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Trabajaba en el bar del Varietés y se llamaba Andréi Fókich Sókov. Cuando se estaba llevando a cabo la investigación en el Varietés, Andréi Fókich se mantenía apartado de todos. Notaron que estaba aún más triste que de costumbre y había preguntado a Kárpov el domicilio del mago.

Como decíamos, el barman se separó del economista, llegó al quinto piso y llamó al timbre del apartamento número 50.

Le abrieron en seguida; el barman se estremeció, retrocedió y no se decidió a entrar, lo que se explica perfectamente. Le abrió una joven que por todo vestido llevaba un coquetón delantal con puntillas y una cofia blanca a la cabeza. ¡Ah! y unos zapatitos dorados. Tenía un cuerpo perfecto y su único defecto físico era una cicatriz roja en el cuello.

— Bueno, pase, ya que ha llamado — dijo la joven, mirándole con sus provocativos ojos verdes.

Andréi Fókich abrió la boca, parpadeó y entró en el vestíbulo, quitándose el sombrero. En ese momento sonó el teléfono. La desvergonzada doncella cogió el auricular y poniendo el pie en una silla, dijo:

—¡Dígame!

El barman no sabía dónde mirar, se removió inquieto, pensando: «¡Vaya doncella que tiene el extranjero! ¡Qué asco!». Y para evitar aquella sensación de repugnancia se puso a mirar alrededor.

El vestíbulo, grande y mal iluminado, estaba lleno de objetos y ropas extrañas. En el respaldo de una silla, por ejemplo, había una capa de luto, forrada de una tela color rojo fuego; tirada con descuido sobre la mesa del espejo, una espada larga con un resplandeciente mango de oro. En un rincón, como si se tratara de paraguas y bastones, otras tres espadas con sendos mangos de plata. Colgadas de los cuernos de un venado, unas boinas con plumas de águila.

— Sí —decía la doncella al teléfono—. ¿Cómo? ¿El barón Maigel? Dígame. Sí. El señor artista está en casa. Sí, estará encantado de saludarle. Sí, invitados… ¿Con frac o chaqueta negra? ¿Cómo? Hacia las doce de la noche. — Al terminar la conversación, la doncella colgó el auricular y se dirigió al barman—: ¿Qué desea?

— Tengo que ver al señor artista.

—¿Cómo? ¿A él personalmente?

— Sí, a él — contestó el hombre triste.

— Voy a preguntárselo — dijo la doncella, al parecer no muy segura, y abriendo la puerta del despacho del difunto Berlioz, comunicó:

— Caballero, aquí hay un hombrecillo que desea ver a messere.

— Que pase — se oyó la voz cascada de Koróviev.

— Pase al salón — dijo la joven y muy natural, como si su modo de vestir fuera normal, abrió la puerta del salón y abandonó el vestíbulo.

Al entrar en la habitación que le habían indicado, el barman olvidó el asunto que le había llevado allí: tal fue su sorpresa al ver la decoración de la estancia. A través de los grandes cristales de colores, una fantasía de la joyera, desaparecida sin dejar rastro alguno, entraba una luz extraña, parecida a la de las iglesias. A pesar de ser un caluroso día de verano estaba encendida la vieja chimenea y, sin embargo, no hacía nada de calor, todo lo contrario, el que entraba sentía un ambiente de humedad de sótano.

Delante de la chimenea, sentado en una piel de tigre un enorme gato negro miraba al fuego con expresión apacible. Había una mesa que hizo estremecerse al piadoso barman: estaba cubierta de brocado de iglesia. Sobre este extraño mantel se alineaba toda una serie de botellas, gordas, enmohecidas y polvorientas. Entre las botellas brillaba una fuente que se veía en seguida que era de oro. Junto a la chimenea, un hombre pequeño, pelirrojo, con un cuchillo en el cinto, asaba unos trozos de carne pinchados en un largo sable de acero, el jugo goteaba sobre el fuego y el humo ascendía por el tiro de la chimenea.

No sólo olía a carne asada, sino a un perfume fuertísimo y a incienso. El barman, que ya sabía lo de la muerte de Berlioz y conocía su domicilio, pensó por un momento si no habrían celebrado un funeral, pero en seguida desechó por absurda la idea.

De pronto el sorprendido barman oyó una voz baja y gruesa:

—¿En qué puedo servirle?

Y descubrió, en la sombra, al que estaba buscando.

El nigromante estaba recostado en un sofá muy grande, rodeado de almohadones. Al barman le pareció que el artista iba vestido todo de negro, con camisa y zapatos puntiagudos del mismo color.

— Yo soy — dijo el barman, en tono amargo— el encargado del bar del teatro Varietés…

El artista alargó una mano, brillaron las piedras en sus dedos, y obligó al barman a que callara. Habló él muy exaltado:

—¡No, no! ¡Ni una palabra más! ¡Nunca, de ningún modo! ¡No pienso probar nada en su bar! Mi respetable caballero, precisamente ayer pasé junto a su barra y no puedo olvidar ni el esturión ni el queso de oveja. ¡Querido amigo! El queso de oveja nunca es verde, alguien le ha engañado. Suele ser blanco. ¿Y el té? ¡Si parece agua de fregar! He visto con mis propios ojos cómo una muchacha, de aspecto poco limpio, echaba agua sin hervir en su enorme samovar mientras seguían sirviendo el té. ¡No, amigo, eso es inadmisible!

— Usted perdone — habló Andréi Fókich, sorprendido por el inesperado ataque—, no he venido a hablar de eso y el esturión no tiene nada que ver…

—¡Pero cómo que no tiene nada que ver! ¡Si estaba pasado!

— Me lo mandaron medio fresco — dijo el barman.

— Oiga, amigo, eso es una tontería.

—¿Qué es una tontería?

— Lo de medio fresco. ¡Es una bobada! No hay término medio, o está fresco o está podrido.

— Usted perdone — empezó de nuevo el barman, sin saber cómo atajar la insistencia del artista.

— No puedo perdonarle — decía el otro con firmeza.

— Se trata de otra cosa — repuso el barman muy contrariado.

—¿De otra cosa? — se sorprendió el mago extranjero— ¿Y por qué otra cosa iba a acudir a mí? Si no me equivoco, sólo he conocido a una persona que tuviera algo que ver con la profesión de usted, una cantinera, pero fue hace muchos años, cuando usted todavía no había nacido. De todos modos, encantado.¡Asaselo! ¡Una banqueta para el señor encargado del bar!

El que estaba asando la carne se volvió, asustando al barman con su colmillo, y le alargó una banqueta de roble. No había ningún otro lugar donde sentarse en la habitación.

El barman habló:

— Muchas gracias — y se sentó en la banqueta. La pata de atrás se rompió ruidosamente y el barman se dio un buen golpe en el trasero. Al caer arrastró otra banqueta que estaba delante de él, y se le derramó sobre el pantalón una copa de vino tinto.

El artista exclamó:

—¡Ay! ¿No se ha hecho daño?

Asaselo ayudó a levantarse al barman y le dio otro asiento. El barman rechazó con voz doliente la proposición del dueño de que se quitara el pantalón para secarlo al fuego, y muy incómodo con su ropa mojada, se sentó receloso en otra banqueta.

— Me gustan los asientos bajos — habló el artista—, la caída tiene siempre menor importancia. Bien, estábamos hablando del esturión. Mi querido amigo, ¡tiene que ser fresco, fresco, fresco! Ése debe ser el lema de cualquier barman. ¿Quiere probar esto?

A la luz rojiza de la chimenea brilló un sable, y Asaselo puso un trozo de carne ardiendo en un platito de oro, la roció con jugo de limón y dio al barman un tenedor de dos dientes.

— Muchas gracias… es que…

— Pruébelo, pruébelo, por favor.

El barman cogió el trozo de carne por compromiso: en seguida se dio cuenta de que lo que estaba masticando era muy fresco y, algo más importante, extraordinariamente sabroso. Pero de pronto, mientras saboreaba la carne jugosa y aromática, estuvo a punto de atragantarse y caerse de nuevo. Del cuarto de al lado salió volando un pájaro grande y oscuro, que rozó con su ala la calva del barman. Cuando se posó en la repisa de la chimenea junto al reloj, resultó ser una lechuza. «¡Dios mío!» pensó Andréi Fókich, que era nervioso como todos los camareros. «¡Vaya pisito!»

—¿Una copa de vino? ¿Blanco o tinto? ¿De qué país lo prefiere a esta hora del día?

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