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Lunes, 27 de noviembre, 8:30 horas

Mia Mitchell tenía los pies helados, lo cual era una tontería porque podría tenerlos calentitos, cómodos y apoyados en el escritorio mientras bebía la tercera taza de café. «Pero se me han helado porque es aquí donde estoy», pensó con amargura. Se encontraba de pie en la acera y la lluvia fría goteaba por el borde del raído sombrero que se había puesto. Como si fuera tonta, miró su reflejo en las puertas de cristal. Las había franqueado centenares de veces, pero ese día era distinto porque estaba sola.

«Porque me quedé tiesa como una ridícula novata». Su compañero había pagado el precio de esa actitud. Transcurridas dos semanas, le bastaba evocar el momento para quedar nuevamente paralizada. Clavó la mirada en la acera. Dos semanas después seguía oyendo los disparos, veía cómo Abe se desplomaba y caía y reparaba en que la mancha de sangre en su camisa blanca se extendía al tiempo que su compañero permanecía boquiabierto e impotente.

– Perdone…

Mia levantó la barbilla, cerró la mano para frenar el reflejo de desenfundar el arma y entornó los ojos bajo el ala del sombrero a fin de centrarse en la imagen que apareció a sus espaldas. Era un hombre y, como mínimo, medía metro ochenta. Su gabardina negra tenía el mismo color que su perilla primorosamente recortada. Dejó pasar un segundo y volvió a levantar la barbilla para mirarlo a los ojos. El desconocido la observaba desde debajo del paraguas y había fruncido sus cejas oscuras.

– Señorita, ¿se encuentra bien? -preguntó con ese tono uniforme y suave que ella utilizaba para tranquilizar a sospechosos y testigos asustadizos.

La detective esbozó una sonrisa sin alegría cuando tuvo claras las intenciones del individuo, la había confundido con una chiflada de la calle. Tal vez ese era su aspecto. Fuera como fuese, el hombre había cogido la delantera, lo que le pareció inaceptable. «¡Por Dios, presta atención!» Buscó mentalmente la respuesta adecuada.

– Gracias, estoy bien. Espero… espero a alguien.

Sonó poco convincente, incluso para la propia Mia, pero el desconocido asintió, la rodeó, cerró el paraguas y abrió la puerta. El ruido de fondo se filtró hasta la calle y Mia supuso que ahí acababan los sonidos y el individuo. El desconocido no se movió. Permaneció quieto y escrutó su rostro como si quisiera memorizar cada detalle. Mia pensó en identificarse, pero… pero no lo hizo. Le devolvió el escrutinio pues la parte policial de su cerebro ya estaba alerta al cien por cien.

Era un hombre apuesto, moreno, mayor de lo que parecía reflejado en la puerta. Mia supuso que tenía que ver con sus ojos oscuros y de mirada severa, así como con su boca. Daba la sensación de que jamás sonreía. El desconocido contempló las manos de Mia y alzó la mirada con expresión enternecida. La detective se percató de que la observaba con compasión, lo que la llevó a tragar saliva con dificultad.

– Si necesita un sitio donde entrar en calor, en el refugio de Grand hay lugar. Es posible que le proporcionen unos guantes. Vaya con cuidado. Hace mucho frío. -Titubeó y le ofreció el paraguas-. Tenga, no se moje.

Enmudecida por la sorpresa, Mia lo cogió. Abrió la boca para dejarle las cosas claras, pero el desconocido ya se había ido y atravesaba el vestíbulo a la carrera. Se detuvo ante el mostrador, habló con el sargento y la señaló. El sargento puso cara de estupefacción y asintió con gran seriedad.

Maldición, esa mañana Tommy Polanski estaba de guardia en la recepción. La conocía desde que era una mocosa que le seguía los pasos a su padre en el campo de tiro y le rogaba que le permitiese disparar. Tommy no dijo nada, dejó que el desconocido se alejase con la convicción de que era una indigente. Mia puso los ojos en blanco, siguió al hombre con la mirada y se sintió contrariada al ver la sonrisa que iluminó el rostro de Tommy.

– Vaya, vaya. Veamos que ha pillado el gato. Ni más ni menos que a la detective Mia Mitchell, que por fin viene a cumplir con una honrada jornada laboral.

Mia se quitó el sombrero y lo sacudió.

– Me harté de culebrones Tommy, ¿cómo va todo?

El sargento se encogió de hombros.

– Como siempre, como siempre -repuso con mirada pícara.

El viejo cabrón le obligaría a preguntárselo.

– ¿Quién es ese tío?

Tommy rio.

– Es investigador jefe de incendios, y le preocupaba que tomases la comisaría por asalto. Le he explicado que eres de los nuestros… e incapaz de matar una mosca. -Su sonrisa adquirió un matiz perverso.

Mia volvió a poner los ojos en blanco.

– Tommy, gracias por la información -replicó secamente.

– Haré lo que sea por la hija de Bobby. -Tommy dejó de sonreír y le dio un repaso de la cabeza a los pies-. Niña, ¿cómo va el hombro?

Mia lo movió sin quitarse la chaqueta de piel.

– Solo ha sido un rasguño. El doctor dice que estoy como nueva.

En realidad, no había sido únicamente un rasguño y el médico había insistido en que necesitaba otra semana de baja, pero al oírla protestar se desentendió y firmó el alta.

– ¿Y Abe?

– Mejora.

Eso decía la enfermera de noche, cada vez que Mia llamaba anónimamente a las tres de la madrugada.

Tommy apretó los dientes y aseguró:

– Mia, no te preocupes, cogeremos al capullo que lo hizo.

Dos semanas después, el desgraciado cabrón que le había disparado a su compañero seguía libre y sin duda se jactaba de haber abatido a un poli que lo doblaba en tamaño. Experimentó un ramalazo de ira, pero lo reprimió.

– Lo sé y te lo agradezco.

– Dile a Abe que le envío recuerdos.

– Se lo diré -mintió sin inmutarse-. Tengo que irme. No quiero llegar tarde el primer día después de la baja.

– Mia, lamento lo de tu padre. -Tommy titubeó-. Era un buen policía.

«Vaya con el buen policía». Mia se mordisqueó los carrillos. Lo lamentable es que Bobby Mitchell no hubiera sido un hombre mejor.

– Gracias, Tommy. Mi madre agradece la cesta.

Las cestas con frutas llenaron la mesa de la cocina de la casita de su madre; se trataba de muestras de respeto hacia la larga, larguísima carrera de su padre. Tres semanas después de que su padre sufriera un ataque de apoplejía, la fruta de las cestas comenzó a pudrirse. Muchos dirían que fue un final coherente. No, muchos no lo dirían porque no sabían nada.

Claro que Mia sí que lo sabía. Un nudo le cerró la garganta y volvió a ponerse el sombrero.

– Tengo que irme.

Pasó junto al ascensor y subió la escalera de dos en dos peldaños, lo que, lamentablemente, la condujo más rápido si cabe al lugar que intentaba evitar.

Lunes, 27 de noviembre, 8:40 horas

Trabajó en silencio, deslizó la cuchilla por el borde de la regla y recortó los pedazos irregulares del artículo que había extraído del Trib: Incendio destruye una casa y muere una persona. El artículo era breve y sin foto, aunque mencionaba que la casa pertenecía a los Dougherty, por lo que sería un buen añadido a su álbum de recortes. Se repantigó, leyó el relato del incendio del sábado por la noche y sonrió.

Había conseguido lo que se proponía. Había temor en las palabras de los vecinos entrevistados, que se preguntaban quién habría hecho semejante barbaridad y por qué.

«Yo podía y quería hacerlo y lo hice», era la respuesta, la única que él necesitaba.

El periodista había entrevistado a la vieja Richter. Era una de las peores chismosas; siempre se presentaba en casa de la vieja Dougherty a tomar el té y cotilleaba sin parar. Se creía superior. Arrugaba la nariz y solía decir: «Laura, no sé en qué estabas pensando cuando acogiste a esos chicos. Me sorprende que no te hayan asesinado mientras dormías». La vieja Dougherty solía responder que quería marcar una diferencia en la vida de los críos. ¡Vaya si la había marcado! Esa diferencia los había enviado directamente al infierno. Esa diferencia había matado a Shane.

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