresión sombría.

Adam rodeó los hombros de Julia con el brazo y la estrechó contra sí.

– Entonces ve donde tengas que ir. No te pediré más explicaciones. No quiero pasar dos veces por alguien que no confía en ti, y además tengo que volver al trabajo. ¿Me acompañas hasta la oficina?

– Me voy a quedar aquí un poco más.

– ¿Con tus ardillas? -preguntó Adam, irónico.

– Sí, con mis ardillas.

Le dio un beso en la frente y echó a andar hacia atrás despidiéndose de ella con la mano. -¿Adam? -¿Sí?

– Qué mala suerte que tengas esa reunión, me habría encantado…

– Ya lo sé, pero tú y yo no hemos tenido mucha suerte estos últimos días.

Adam le sopló un beso.

– ¡Ahora sí que tengo que irme! ¿Me llamarás desde Vermont para decirme que has llegado bien? Julia lo observó alejarse.

– ¿Ha ido todo bien? -preguntó Anthony Walsh en tono jovial, nada más volver su hija.

– ¡Fantásticamente bien!

– ¿Entonces por qué pones esa cara de funeral? Dicho esto, más vale tarde que nunca…

– ¡Eso mismo me pregunto yo! ¿Quizá porque, por primera vez, he mentido al hombre al que amo?

– No, mi querida Julia, es la segunda vez, se te ha olvidado lo de ayer… Pero si quieres, podemos decir que estabas calentando motores y que esa vez no cuenta.

– ¡Mejor me lo pones! He traicionado a Adam por segunda vez en dos días, y él es tan maravilloso que ha tenido la delicadeza de dejarme marchar sin hacerme la más mínima pregunta. Cuando subía al taxi, he caído en la cuenta de que me había convertido en la mujer que me había jurado no ser nunca.

– ¡No exageremos!

– ¿Ah, no? ¿Qué puede haber peor que engañar a alguien que confía en ti hasta el punto de no preguntarte nada?

– ¡Que a uno le interese tanto su propio trabajo que se despreocupe por completo de la vida del otro!

– Viniendo de ti, ese comentario tiene narices.

– ¡Sí, pero como tú bien dices, viene de alguien experto en la cuestión! Creo que el coche está abajo… No deberíamos retrasarnos mucho. Con todas estas medidas de seguridad, hoy en día se pasa más tiempo en los aeropuertos que en los aviones.

Mientras Anthony Walsh bajaba el equipaje de ambos, Julia dio una última vuelta por el apartamento. Miró el marco de plata sobre la chimenea, volvió la fotografía de su padre de cara a la pared y cerró la puerta al salir.

Una hora más tarde, la limusina tomaba la salida de la autopista que llevaba a las terminales del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy.

– Podríamos haber cogido un taxi -dijo Julia mirando por la ventanilla los aviones estacionados en la pista.

– Sí, pero convendrás conmigo en que estos coches son mucho más cómodos. Ya que he recuperado en tu casa mis tarjetas de crédito, y como he creído comprender que no te interesaba mi herencia, déjame el privilegio de despilfarrarla yo mismo. Si supieras la cantidad de tipos que se han pasado la vida amasando dinero y que soñarían con poder, como yo, gastarlo después de muertos, ¡si lo piensas bien, es un lujo inaudito! Anda, Julia, borra esa expresión de mal humor de tu cara. Volverás a ver a Adam dentro de unos días y estará más enamorado que cuando te fuiste. Aprovecha al máximo estos pocos momentos con tu padre. ¿Cuándo fue la última vez que nos marchamos juntos?

– Yo tenía siete años, mamá aún vivía, y nos pasamos las dos las vacaciones en una piscina mientras tú pasabas las tuyas en la cabina telefónica del hotel arreglando tus asuntos -contestó Julia, bajando de la limusina que acababa de aparcar junto a la acera.

– ¡No es culpa mía si aún no existían los móviles! -exclamó Anthony Walsh abriendo la puerta del coche.

La terminal internacional estaba abarrotada. Anthony hizo un gesto de exasperación y se unió a la larga fila de pasajeros que serpenteaba hasta los mostradores de facturación. Una vez obtenidas las tarjetas de embarque -valiosos salvoconductos adquiridos a costa de una larga espera-, había que repetir todo el proceso, esta vez para pasar los controles de seguridad.

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