Margarita le reconoció en seguida, levantó las manos, exhaló una queja y corrió hacia él. Le besaba en la frente, en la boca, arrimaba la cara a su carrillo sin afeitar y le corrían abundantes las lágrimas tanto tiempo contenidas. Sólo decía una palabra, repitiéndola sin sentido:
— Tú…, tú…, tú…
El maestro la apartó y le dijo con voz sorda:
— No llores, Margot, no me hagas sufrir, que estoy muy enfermo — se agarró con la mano al antepecho de la ventana, como si quisiera saltar y escaparse, y, mirando a los que se sentaban en la habitación, gritó—: ¡Tengo miedo, Margot! Otra vez las alucinaciones…
A Margarita le ahogaban los sollozos; susurraba, atragantándose a cada palabra:
— No, no, no…, no tengas miedo de nada…; estoy contigo…, estoy contigo…
Koróviev le acercó una silla al maestro con tanta habilidad que éste no se dio cuenta. Margarita se arrodilló y, abrazándose al enfermo, se calmó. En su emoción no había notado que, de pronto, ya no estaba desnuda: tenía sobre su cuerpo una capa de seda negra. El enfermo bajó la cabeza y se quedó mirando al suelo con ojos sombríos.
— Pues sí —dijo Voland después de una pausa—, lo han cambiado mucho.
Voland ordenó a Koróviev:
— Anda, caballero, dale algo de beber al hombre.
Margarita suplicaba al maestro con voz temblorosa:
—¡Bébelo, por favor! ¿Tienes miedo? ¡Créeme que te ayudarán!
El enfermo cogió el vaso y bebió el contenido, pero le tembló la mano y el vaso cayó al suelo, rompiéndose a sus pies.
—¡Eso es señal de buena suerte! — susurró Koróviev a Margarita—. Mire, ya vuelve en sí.
Efectivamente, la mirada del enfermo ya no era tan empavorecida, tan inquieta.
— Pero ¿eres tú, Margot? — preguntó el visitante.
— No lo dudes, soy yo — contestó Margarita.
—¡Más! — ordenó Voland.
Vaciado el segundo vaso, la mirada del maestro se tornó viva y expresiva.
— Bueno, esto ya me gusta más — dijo Voland, mirándole fijamente—. Hablemos. ¿Quién es usted?
— Ahora no soy nadie — respondió el maestro, y una sonrisa le torció la boca.
—¿De dónde viene?
— De la casa del dolor. Soy enfermo mental — contestó el recién llegado.
Margarita no pudo soportar aquellas palabras y se echó a llorar. Luego exclamó, secándose los ojos:
—¡Qué palabras tan horribles! ¡Horribles! Le prevengo, messere, que es el maestro. ¡Sálvelo, que se lo merece!
—¿Sabe usted con quién está hablando en este momento? — preguntó Voland—, ¿sabe dónde se encuentra?
— Lo sé —contestó el maestro—. Ese chico, Iván Desamparado, fue mi compañero del sanatorio. Me habló de usted.
— Ah, sí, desde luego — dijo Voland—. Tuve el placer de conocer a ese joven en «Los Estanques del Patriarca». Por poco me vuelve loco demostrándome que yo no existo. Pero ¿usted cree que soy realmente yo?
— No me queda otro remedio que creerlo — dijo el maestro—, aunque me sentiría mucho más tranquilo si pensara que usted es fruto de una alucinación. Y usted perdone — añadió el maestro, violento.
— Bien, si cree que se sentiría más tranquilo, piénselo así —dijo Voland con amabilidad.
—¡Pero no! — dijo Margarita, asustada, sacudiendo al maestro por el hombro—. ¡Qué dices! ¡Si es él realmente!
Esta vez intervino también el gato:
— Yo sí que parezco una alucinación. Fíjese en mi perfil a la luz de la luna.
El gato se metió en el reguero de luna y quiso añadir algo más, pero le pidieron que se callara. Entonces dijo:
— Bueno, bueno, me callaré. Seré una alucinación silenciosa — y no dijo más.
— Dígame, ¿por qué Margarita le llama maestro? — preguntó Voland.
El maestro sonrió:
— Es una debilidad disculpable. Tiene una opinión demasiado alta de la novela que he escrito.
—¿De qué trata su novela?
— Es sobre Poncio Pilatos.
Las lengüetas de las velas se tambalearon, bailaron, saltó la vajilla en la mesa: la risa de Voland sonó como un trueno, pero no asustó ni sorprendió a nadie con ella.
Popota rompió a aplaudir.
—¿Cómo? ¿Sobre qué? ¿Sobre quién? — dijo Voland, dejando de reír—. ¡Es fantástico! Déjeme verla — Voland extendió la mano con la palma vuelta hacia arriba.
— Desgraciadamente, no puedo hacerlo — contestó el maestro—, porque la quemé en la chimenea.
— Usted perdone, pero no le creo — respondió Voland—, es imposible, los manuscritos no arden — se volvió hacia Popota y dijo—: Anda, Popota, dame la novela.
El gato saltó de la silla y todos pudieron ver que estaba sentado sobre un montón de papeles. Haciendo una reverencia, le dio a Voland los primeros del montón. Margarita se puso a temblar y a gritar, tan emocionada que se le saltaron las lágrimas:
—¡Aquí está el manuscrito! ¡Aquí está!
Corrió hacia Voland y gritó entusiasmada:
—¡Es omnipotente! ¡Omnipotente!
Voland cogió el ejemplar que le había dado el gato, le dio la vuelta, lo puso a un lado y se quedó mirando al maestro sin decir una palabra, muy serio. Pero el maestro, angustiado y muy inquieto, nadie sabía por qué, se levantó de la silla y, dirigiéndose a la luna lejana, empezó a murmurar, estremeciéndose:
— Tampoco de noche, a la luz de la luna, tengo paz… ¿Por qué me han molestado? Oh, dioses, dioses…
Margarita le cogió por la bata del sanatorio, se arrimó a él y se puso a murmurar, acongojada, entre lágrimas.
— Dios mío, ¿por qué no le hará efecto la medicina?
— No importa, no importa — susurraba Koróviev, agitándose junto al maestro—, no se preocupe, no se preocupe… Otro vasito, yo también le acompaño…
Y el vaso guiñó el ojo, brilló a la luz de la luna y ayudó. Sentaron al maestro en una silla y su cara recobró la expresión serena.
. —Ahora está claro — dijo Voland, señalando el manuscrito.
— Tiene toda la razón — intervino el gato, olvidando que había prometido ser una alucinación silenciosa—. Ahora la idea principal de esta obra está clarísima. ¿Qué me dices, Asaselo?
— Digo que habría que ahogarte en un río — contestó Asaselo con voz gangosa.
— Ten piedad de mí, Asaselo — le respondió el gato—, y no le sugieras esta idea a mi señor. Créeme, me aparecería a ti todas las noches vestido con el mismo ropaje lunar que lleva el pobre maestro y te llamaría para que me siguieras. ¿Cómo te sentirías entonces, oh, Asaselo?
— Bueno, Margarita — habló de nuevo Voland—, diga todo lo que necesitan.
A Margarita se le iluminaron los ojos, y le pidió suplicante a Voland:
— Permítame que le diga algo al oído.
Voland asintió con la cabeza y Margarita, acercándose al oído del maestro, le susurró algo. Se oyó su respuesta:
— No, ya es tarde. No deseo en esta vida sino tenerte a ti, Pero te repito que me dejes, lo vas a pasar muy mal conmigo.
— No te dejaré —contestó Margarita, y se dirigió a Voland—. Le pido que volvamos a nuestro piso del sótano de la callecita de Arbat, que se encienda la lámpara y que todo vuelva a ser como antes.
El maestro se echó a reír, y, abrazando la cabeza de Margarita, ya con el pelo lacio, dijo:
—¡No haga caso de esta pobre mujer, messere! En este piso hace ya mucho que vive otro hombre, y las cosas no vuelven nunca a ser lo que antes fueron — apretó la mejilla contra la cabeza de Margarita y susurró, abrazándola—: Pobre, pobre…
—¿Dice que nunca vuelven a ser lo que fueron? — dijo Voland—. Tiene razón. Pero vamos a intentarlo — y llamó—: ¡Asaselo!
En el mismo momento se desplomó del techo un ciudadano desconcertado, al borde de la locura; estaba en paños menores, pero llevaba gorra y una maleta en la mano.
—¿Mogarich? — preguntó Asaselo al caído del cielo.
— Aloísio Mogarich — contestó éste, temblando.
—¿No fue usted quien, al leer el artículo de Latunski sobre la novela de este hombre escribió una denuncia?
El ciudadano recién aparecido se puso azul y derramó un torrente de lágrimas de arrepentimiento.