– Vale la pena ser amable. -La detective concluyó la frase con tono titubeante-. Lo tendré en cuenta.
Mia rodeó su coche y hundió los hombros para protegerse del viento. Se la veía pequeña y herida.
«Deja que se vaya», advirtió una voz en la mente de Solliday cuando Mitchell arrancó. «Mañana estará bien». No pudo dejar de pensar en que había visto la expresión de la detective. «Se recuperará y mañana lo habrá superado». La pega estaba en que suponía que no sucedería. «No soy esa clase de hombre».
Reed montó en el todoterreno y pensó en lo que sabía de Mia Mitchell. Todo le importaba, pero cubría sus sentimientos con un barniz sarcástico para que nadie se diera cuenta. Recordó aquel instante en la cocina de su casa, en el que la había pillado mientras lo miraba… Tuvo la certeza de que lo encontraba interesante. Cuando había negado que le gustaran las mujeres como Holly Wheaton, cuando le había dicho que no era esa clase de hombre, había percibido respeto en la mirada de Mia. Muy bien, ¿qué clase de hombre era? Había llegado el momento de averiguarlo.
Miércoles, 29 de noviembre, 00:30 horas
Mia vivía en una calle tranquila, ocupada por apartamentos iguales. Aunque no eran elegantes, parecían limpios. De la mayoría de las ventanas colgaban jardineras. Supuso que en la vivienda de Mia no había plantas. No la imaginaba dedicando tiempo a las flores, como tampoco lo había hecho por Fluffy, el pez de colores. Christine había sido una excelsa jardinera y adoraba las rosas.
Mitchell dejó tan poco espacio libre que aparcar el todoterreno detrás significó un desafío y el parachoques delantero quedó casi rozando el trasero del Alfa Romeo. Se dijo que en ese pensamiento había demasiados juegos de palabras. «Olvídalo». Reed la observó mientras se apeaba cansinamente del coche. «Olvídala».
Solliday sabía que debía olvidarla pero, por algún motivo, le resultó imposible. Mia lo observó con mirada firme; finalmente se acercó y esperó a que él bajase la ventanilla.
– Solliday, dime una cosa. ¿Siempre sigues a tus compañeros?
El teniente llegó a la conclusión de que era una pregunta justa.
– No.
– En ese caso, ¿por qué me sigues? ¿Soy tan patéticamente inepta que te sientes en la obligación de vigilarme?
– No. -El problema radicaba en que, en realidad, no sabía por qué estaba allí. Bueno, eso tampoco era cierto. Lo sabía, pero no le gustaba reconocerlo. «Reed, vete a casa. No salgas del vehículo». Se apeó del todoterreno-. No quería que las cosas quedasen en esos términos.
Mitchell apretó los dientes.
– No pasa nada. Hemos ido a buscar la cinta y la hemos conseguido.
Técnicamente era él quien había conseguido la cinta. Holly Wheaton se había ocupado de dejarlo clarísimo. Solliday miró a Mia a los ojos y se dio cuenta de que todavía estaba afectada por la confrontación.
– Mia, Wheaton es una mujer vengativa.
La detective se ruborizó.
– Estoy bien y te garantizo que no me dormiré llorando.
– ¿Podrás dormir?
– Tal vez… si logro llegar a casa -contestó irritada-. Te aseguro que he tratado con zorras mucho peores que Wheaton. Joder, soy mucho peor que ella. Agradezco que te preocupes por mí, pero vete a casa. Te prometo que mañana examinaremos la condenada cinta del derecho y del revés.
La detective se volvió y pasó entre el Alfa Romeo y el todoterreno.
Solliday la siguió, sin dejar de repetirse que debía hacerle caso y volver a casa. Los pies no le obedecieron, por lo que apoyó una mano en el capó del todoterreno y saltó ágilmente.
– Mia…
– ¡Maldición, Solliday! -La detective abrió violentamente la puerta del acompañante-. Te lo digo por última vez: estoy bien. También te digo por última vez que te vayas a casa.
Mitchell se inclinó y buscó algo debajo del asiento.
Durante unos segundos, Reed maldijo la raída chaqueta que tapaba eficazmente las caderas de Mia, pero luego se alegró de que así fuese.
– ¿Qué haces?
– Busco el recipiente de plástico de tu hermana.
– No es necesario que se lo devuelvas ahora. Tiene una colección de cacharros.
– No pensaba devolvértelo. Solo me he comido la mitad de la lasaña y pretendo desayunarme el resto.
Solliday hizo una mueca de desagrado y preguntó:
– ¿Lasaña para el desayuno?
– Contiene los grupos principales de alimentos, por lo que no me vengas con esas. -Mia se enderezó y levantó el recipiente de plástico como si fuese un trofeo-. ¡La lasaña, desayuno de campeones!
Reed la siguió con la mirada y luego observó a su izquierda por el rabillo del ojo porque detectó movimientos. Un coche se acercaba a excesiva velocidad. Abrieron la ventanilla y alguien se asomó. Solliday experimentó una fracción de segundo de reconocimiento antes de reparar en el reflejo de la farola en el cañón metálico de una pistola.
– ¡Reed, ponte a…! -gritó Mitchell.
Solliday apenas asimiló las palabras de Mia porque sus reflejos se hicieron cargo de la situación. Dio un salto y un segundo después ambos estaban tumbados en la acera. Cubrió el cuerpo de Mitchell con el suyo.
Poco después sonó un disparo y el cristal de la ventanilla del lado del conductor del Alfa Romeo se hizo añicos. Solliday aplastó a Mia contra el suelo cuando un segundo disparo destruyó el parabrisas y el tercero rebotó en el capó, a pocos centímetros de la coronilla de la detective. El coche se alejó a toda pastilla, haciendo chirriar los neumáticos al tiempo que el olor a goma quemada impregnaba el aire. Se habían largado. Mejor dicho, el coche ya no estaba. Sería absurdo que el pistolero abandonase la seguridad del vehículo. Por otro lado, el hombre había disparado contra una agente de policía a la entrada de su vivienda, por lo que cabía dudar de su inteligencia.
Reed continuó tendido; se esforzó por oír pisadas pese al aporreo de los latidos de su corazón y aguardó el cuarto disparo, que no se produjo. Su cuerpo cubría totalmente el de Mia, le había pasado un brazo alrededor de la cintura y hundido la cara en su cabello. Su hombro había sufrido lo más recio de la caída cuando había llegado al suelo y rodado. El brazo derecho de Mitchell se extendía más allá del cuerpo del teniente y el arma reglamentaria parecía enorme en su mano menuda. Mia había desenfundado al tiempo que Reed la derribaba. Él había hecho lo mismo. Solliday aferró su nueve milímetros, levantó la cabeza y preguntó:
– ¿Estás herida?
– Solo… solo por ti. -Mitchell le asestó un codazo en las costillas-. ¡Solliday, maldito seas, no puedo respirar!
«No hay de qué», pensó el teniente con acritud, y se incorporó unos centímetros para que respirara. Mia se estremeció y tragó aire a bocanadas.
– ¡Por fin! -apostilló la detective-. ¿Estás herido?
– No. -Solliday también respiró hondo. Una vez superada la situación, sus músculos parecían paralizados-. He vislumbrado su cara. Podría ser Getts.
– Lo sé. He visto al muy cabrón. Es el mismo modus operandi con el que se metió en este fregado. Disparos desde el coche y matanza de transeúntes inocentes. Cabría esperar que el muy jodido aprendiera la lección, pero no. Sigue pegando tiros por el barrio sin preocuparse por los ciudadanos atrapados en el fuego cruzado. -Mitchell masculló al tiempo que recuperaba la respiración-. Seguro que ya ha abandonado el coche. Hace siempre lo mismo. -Mia se relajó y apoyó la mejilla en el antebrazo de Reed-. Maldito sea.
Las dos últimas palabras fueron un murmullo cansino, como si sus energías estuviesen agotadas.
Solliday también se relajó. Cualquiera de esas balas podría haberlos herido. Si hubiera reaccionado un segundo después, Mia podría estar muerta. Si el coche de la detective hubiese sido más pequeño, él también podría haber muerto. El último disparo había pasado demasiado cerca. Bajó la cabeza, respiró hondo y esta vez reparó en el aroma a limón de la cabellera de Mia en lugar de oler a goma quemada y a pólvora. Recobró paulatinamente la conciencia a medida que disminuía la adrenalina. Estaban rodeados de cristales. La acera le rascaba los codos y por la mañana tendría un bonito morado en la rodilla izquierda. El cuerpo menudo, suave y redondeado de Mia seguía bajo el suyo. De momento la detective se apoyaba en él. Se trataba de una vulnerabilidad que, supuso Reed, manifestaba ante escasas personas.