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– ¿Te acuerdas de cómo era?

Pensé en el cuello grueso de Baba, en sus ojos negros, en su indomable cabello castaño. Sentarme en su regazo era como estar sentado sobre un par de troncos.

– Sí, me acuerdo de cómo era -respondí-. También me acuerdo de su olor.

– Yo empiezo a olvidarme de sus caras. ¿Es malo eso?

– No. Es lo que pasa con el tiempo. -De pronto recordé algo. Busqué en el bolsillo interior de la chaqueta y saqué la foto en la que aparecían Hassan y Sohrab-. Mira -le dije.

Se acercó la fotografía a un centímetro de la cara y la giró para que le diera la luz de la mezquita. La observó durante mucho rato. Pensé que estallaría en llanto, pero no lo hizo. Se limitó a sostenerla con las dos manos, a recorrer su superficie con el dedo pulgar. Pensé en una frase que había leído en alguna parte, o que tal vez había oído mencionar a alguien: en Afganistán hay muchos niños, pero poca infancia. Tendió la mano para devolvérmela.

– Quédatela. Es tuya.

– Gracias. -Miró de nuevo la fotografía y se la guardó en el bolsillo del chaleco. Entonces entró en el aparcamiento un carro tirado por un caballo que llevaba unas tintineantes campanillas al cuello-. Últimamente he estado pensando mucho en mezquitas -dijo Sohrab.

– ¿Sí? ¿Y en qué de ellas?

Se encogió de hombros.

– Sólo pensando en ellas. -Levantó la cara y me miró directamente. Estaba llorando, tranquilamente, en silencio-. ¿Puedo preguntarte una cosa, Amir agha?

– Por supuesto.

– ¿Me llevará Dios…? -empezó, y se atragantó un poco-. ¿Me llevará Dios al infierno por lo que le hice a aquel hombre?

Intenté abrazarlo y se estremeció. Me retiré.

– Nay. Por supuesto que no -respondí.

Tenía ganas de sentirlo cerca, de abrazarlo, de decirle que era el mundo el que no había sido bueno con él, y no al contrario.

Esbozó una mueca y luchó por conservar la compostura.

– Mi padre decía que hacer daño a la gente está mal, aunque sea mala gente. Porque no saben hacerlo mejor y porque la mala gente a veces acaba siendo buena.

– No siempre, Sohrab. -Me lanzó una mirada inquisitiva-. Yo conocía desde hace mucho tiempo al hombre que te hizo daño -le conté-. Supongo que te lo imaginarías, por la conversación que mantuvimos. Él… él intentó hacerme daño en una ocasión cuando yo tenía tu edad, pero tu padre me salvó. Tu padre era muy valiente, siempre me salvaba de las situaciones peligrosas, siempre daba la cara por mí. Y hubo un día en que un niño malo le hizo daño a tu padre, de una manera muy mala, y yo… yo no pude salvar a tu padre como él me había salvado a mí.

– ¿Por qué la gente quería hacerle daño a mi padre? -me preguntó Sohrab con vocecilla jadeante-. Él nunca fue malo con nadie.

– Tienes razón. Tu padre fue un hombre bueno. Pero lo que intento explicarte, Sohrab jan, es que en este mundo hay gente mala, y hay personas malas que nunca dejan de serlo. Y a veces no queda más remedio que enfrentarse a ellas. Lo que tú le hiciste a aquel hombre es lo que yo debería haberle hecho hace muchos años. Le diste su merecido, y aún se merecía más.

– ¿Crees que mi padre se siente defraudado por mí?

– Sé que no -le aseguré-. Me salvaste la vida en Kabul. Sé que se siente muy orgulloso de ti por eso.

Se secó la cara con la manga de la camisa, haciendo estallar una burbuja de saliva que se le había formado entre los labios. Se tapó el rostro con las manos y lloró durante un buen rato antes de volver a hablar.

– Echo de menos a mi padre, y a mi madre también -gimió-. Y echo de menos a Sasa y a Rahim Kan Sahib. Aunque a veces me alegro de que no…, de que ya no estén aquí.

– ¿Por qué? -Le acaricié el hombro. Se retiró.

– Porque… -empezó, jadeando y respirando con dificultad entre sollozos-, porque no quiero que me vean… Estoy muy sucio… -Inspiró hondo y soltó todo el aire en forma de un llanto prolongado y desgarrador-. Estoy sucio y lleno de pecado.

– Tú no estás sucio, Sohrab.

– Esos hombres…

– Tú no estás sucio en absoluto.

– … hicieron cosas… El hombre malo y los otros dos… hicieron cosas…, me hicieron cosas.

– Tú no estás sucio ni lleno de pecado. -Volví a acariciarle el brazo y se retiró de nuevo. Intenté cogerlo otra vez, delicadamente, y atraerlo hacia mí-. No te haré daño -susurré-. Te lo prometo.

Se resistió un poco. Fue soltándose. Dejó que lo atrajera hacia mí y descansó su cabeza sobre mi pecho. Su cuerpecito se convulsionaba entre mis brazos a cada sollozo que daba.

Entre las personas que se crían de un mismo pecho existen lazos de hermandad. En aquellos momentos, mientras el dolor del niño me empapaba la camisa, vi que esos lazos habían surgido también entre nosotros. Lo que había sucedido en aquella habitación con Assef nos había unido de manera irremediable.

Durante días había estado buscando el momento adecuado para preguntar. La pregunta llevaba tiempo dándome vueltas en la cabeza, impidiéndome dormir. Decidí que aquél era el momento, allí, con las luces de la casa de Dios reflejándose sobre nosotros.

– ¿Te gustaría ir a vivir a América conmigo y con mi mujer?

No respondió. Siguió sollozando en mi camisa y dejé que continuara haciéndolo.

Durante una semana ninguno de los dos hizo ningún comentario sobre mi proposición, como si la pregunta jamás hubiese sido formulada. Un día, Sohrab y yo tomamos un taxi para ir al mirador de Daman-e-Koh, que se encuentra en la ladera de las montañas Margalla y desde el cual se disfruta de una vista panorámica de Islamabad, con sus filas de avenidas limpias y flanqueadas por árboles y casas blancas. El conductor nos explicó que desde allí se podía ver el palacio presidencial.

– Si ha llovido y la atmósfera está limpia, se ve incluso Rawalpindi -dijo.

Veía sus ojos por el espejo retrovisor, saltando de Sohrab a mí, de mí a Sohrab. También veía mi cara reflejada. No estaba ya tan inflamada, pero había adquirido un tono amarillento debido al amplio surtido de moratones descoloridos.

Tomamos asiento en un banco que había a la sombra de un gomero, en una zona de picnic. Era un día caluroso. El sol lucía en lo alto de un cielo azul topacio. En los bancos cercanos, las familias comían samosas y pakoras. En una radio sonaba una canción hindú que creí recordar de una película antigua, quizá Pakeeza. Los niños, muchos de ellos de la edad de Sohrab, corrían detrás de balones de fútbol, reían y gritaban. Pensé en el orfanato de Karteh-Seh y en la rata que se había escurrido entre mis pies en el despacho de Zaman. Sentí una opresión en el pecho provocada por el inesperado ataque de rabia que me sobrevino al pensar en cómo mis compatriotas estaban destruyendo su propio país.

– ¿Qué pasa? -me preguntó Sohrab. Forcé una sonrisa y le dije que no tenía importancia.

Extendimos una de las toallas de baño del hotel sobre la mesa de picnic y jugamos al panjpar. Se estaba bien allí, acompañado por el hijo de mi hermanastro, jugando a las cartas, con el calor del sol acariciándome la nuca. Terminó la canción y empezó otra, una que no conocía.

– Mira -dijo Sohrab señalando el cielo con sus cartas. Levanté la cabeza y vi un halcón que trazaba círculos en el cielo infinito y despejado.

– No sabía que hubiese halcones en Islamabad -comenté.

– Yo tampoco -dijo él siguiendo con la mirada el vuelo circular del ave-. ¿Los hay donde vives tú?

– ¿En San Francisco? Supongo que sí. Pero no puedo decir que haya visto muchos.

– Oh -dijo.

Yo esperaba que siguiese formulándome preguntas, pero jugó otra mano y luego me preguntó si podíamos comer ya. Abrí la bolsa de papel y le pasé su bocadillo de carne. Mi comida consistía en un tazón de batido de plátano y naranja (le había alquilado la batidora a la señora Fayyaz durante una semana). Sorbí con la ayuda de la pajita y se me llenó la boca del sabor dulce del batido de fruta. Se me derramó un poco por la comisura de los labios. Sohrab me dio una servilleta y observó cómo me secaba la boca con pequeños golpecitos. Le sonreí y él me devolvió la sonrisa.

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