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– Y a ti -añadió Solliday y Mia sonrió con amargura.

– Solo fue un rasguño. Mientras estuve de baja, Spinnelli reasignó el caso.

– A los dos agentes que envió esta tarde. Se mantuvieron al margen mientras cogías a DuPree.

La detective sonrió ante la incredulidad que creyó percibir en la voz de Reed.

– Fue… en realidad fue un regalo. Me dejaron detenerlo. Saben lo mucho que significa para mí.

– Me parece que lo comprendo. Oye, lamento lo que ha ocurrido esta mañana, pero sucede que la chaqueta y el sombrero te daban un aspecto… un aspecto indeseable.

– ¿Has dicho indeseable? -preguntó Mia sonriente.

– ¡No te burles de mis adjetivos! -exclamó el teniente en tono jocoso.

– Está bien. -Ella se serenó-. La chaqueta nueva tiene un agujero de bala y está manchada de sangre. -Mitchell recordó que se trataba, sobre todo, de la sangre de Abe-. Necesito cobrar antes de comprarme un abrigo nuevo. -Su sonrisa se convirtió en una burla de sí misma-. He gastado hasta el último céntimo en el coche.

Solliday levantó una ceja.

– ¿Qué hay del sombrero?

– Lo lamento, pero el sombrero me lo quedo porque es cómodo. Espero que no llueva. Adiós.

Mia había empezado a cerrar la portezuela cuando Reed se lo impidió. Su mirada reveló simpatía y también respeto.

– Mitchell, lamento lo que le pasó a tu compañero y la muerte de tu padre. -Solliday se echó hacia atrás y se acomodó frente al volante-. Nos vemos mañana a las ocho en punto.

La detective cerró la portezuela del todoterreno, montó en su coche y se sintió tranquila y emocionada a la vez. Encendió el motor y maldijo el aire frío que la calefacción escupió a todo trapo. Iría a visitar a Abe. No tenía ni la más remota idea de lo que diría cuando llegase al hospital.

Lunes, 27 de noviembre, 18:40 horas

Hacía hora y media que Brooke se bebía la misma cerveza.

– Ha sido divertido -comentó.

– Ya te dije que te sentaría bien -afirmó Devin con actitud presuntuosa.

Aunque se le aceleró el pulso, Brooke decidió que no permitiría que la cerveza le hiciese perder la sensatez. Devin había reído y bromeado con ella tanto como con el resto de los profesores con quienes se había reunido en el bar. Brooke se sorprendió de la cantidad de docentes congregados durante la happy hour. Evidentemente, no era la única que se estresaba con el trabajo.

– ¿A qué hora vuelven a sus casas?

Devin se mostró sorprendido.

– Es lunes y los lunes por la noche nos quedamos a ver el partido.

– Ah, el partido…

– El programa Monday Night Football, el partido. Supongo que me estás tomando el pelo, ¿no?

– No. A mi familia no le interesan los deportes.

Devin se puso más cómodo en el asiento.

– ¿Qué hacíais para divertiros?

– Jugábamos al Scrabble, al Risk y al Trivial Pursuit.

Devin disimuló la sonrisa.

– ¡Y eso que me consideraba un sabelotodo!

«Ni yo lo creo». Esa posibilidad la mareó y buscó mentalmente palabras que la ayudasen a destrabar la lengua.

– La bibliotecaria dice que usas tus aptitudes matemáticas para el mal.

El profesor echó la cabeza hacia atrás y se desternilló de risa.

– Está furiosa porque no dejo de ganar a la quiniela. -Devin enarcó una ceja-. Deberías participar. Te haré ganar una fortuna.

La risa de Devin la estremeció de la cabeza a los pies.

– ¿Has dicho una fortuna?

White se encogió de hombros.

– Bueno, en el peor de los casos solo perderás cinco pavos.

Brooke suspiró.

– Cinco pavos representan una fortuna.

El profesor de matemáticas adoptó una actitud filosófica.

– Ya sabías que dando clases nadie se enriquece, ¿verdad?

– Claro que lo sabía.

– ¿Y lo demás lo desconocías?

– Soñaba con ayudar a los niños a querer los libros, pero las cosas no funcionan de esa manera.

– Manny y el fuego te han inquietado, ¿no?

– Detesto la idea de que podría ayudarlo a cometer una atrocidad.

Devin suspiró.

– Brooke, es imposible obligar a alguien a que haga lo que no quiere. Esos chicos son problemáticos. La debilidad de Manny es el fuego y la de Mike, el robo.

– ¿Qué me dices de Jeff? -preguntó la profesora en un tono apesadumbrado y Devin puso los ojos en blanco.

– Nadie entiende a Jeff. Hace meses que intento comprenderlo. Hay algo cruel en él. Por desgracia, es uno de los jóvenes más espabilados que conozco.

Brooke parpadeó y preguntó:

– ¿Hablamos del mismo Jeff?

– Sí. Es un genio para las matemáticas. Si no estuviera en un centro de internamiento, le lloverían las becas.

Algo se rebeló dentro de Brooke.

– Destruirán su expediente cuando cumpla los dieciocho años. Eso no debería afectar a sus posibilidades de acceder a un buen centro de estudios.

– No tiene la menor importancia. Lo detendrán al cabo de un mes de dejar el centro.

Brooke se indignó.

– ¿Por qué lo dices? ¿Por qué lo das por perdido?

Devin hizo señas a la camarera para que le sirviera otra cerveza y miró a su compañera con expresión de pesar.

– Yo no lo doy por perdido. Es Jeff quien se da por perdido a sí mismo. Daría un ojo de la cara por cambiar la situación, pero la he vivido demasiadas veces. A ti te ocurrirá lo mismo.

– No quiero acabar harta como… -Brooke dominó su contrariedad.

– ¿Como yo? Me alegro, Brooke, pero debes tener cuidado. Los chicos son peligrosos. -Devin dirigió la mirada al televisor colocado encima de la barra-. Parece que va a nevar.

El cambio de tema fue brusco, pero eficaz. Brooke cogió el abrigo y el bolso y apostilló:

– Disculpa, Devin. Me he pasado.

El profesor se mostró apenado.

– No, tienes razón. Estoy harto. Lamentablemente, si no lo estás acaban por machacarte. Estoy a medio camino entre salvarlos y encerrarlos de por vida. A veces me asustan demasiado. -Reparó en que la joven había cogido el abrigo e inquirió-: ¿No te quedas a ver el partido?

Brooke estaba famélica, pero las compras navideñas habían consumido gran parte de su presupuesto, por lo que hasta enero no podría cenar fuera de casa.

– No. Tengo que preparar la clase de mañana.

Sorprendida, Brooke vio que Devin se incorporaba y la ayudaba a ponerse el abrigo.

– Está oscuro y el barrio no es muy seguro. Te acompaño al coche.

Lunes, 27 de noviembre, 19:45 horas

Reed se quejó al recibir un codazo en el estómago. Miró furioso a su hermana, que hizo lo propio con el mismo fervor, y volvió a dejar el plato en el fregadero.

– Me ha dolido.

– Era lo que pretendía. Siéntate antes de que me cabree de verdad. -Lauren lo fulminó burlonamente con la mirada-. Tenemos un acuerdo y no cumples tu parte. Reed, siéntate.

Solliday tomó asiento y comentó:

– Pagas el alquiler con puntualidad y cuidas a Beth. Para mí es suficiente.

– Acordamos un alquiler barato a cambio de hacer de canguro y limpiar. Reed, cierra el pico.

El alquiler modesto del otro lado del dúplex de Reed le permitía a Lauren trabajar media jornada y asistir a la universidad. El horario flexible de su hermana suponía que Reed no se preocupaba de encontrar a alguien que cuidase de Beth cuando le tocaba trabajar. En su opinión, era una situación ventajosa, pero no había contado con que Lauren tenía su orgullo.

– ¿Te pidió Beth que la llevases de compras? -quiso saber el teniente.

Lauren se echó a reír.

– Ya lo creo. Me sorprende que un hombre grande como tú le tema al burro lleno de perchas con ropa.

– Tú ves perchas con ropa, y yo, monstruos con etiquetas en lugar de colmillos. ¿La acompañarás?

– Por supuesto. Si quieres, hasta elegiré algunas prendas para los regalos navideños.

«¡Qué poco falta para Navidad!», pensó Reed.

– Nunca había esperado tanto para hacer las compras navideñas. Ya no sé qué le gusta a Beth.

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