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– Tal vez le disparó en la cocina -planteó Reed.

– En ese caso arrancaremos el maldito suelo -aseguró Mitchell ferozmente-. ¡Mierda! Detesto los escenarios de incendios porque prácticamente no queda nada.

Reed negó con la cabeza.

– Quedan montones de cosa; solo hay que saber dónde buscarlas.

– Bueno -masculló Mia y acercó el bote de cristal a los focos. Su mirada se inflamó. Apoyó la mano cerrada en el escote, como si aferrara el colgante, y discurrió-: Se pelearon aquí. Lo más seguro es que Caitlin oyese algo y bajara la escalera.

– Quien lo hizo la encontró y la dominó -apostilló Reed.

– La sujetó de la cadena, que se rompió, por lo que el colgante salió despedido. Luego le disparó.

– En ese caso habrá salpicaduras en la moqueta. -Unger miró a su alrededor-. Colocaremos varios focos y examinaremos el lugar a fondo. Se ha hablado de tres puntos de origen. Ya hemos visto la cocina. ¿Cuáles son los otros dos?

– En el del dormitorio utilizó el mismo catalizador… otro huevo.

– ¿Y en la sala? -quiso saber Unger.

Como Ben había realizado la mayor parte del análisis de la sala, Reed dijo:

– Ben, somos todo oídos.

Ben carraspeó y tomó la palabra.

– El fuego se inició en la papelera, con un periódico y un cigarrillo, probablemente sin filtro. Ardió sin llama unos minutos antes de coger fuerza. Incendió las cortinas, pero los bomberos no tardaron en sofocarlo.

– ¿Podemos ver el dormitorio?

– Hay que moverse con mucho cuidado. -Reed los condujo escaleras arriba y se detuvo en la puerta-. No podemos entrar porque el suelo es inestable.

– ¿El agujero en el suelo se debió al incendio? -inquirió Mitchell.

– Sí, así es. Los bomberos hicieron el orificio en el techo para dar salida al calor.

Mitchell contuvo el aliento y esbozó una mueca.

– Necesito aire.

– Mia, ¿estás bien? -preguntó Unger con tono de preocupación.

– He tomado un calmante sin haber probado bocado y ahora mi estómago se queja -reconoció la detective.

Reed frunció el ceño.

– Tendría que haberme pedido que parara y habría ido a buscar algo de comer.

– Eso habría significado que Mia se cuida -ironizó Unger y la cogió del brazo-. Vete a comer. Nos queda un buen rato de trabajo aquí. Te llamaré si aparece algo extraordinario.

Mitchell miró a Reed y preguntó:

– ¿Vamos a comer y luego a la residencia estudiantil?

– Parece un buen plan.

Lunes, 27 de noviembre, 12:05 horas

Brooke Adler llamó a la puerta del despacho del consejero escolar y notó que cedía. Asomó la cabeza y vio al doctor Julian Thompson sentado al escritorio y a otro profesor aposentado en una de las sillas del otro lado.

– Disculpa. Volveré más tarde.

Julian le hizo señas de que pasase.

– Tranquila, Brooke. No hablamos de nada importante.

Devin White meneó la cabeza y esbozó una sonrisa que aceleró el corazón de Brooke. Había reparado muchas veces en él desde su llegada al Centro de la Esperanza, pero era la primera ocasión en la que hablarían.

– Julian, no estoy de acuerdo. Hablábamos de un tema de importancia global. -Levantó una ceja-. ¿El domingo ganarán los Bears o los Lions?

Brooke sabía muy poco de deportes, pero estaban en Chicago.

– Los Bears.

Devin frunció el ceño con actitud lúdica.

– No hay nada que hacer con la lealtad por el equipo del terruño.

Julian señaló la silla contigua a la de White.

– Devin apuesta por los Lions.

– Tengo debilidad por ellos -admitió-. ¿Quieres que me vaya? ¿Se trata de un asunto privado?

Brooke negó con la cabeza.

– Claro que no. A decir verdad, me vendrá bien la perspectiva de otro profesor. Estoy preocupada por algunos alumnos, mejor dicho, por uno.

Julian se recostó en el sillón.

– Ya sé a quién te refieres. A Jeffrey DeMartino.

– Pues no, no se trata de Jeff, aunque ha reconocido que envió a Thad Lewin a la enfermería.

Julian se limitó a suspirar.

– Thad no ha hablado. Tiene demasiado miedo como para delatar a Jeff y no disponemos de pruebas. Si no estás preocupada por Jeff, ¿quién te inquieta?

– Manny Rodríguez.

Ambos hombres se sorprendieron y Devin preguntó:

– ¿Manny? Jamás me ha causado problemas.

– A mí tampoco, pero esta mañana mostró un interés extraordinario por El señor de las moscas.

Julian levantó las cejas.

– ¿Es aconsejable que lean relatos de anarquía adolescente?

Brooke se encogió de hombros.

– El doctor Bixby supuso que sería un buen tema. -A decir verdad, el director del centro había recomendado la lectura de esa novela-. Sea como fuere, hoy hemos hablado del fuego para hacer señales.

Julian inclinó la cabeza.

– ¿Y a Manny le brillaron los ojos?

– Prácticamente se babeó.

– Quieres saber si antes de ingresar aquí Manny provocaba incendios.

– Ni más ni menos. Es lo que me interesa. Me alegro de que el libro le guste, pero… Fue escalofriante.

Julian apoyó el mentón en sus delgados dedos.

– Así es. Provocó incendios. Ha prendido montones de pequeñas hogueras desde que tenía cinco años. Por último, causó un grave incendio que destruyó su casa de acogida. Fue entonces cuando lo trajeron al centro de internamiento. Estamos trabajando el control de sus impulsos.

Brooke se acomodó en la silla.

– Ojalá lo hubiera sabido. ¿Debo cambiar de libro?

Devin se rascó el mentón.

– ¿Qué lectura harías? Todo libro del que vale la pena hablar incluye un tema polémico que afecta, como mínimo, a un crío de tu clase.

– Ya lo había pensado -reconoció Brooke.

– Quizá no sea tan negativo -opinó Julian-. Como sé lo que Manny ha leído lo aprovecharemos en la terapia. En el centro no puede prender fuego, de modo que ofrecerle imágenes tentadoras mientras está aquí es seguro. Podemos buscar formas constructivas de canalizar sus impulsos mientras aún están frescos en su mente.

Brooke se puso de pie y ambos hombres se incorporaron.

– Gracias, Julian. Te enviaré regularmente un informe. Dime algo si te parece que lo más adecuado es cambiar de lectura.

Devin sostuvo la puerta abierta y comentó:

– Creo que el menú de hoy en la cafetería se compone de macarrones con queso y patatas rellenas.

Brooke sonrió.

– Pues vayamos a hacer cola. Las patatas rellenas desaparecen enseguida.

Devin sonrió de oreja a oreja.

– Y cuando te las tiran no hacen daño. Hasta luego, Julian.

– Todavía no he participado en una batalla de comida -comentó Brooke mientras caminaban por el pasillo.

– Yo me estrené el verano pasado. Por desgracia, ese día tocaban manzanas, que al golpearte hacen daño. Brooke, yo no me preocuparía demasiado por El señor de las moscas. La mayoría de los chicos han visto cosas mucho peores. -La sonrisa de Devin se esfumó-. Si las supieras se te partiría el corazón.

– Te preocupas por ellos -afirmó la profesora en tono bajo.

– Es difícil no hacerlo, ya que acabas por encariñarte.

– ¡Señor White!

Un trío de muchachos con cara de susto se reunió con los profesores.

Devin sonrió y preguntó:

– ¿Qué pasa?

– Necesitamos ayuda antes del examen -respondió uno de los muchachos y a Brooke se le cayó el alma a los pies.

«Adiós a las patatas rellenas -pensó-. Volveré a comer en mi mesa de trabajo».

Devin le dedicó a Brooke una sonrisa con la que le pidió disculpas.

– Lo siento. Luego nos vemos.

Brooke suspiró en silencio y lo vio alejarse. Las patatas rellenas con Devin White era lo más parecido a una cita que había tenido en mucho tiempo, lo cual era patético. Se dirigió a su aula y frenó en seco al doblar en el recodo.

Manny Rodríguez miró a un lado y a otro antes de arrojar algo al cubo de basura situado en la puerta del comedor. ¿Era un periódico? Le resultó imposible imaginar que Manny quisiera hacer algo constructivo con un diario. Esperó a que el chico se alejara, quitó la tapa del cubo, frunció la nariz y lo rescató. Supuso que serviría de envoltorio de algo pesado, pero al retirarlo comprobó que no contenía nada.

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