– Hola, Paige. Me temo que llegué demasiado tarde para ver la Pavana. Puede que la vea mañana en la sesión de tarde.
Se dio un ligero susto y luego sonrió con cautela.
– Hola, Vic. ¿Qué preguntas impertinentes has venido a hacerme? Espero que sean pocas, porque llego tarde a una cita para cenar.
– ¿Tratando de ahogar tus penas?
Me lanzó una mirada indignada.
– La vida sigue, Vic. Tendrías que aprenderlo.
– Así es, Paige. Siento tener que hacerte volver a un pasado que estás tratando de olvidar, pero me gustaría saber quién te llevó a la fiesta de Guy Odinflute.
– ¿Quién… qué?
– ¿Recuerdas la fiesta de Navidad en la que conociste a Boom Boom? Niels Grafalk quería conocer a algunos jugadores de hockey para decidir si invertía en los Halcones Negros, y Odinflute le organizó una fiesta. ¿O has decidido borrar eso de tu mente junto con todo el pasado reciente?
Sus ojos se pusieron repentinamente oscuros y enrojeció. Sin una palabra, levantó la mano para abofetearme. Le cogí la muñeca y con suavidad le bajé la mano hasta el costado.
– No me pegues, Paige. He aprendido a pelear en la calle y no me gustaría perder la paciencia y hacerte daño… ¿Quién te llevó a la fiesta de Odinflute?
– ¡A ti qué te importa! Y ahora, ¿quieres hacer el favor de largarte del teatro antes de que llame al guarda y le diga que me estás molestando? Y, por favor, no vuelvas nunca. Me pondría enferma que estuvieses contemplándome mientras bailo.
Se marchó andando con airoso furor por el vestíbulo y salió. La seguí a tiempo de verla meterse en un sedán oscuro. Conducía un hombre, pero no pude verle la cara en la débil luz.
No me sentía de humor para tener compañía, ni siquiera la de Lotty. La llamé desde mi apartamento para decirle que no se preocupase. Normalmente no lo hacía, pero sabía que se había preocupado mucho cuando la destrucción del Lucelia.
Por la mañana bajé a la esquina a comprar el Herald Star del domingo y unos croissants. Mientras caía el café en mi cafetera de porcelana, intenté localizar a Mattingly. Nadie contestó. Me preguntaba si Elsie habría ido ya al hospital. Llamé a Phillips, pero tampoco contestaron. Eran casi las once. Puede que tuvieran que hacer una aparición ritual en la iglesia presbiteriana de Lake Bluff.
Apoyé el periódico contra la cafetera y me senté a leerlo. Una vez le dije a Murray que la única razón por la que compraba el Herald Star era porque tenía más historietas que todos los demás periódicos de la ciudad. También es el que mejor informa de los delitos. Pero siempre leo antes las historietas.
Iba por la segunda taza cuando me encontré una noticia sobre Mattingly. Casi no me doy cuenta. El titular de una página interior decía: Víctima de un atropello en Kosciuszko Park, pero me fijé en su nombre y leí la noticia entera:
«El cuerpo de un hombre identificado como Howard Mattingly fue encontrado la noche pasada en Kosciuszko Park. Víctor Golun, de veintitrés años, con domicilio en North Central Avenue, corría por el parque a las diez de la pasada noche, cuando se encontró el cuerpo de Mattingly escondido detrás de un árbol en uno de los senderos para corredores. Mattingly, de treinta y tres años, era un ala suplente de los Halcones Negros de Chicago. La policía dice que lo atropello un coche y que le trasladaron al parque a que muriera. Estiman que llevaba muerto unas veinte horas cuando Golun lo encontró. Mattingly deja esposa, Elsie, de veinte años, dos hermanos y madre.»
Hice cálculos mentales. Había muerto hacia las dos de la mañana del sábado como muy tarde, atropellado seguramente la noche del viernes, quizá nada más volver de Sault Ste. Marie. Sabía que tendría que llamar a Bobby Mallory y decirle que reconstruyese los movimientos de Mattingly desde que salió del avión de Bledsoe la noche del viernes. Pero antes quería hablar yo con Bledsoe y averiguar por qué Mattingly había volado de vuelta a casa en su avión.
El teléfono de la casa de Bledsoe no aparecía en ninguno de los listines telefónicos urbanos ni suburbanos de Chicago. Por probar, llamé a la Pole Star, pero naturalmente no había nadie en domingo.
Llamé a Bobby Mallory para saber si había algo nuevo acerca de la muerte de Henry Kelvin.
– Recogí las llaves y fui allí. El lugar estaba hecho un asco. ¿Habéis detenido ya a alguien?
– ¿Te tienen en nómina o qué? Esa familia no hace más que darnos la lata todo el día. No solucionamos antes los crímenes porque nos estén fastidiando continuamente.
Depende de quién esté fastidiando, pensé. Pero me guardé el comentario. Quería información, no oír a Bobby gritándome. Así que solté un chasquido comprensivo.
– He leído sobre el caso de atropello de Kosciuszko Park. Ese Mattingly jugaba con Boom Boom en los Halcones Negros. Espero que los Halcones tengan más gente. El equipo parece estar desintegrándose.
– Ya sabes que no me gusta que me llames y te pongas a charlar conmigo de crímenes, Vicki. Y espero que no lo hagas sólo por fastidiarme. Así que tienes que tener un interés especial en el caso, ¿no?
– No, no es eso -dije rápidamente-. Pero conozco a su mujer. Es muy frágil, no es más que una niña, la verdad, y no creo que pueda encajar muy bien este golpe. Va a tener su primer hijo de un momento a otro.
– Sí, lo ha tenido esta mañana. Entre tú y yo, ha tenido suerte de librarse de ese tipejo. Era un pequeño sobornador, tenía la mano metida en el bolsillo de todo el mundo. También jugaba. Si hubiese sido arbitro, habría andado amañando partidos.
– ¿Crees que alguno de sus acreedores se cansaría de esperar y fue a por él?
– No creo nada que te interese. Ya te lo he dicho mil veces. Deja de meter las narices en la delincuencia. Sólo vas a conseguir hacerte daño. Déjaselo…
– …a la policía. Les pagan para eso -acabé a coro con él-. Me lo has dicho más bien un millón de veces, Bobby. Gracias. Dale recuerdos a Eileen -añadí cuando me colgaba.
Luego llamé a Murray Ryerson. No estaba en el Star pero le encontré en casa, saliendo a rastras de la cama.
– ¿V. I. qué? -gruñó-. No son más que las once de la mañana.
– Arriba, arriba. Quiero hablar contigo.
– Vic, sabes cuánto tiempo llevo esperando oírte decir esas palabras. Mi madre siempre me dice: «Murray, no hace más que utilizarte.No quiere más que sacarte información.» Pero en el fondo, yo sigo teniendo esperanzas de que un día mi ardiente pasión sea mutua.
– Murray, tu ardiente pasión, aparte de la cerveza, es una buena historia. A mí me pasa igual. ¿Por qué no vienes y vamos a ver a los pobres Cubs pasándolo fatal con el máximo ganador y yo te doy la exclusiva del naufragio del Lucelia?
– ¿Qué sabes de eso? -me preguntó con viveza.
– Estaba allí, fui testigo presencial. Vi cómo ocurría todo. Puede que viera incluso al hombre, o a la mujer, que puso las cargas de profundidad.
– Dios mío, Vic, no me lo creo. No me creo que caigas del cielo y me cuentes eso. ¿Quién era? ¿Dónde lo viste? ¿Estaba en la esclusa? ¿Va en serio?
– Desde luego -le dije virtuosamente-. ¿Quedamos?
– Déjame llevar a Mike Silchuck con la cámara para que te haga una foto. Ahora vamos a empezar por el principio. ¿Por qué estabas en el Lucelia?
– ¿Vas a venir conmigo al partido o no?
– Oh, está bien. Pero no me va a resultar muy alegre ver cómo Atlanta masacra a nuestros honestos chicos de azul.
Acordamos vernos en las gradas a las doce cuarenta y cinco. Justo antes de colgar, dijo:
– ¿Qué quieres de mí, Vic? ¿Por qué esta puesta en escena tan elaborada?
– Te veo en el partido, Murray -me reí, y colgué.
Antes de marcharme volví a intentar hablar con Phillips. Contestó Jeannine.
– Hola, señora Phillips. Soy V. I. Warshawski. Soy socia de su marido. ¿Puedo hablar con él, por favor?
No estaba en casa. No sabía cuándo iba a volver. Me pareció que mentía. Bajo su altivez se la oía asustada. Intenté sondearla un poco, pero no conseguí nada. Al final le pregunté a qué hora se había marchado. Me colgó.