Me serví un vaso de Chivas. Estaba lista si iba a hacer dos limpiezas en un mismo día. En lugar de ello, hice un intento de reordenar los papeles por categorías. Contrataría a un equipo de limpieza y un pasante para hacer el resto del trabajo. Francamente, estaba harta de aquel lugar.
Di una vuelta al apartamento para recoger cosas que me interesaran: el primer y el último palo de hockey de Boom Boom, un tótem de Nueva Guinea del salón y varias fotos suyas en diversas posturas de hockey que cogí de la habitación de invitados. Una vez más, mi foto vestida de toga en la escuela de leyes me sonrió tontamente desde la pared. La cogí y la añadí al montón que llevaba bajo el brazo.
Una vez que el pasante repartiera los papeles entre las personas a las que pertenecían y los de la limpieza hubiesen eliminado el polvo grasiento, pondría el apartamento y el resto de sus posesiones a la venta. Con un poco de suerte, nunca tendría que volver a visitar aquel lugar. Metí las cosas en el maletero y me marché. No me habían puesto una multa. Puede que mi suerte hubiese empezado a cambiar.
Próxima parada: las oficinas de la Eudora. Me moría de ganas de hablar con Bledsoe y preguntarle por qué Mattingly se había ido de Sault Ste. Marie en su aeroplano, pero seguía pensando que las finanzas de Phillips merecían toda mi atención de momento.
La última hora de la tarde del sábado era un curioso momento para visitar el puerto de Chicago. No había gran actividad en los silos. Los grandes barcos parecían gigantes dormidos, preparados para entrar en frenética actividad si los despertaban. Metí el Omega en el aparcamiento de la oficina regional de la Eudora y me encontré andando de puntillas por el asfalto hasta llegar a una puerta lateral.
Había una campanilla en el muro con un cartelito que decía: «PARA DEJAR MERCANCÍA, LLAMEN». Llamé varias veces y esperé cinco minutos. No vino nadie. Si había vigilante nocturno, no estaba por allí. Saqué del bolsillo de atrás un juego de ganzúas de ladrón y me dispuse a abrir la puerta metódicamente.
Diez minutos más tarde, me encontraba dentro del despacho de Phillips. Él o la eficiente Lois se cuidaban de que los archivos quedaran cerrados con llave. Con un suspiro de resignación, volví a sacar mis ganzúas y abrí los cajones de aquella habitación y los tres del escritorio de Lois que estaba fuera. Llamé a Lotty, le dije que no iría a cenar y me puse a trabajar. Si lo hubiera pensado antes, me habría llevado unos sandwiches y un termo de café.
Phillips guardaba un curioso montón de porquerías en el cajón de arriba de su escritorio. Tres clases diferentes de antiácidos; agendas de hacía seis años, la mayoría sin usar; gotas para la nariz; un viejo par de chanclos; dos calculadoras rotas y extraños trozos de papel. Los cogí, los alisé con cuidado y los leí. La mayoría eran mensajes telefónicos que había arrugado y echado al cajón. Un par de Grafalk, uno de Argus. Los otros eran nombres que no reconocí, pero los anoté por si avanzaba tanto que necesitara comprobarlos.
Los libros estaban en un archivador de nogal junto a la ventana. Los saqué con prontitud. Eran papeles de ordenador, impresos una vez al mes, verificados con las sumas del año y comparados con los años anteriores. Después de llevar un rato mirando, encontré el informe A36000059-G, los pagos a los transportistas. Todo lo que necesitaba era mi lista de contratos y podría comparar las fechas y ver si el: total coincidía.
Al menos eso pensé. Fui a ver en los cajones de Lois y encontré los originales de los contratos que Janet me había fotocopiado. Me los llevé al despacho de Phillips para compararlos con el informe A36000059-G. Entonces me di cuenta de que los libros estaban archivados por número de factura, no por fecha de contrato. Al principio pensé que podría comparar los totales de los pedidos de compra individuales del libro; saqué las de la Pole Star como ejemplo.
Desgraciadamente, los transportistas al parecer metían más de un servicio en cada factura. Los totales de las facturas eran mucho mayores que las transacciones individuales y el número total de facturas pagadas mucho menor, y me pareció que aquélla era la única explicación.
Sumé y resté, comparando los números de todas las maneras que se me ocurrieron, pero me vi forzada a reconocer que no era capaz de sacar ninguna conclusión sin tener las facturas parciales. Y no las encontraba por ninguna parte. Ni una. Revisé todos los demás cajones de Phillips y los de Lois y finalmente los archivadores. No encontré ni una sola factura allí.
Antes de dar por terminada la velada, miré en la sección de nóminas de las carpetas. Allí estaba en primer lugar el sueldo de Phillips, tal como Janet me había dicho. Si hubiese sabido que iba a meterme en aquel lugar, nunca le hubiera pedido que mirase en la papelera y se arriesgara a que la echasen.
Me golpeé ligeramente los dientes con un lápiz. Si Phillips estaba sacando dinero extra de la Eudora, no era por medio de su nómina. Además, los libros se imprimían en los ordenadores de la Eudora, en Kansas. Si estaba manipulando las cuentas tenía que ser más sutil.
Me encogí de hombros y miré el reloj. Eran pasadas las nueve. Estaba cansada. Muy hambrienta. Y me dolía el hombro. Me merecía una buena cena, un largo baño y un sueño profundo, pero aún me quedaba un recado por hacer en la agenda del día.
De vuelta en mi apartamento, eché un poco de pasta congelada en una olla con tomates y albahaca y abrí el grifo del baño. Enchufé el teléfono en el cuarto de baño y llamé a la casa de Phillips en Lake Bluff. No estaba, pero su hijo preguntó amablemente si quería dejar algún mensaje.
Saqué la pierna derecha del agua y me froté con la esponja llena de jabón mientras me lo pensaba.
– Soy V. I. Warshawski -dije, deletreándoselo-. Dígale que los auditores del señor Argus querrán saber dónde están las facturas que faltan.
El chico me repitió el mensaje, dudoso.
– Eso es.
Le di mi número y el de Lotty y colgué.
La pasta hervía con un ruido agradable y me la llevé conmigo al dormitorio mientras me vestía: pantalones de terciopelo negro con una blusa de cuello alto y una torera ajustada de terciopelo roja y negra. Tacones y grandes pendientes. Lista para una velada en el teatro. O para el final de una velada en el teatro. Por algún extraño milagro, no me eché tomate en la blusa blanca. Desde luego, me estaba cambiando la suerte.
Llegué a Windy City Balletworks a las diez y media en punto. Una aburrida joven en mallas y falda envolvente me dijo que la obra acabaría dentro de diez minutos. Me dio un programa y me dejó entrar sin pagar.
El pequeño teatro estaba a rebosar y no me molesté en encontrar un sitio en la penumbra. Me apoyé contra la pared de atrás, quitándome los zapatos y quedándome en medias junto a las salidas. Se estaba representando un vigoroso pas de deux de un ballet clásico. Paige no era la bailarina. Fuera quien fuese, parecía técnicamente buena, pero le faltaba la chispa que Paige ponía en sus actuaciones. Toda la compañía apareció en el escenario en un complicado final y se acabó el espectáculo.
Cuando se encendieron las luces, miré parpadeando el programa para asegurarme de que Paige bailaba aquel día. Sí, Pavana para un camello se había representado justo antes del segundo acto de Giselle que acababa de ver.
Volví al vestíbulo y seguí a un pequeño grupo de personas hacia la puerta que llevaba directamente a los vestuarios. En lugar de abordar a Paige en su vestuario compartido, me senté fuera a esperarla en una silla plegable. Los bailarines empezaron a salir en grupos de dos o de tres, sin dignarse echarme ni una mirada. Había ido provista de una novela, recordando los cuarenta y cinco minutos de la vez anterior, y pasé las páginas, levantando la vista en vano cada vez que la puerta se abría.
Pasaron cincuenta minutos. En el momento en que me convencía de que se habría ido al acabar la Pavana, salió. Como siempre, su exquisito aspecto me hizo sentir un poco deprimida. Aquella noche llevaba un abrigo de piel plateado, posiblemente zorro, que le hacía parecerse a Geraldine Chaplin en Doctor Zhivago.