Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Intentó recordar. ¿Dónde estaban las agujas?… Horror, ¡eran las once y doce minutos cuando habló con Lijodéyev!

Pero ¿qué había pasado? Si suponemos que inmediatamente después de la conversación se había lanzado, literalmente, al aeropuerto y en cinco minutos estaba allí (lo cual era inconcebible), el avión que tenía que haber salido en seguida había cubierto una distancia de más de mil kilómetros en cinco minutos, es decir, ¡a más de doce mil kilómetros por hora! ¡Imposible! Por lo tanto, no está en Yalta.

¿Y qué puede haber sucedido? ¿Hipnosis? No hay hipnosis capaz de trasladar a un hombre a mil kilómetros. Entonces, ¿se imaginará que está en Yalta? Puede que él se lo imagine, pero ¿y la Instrucción Criminal de Yalta? ¿También? No, eso no puede ser. ¿Y los telegramas de Yalta?

La expresión del director de finanzas era realmente de tragedia. Alguien forcejeaba por fuera con el picaporte de la puerta. Se oían los gritos de desesperación del ordenanza:

—¡Que no se puede! ¡No le dejo! ¡Aunque me mate! ¡Tienen una reunión!

Rimski hacía todo lo posible por dominarse. Descolgó el teléfono.

— Por favor, una conferencia con Yalta. ¡Es urgente!

«¡Buena idea!», exclamó Varenuja para sus adentros.

Pero no pudo celebrarse tal conferencia. Rimski colgó el teléfono, mientras decía:

— Está la línea interrumpida, parece que lo han hecho a propósito.

Estaba claro que la avería en la línea le había afectado profundamente, incluso le obligó a pensar. Después de un rato de meditación descolgó el teléfono con una mano y empezó a escribir lo que estaba diciendo:

— Telegrama urgente. Varietés. Sí, Yalta. A la Instrucción Criminal. Sí, texto: «Esta mañana sobre once y media Lijodéyev habló conmigo Moscú stop No vino al trabajo y no lo localizamos por teléfono stop Confirmo letra stop Tomo medidas vigilancia artista stop Director de finanzas Rimski».

«Muy bien», se le ocurrió pensar a Varenuja, pero no llegó a expresárselo a sí mismo, porque por su cabeza se entrecruzó: «Tonterías. No puede estar en Yalta».

Rimski recogió con mucho cuidado todos los telegramas recibidos y la copia del que pusiera él mismo, los metió todos en un sobre, lo cerró, escribió en él unas palabras y dijo, entregándoselo a Varenuja:

— Llévalo tú personalmente, Iván Savélievich. Que aclaren esto.

«Vaya, ¡esto está muy bien», pensó Varenuja, guardando el sobre en su cartera.

Y trató de probar suerte, marcando el número de Stiopa. Oyó algo y empezó a gesticular y a guiñar el ojo misteriosa y alegremente. Rimski estiró el cuepo.

—¿Puedo hablar con el artista Voland? — preguntó con dulzura Varenuja.

— Está ocupado — se oyó al otro lado una voz tintineante—. ¿De parte de quién?

— Del administrador del Varietés, Varenuja.

—¿Iván Savélievich? — exclamó alguien alegremente—. ¡Qué alegría oírle! ¿Cómo está?

— Merci — contestó Varenuja sorprendido—. ¿Con quién hablo?

—¡Soy su ayudante, su ayudante e intérprete Koróviev! — cotorreaba el teléfono—. A su disposición, querido Iván Savélievich. Puede disponer de mí con entera confianza. ¿Cómo dice?

— Perdón, pero… ¿Stepán Bogdánovich Lijodéyev no está en casa?

— Lo siento, ¡no está! —gritaba el aparato—, ¡se ha ido!

—¿Me puede decir adónde?

— A dar un paseo en coche por el campo.

—¿Có… cómo? ¿un… paseo… en coche? ¿Y cuándo vuelve?

—¡Dijo que en cuanto hubiera tomado el aire volvería!

— Bueno… — dijo Varenuja desconcertado—, merci… Dígale, por favor, a monsieur Voland que su debut es esta tarde, en el tercer acto.

— A sus órdenes. Cómo no. Sin falta. Ahora mismo. Sin duda alguna. Se lo diré —sonaban en el aparato las palabras cortadas.

— Adiós — dijo Varenuja, muy confundido.

— Le ruego admita — decía el teléfono— mis mejores y más calurosos saludos. Mis buenos deseos. ¡Éxitos! ¡Suerte! ¡Felicidad! ¡De todo!

—¡Claro! ¿Qué te había dicho yo? — gritaba el administrador exaltado. Nada de Yalta, ha salido al campo.

— Pues si es verdad — habló el director de finanzas, palideciendo de indignación—, es una verdadera cochinada que no tiene nombre.

El administrador dio un salto y gritó de tal manera que hizo temblar al director.

—¡Ya caigo! En Púshkino[14] acaba de abrirse un restaurante que se llama Yalta! ¡Ya comprendo! ¡Allí está! Está bebido y nos manda telegramas.

— Esto es demasiado — decía Rimski. Le temblaba un carrillo y tenía llamaradas de furia en los ojos—. ¡Va a pagar muy caro este paseo! — y cortó de repente, añadiendo algo indeciso—: ¿Y la Instrucción Criminal?

—¡Tonterías! ¡Cosas suyas! — interrumpió el impulsivo administrador, y preguntó—: ¿Llevo el paquete o no?

— Sin falta — contestó Rimski.

Se abrió de nuevo la puerta dando paso a la misma mujer de antes… «Es ella», pensaba Rimski con angustia. Y los dos se incorporaron adelantándose a su encuentro.

Este telegrama rezaba:

«Gracias confirmación quinientos rublos urgentemente para mí instrucción criminal mañana salgo moscú lijodéyev.»

— Pero… está loco — decía débilmente Varenuja.

Rimski tomó un manojo de llaves, abrió la caja fuerte y, sacando dinero de un cajón, separó quinientos rublos, pulsó el botón del timbre y entregó el dinero al ordenanza con el encargo de que lo depositara en telégrafos.

— Perdona, Grigori Danílovich — Varenuja no podía dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos—, me parece que no hay por qué mandar ese dinero…

— Ya lo devolverán — respondió Rimski en voz baja—. Pero él pagará muy caro esta broma — y añadió, señalando la cartera de Varenuja—: Vete, Iván Savélievich, no pierdas el tiempo.

Varenuja salió corriendo del despacho con la cartera bajo el brazo.

Bajó al primer piso. Había una cola enorme frente a la caja y supo por la cajera que no sobraría ni una entrada, porque el público, después de la edición suplementaria de carteles anunciadores, acudía en masa. Ordenó a la cajera que no pusiera a la venta las mejores treinta entradas de palco y de patio de butaca; salió de la caja disparado, escabullándose entre los pegajosos que solicitaban pases, y entró en su pequeño despacho para coger la gorra. Sonó el teléfono.

—¿Sí? —gritó Varenuja.

—¿Iván Savélievich? — preguntó una voz gangosa y antipática.

— No está en el teatro — empezó a decir Varenuja, pero le interrumpieron en seguida.

— No haga el tonto, Iván Savélievich, escúcheme. Esos telegramas no tiene que llevarlos a ningún sitio y no se los enseñe a nadie.

—¿Quién es? — vociferó Varenuja—. ¡Déjese de bromas, ciudadano! Ahora mismo le van a descubrir. ¿Qué número de teléfono es el suyo?

— Varenuja — respondió la asquerosa voz—, entiendes ruso, ¿verdad? No lleves los telegramas.

—¡Oiga! ¿Sigue en sus trece? — gritó el administrador frenético—. ¡Ahora verá! ¡Ésta la paga! — gritó amenazador, pero tuvo que callarse, porque nadie le escuchaba.

En el pequeño despacho oscurecía con rapidez. Varenuja corrió fuera, cerró la puerta de un portazo y salió al jardín de verano por una puerta lateral.

Después de aquella llamada tan impertinente, estaba convencido de que se trataba de una broma de mal gusto en la que se entretenía una pandilla de revoltosos y seguro que tenía algo que ver con la desaparición de Lijodéyev. Casi le ahogaba el deseo de descubrir a aquellos sinvergüenzas y, aunque pueda parecer extraño, sentía nacer en su interior un agradable presentimiento. Eso suele pasar. Es la ilusión del hombre que se sabe acreedor de toda la atención por el descubrimiento de algo sensacional.

En el jardín el viento le dio en la cara y se le llenaron los ojos de polvo. Aquella ceguera momentánea parecía una advertencia. En el segundo piso se cerró una ventana bruscamente, faltó muy poco para que se rompieran los cristales. Sobre las copas de los tilos y los arces se oyó un ruido estremecedor. Había oscurecido y la atmósfera era más fresca. Varenuja se restregó los ojos y advirtió que se cernía una tormenta sobre Moscú; un nubarrón con la panza amarillenta se acercaba lentamente. Sonó a lo lejos un prolongado estrépito.

вернуться

14

Población que se encuentra cerca de Moscú. (N. de la T.)

28
{"b":"115031","o":1}