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Cuando me desperté, la habitación estaba más oscura. El pedazo de cielo que asomaba entre las cortinas era del color púrpura que el crepúsculo presenta al anochecer. Las sábanas estaban empapadas y me palpitaba el corazón. Había vuelto a soñar, pero no recordaba qué.

Cuando miré la cama de Sohrab y la encontré vacía, el corazón me dio un vuelco y sentí náuseas. Lo llamé. El sonido de mi propia voz me sorprendió. Me sentía desorientado, en la habitación oscura de un hotel, a miles de kilómetros de casa, con el cuerpo roto, pronunciando el nombre de un niño al que conocía desde hacía sólo unos días. Volví a llamarlo y no oí nada. Salí de la cama a duras penas, miré en el baño y en el estrecho pasillo fuera de la habitación. Se había ido.

Cerré la puerta con llave y me dirigí a la recepción, agarrándome en todo momento a la barandilla para no caer. A un lado del mostrador había una palmera artificial llena de polvo. El papel pintado tenía un estampado de flamencos rosas. El director del hotel, el señor Fayyaz, estaba leyendo un periódico detrás del mostrador de fórmica. Le describí a Sohrab y le pregunté si lo había visto. El hombre dejó el periódico y se quitó las gafas. Tenía el cabello grasiento y un pequeño bigote rectangular salpicado de canas. Olía vagamente a una fruta tropical que no pude identificar.

– Niños… Les gusta dar vueltas por ahí… -dijo suspirando-. Yo tengo tres. Se pasan el día por ahí, preocupando a su madre. -Se abanicaba con el periódico y me miraba la boca fijamente.

– No creo que haya salido a dar una vuelta -objeté-. No somos de aquí. Temo que haya podido perderse.

Sacudió entonces la cabeza de lado a lado.

– En ese caso debería haberlo vigilado, señor.

– Lo sé. Pero me he quedado dormido, y cuando me he despertado, había desaparecido.

– Los niños deben estar siempre controlados.

– Sí, lo sé -repuse.

Notaba que se me aceleraba el pulso. ¿Cómo podía ser tan insensible a mi inquietud? Se cambió el periódico de mano y siguió abanicándose.

– Ahora quieren una bicicleta.

– ¿Quiénes?

– Mis hijos -contestó-. No dejan de repetir: «Papá, papá, por favor, cómpranos una bicicleta y no te molestaremos más. ¡Por favor, papá!» -Resopló brevemente por la nariz-. Una bicicleta. Su madre me mataría, se lo juro.

Me imaginé a Sohrab en una zanja. O en el maletero de un coche, amordazado y atado. No quería mancharme las manos con su sangre. Con la suya no.

– Por favor… -dije. Forcé la vista. Leí el pequeño distintivo con su nombre que llevaba en la solapa de la camisa azul de manga corta-. ¿Lo ha visto, señor Fayyaz?

– ¿Al niño?

– ¡Sí, al niño! -grité-. Al niño que venía conmigo. ¿Lo ha visto o no, por el amor de Dios?

Dejó de abanicarse y entornó los ojos.

– No se haga el listo conmigo, amigo. No soy yo quien lo ha perdido.

Que tuviese razón no evitó que me subieran los colores a la cara.

– Es cierto. Es culpa mía. Pero ¿lo ha visto?

– Lo siento -dijo secamente. Volvió a ponerse las gafas y abrió con rabia el periódico-. No he visto a ningún niño. -Permanecí otro minuto inmóvil en el mostrador, intentando no gritar. Cuando me disponía a abandonar el vestíbulo, me preguntó-: ¿Se le ocurre dónde puede haber ido?

– No -respondí. Me sentía agotado. Agotado y asustado.

– ¿Tiene un interés particular por algo? -dijo. Vi que había doblado el periódico-. Mis hijos, por ejemplo, harían cualquier cosa por una película de acción americana, sobre todo por las de ese tal Arnold Nosequénegger…

– ¡La mezquita! -exclamé-. La gran mezquita.

Recordé cómo la mezquita había sacado a Sohrab de su estupor cuando pasamos junto a ella, cómo se había asomado por la ventanilla para mirarla.

– ¿Sah Faisal?

– Sí. ¿Puede llevarme allí?

– ¿Sabe que es la mezquita más grande del mundo? -inquirió.

– No, pero…

– Sólo el patio puede albergar a cuarenta mil personas.

– ¿Puede llevarme allí?

– Está sólo a un kilómetro de aquí -dijo, aunque ya estaba saliendo de detrás del mostrador.

– Le pagaré por el desplazamiento -afirmé.

Suspiró y sacudió la cabeza.

– Espere aquí.

Desapareció por una puerta y regresó con otro par de gafas y unas llaves. Una mujer bajita y regordeta vestida con un sari de color naranja lo seguía. Ella ocupó el lugar que el hombre dejaba vacante detrás del mostrador.

– No aceptaré el dinero -dijo, haciendo un gesto con la mano-. Lo acompaño hasta allí porque soy padre, como usted.

Pensé que acabaríamos dando vueltas por la ciudad hasta que cayera la noche. Me veía llamando a la policía, describiendo a Sohrab bajo la mirada de reproche de Fayyaz. Ya oía al oficial, con voz cansada y sin ningún interés, formulándome las preguntas de rigor. Y más allá de las preguntas oficiales, una no oficial: ¿a quién demonios le importa otro niño afgano muerto? Y, sobre todo, un hazara.

Pero dimos con él a unos cien metros de la mezquita. Estaba sentado en el aparcamiento, en medio de una rotonda de césped. Fayyaz se acercó a la rotonda y me ayudó a bajar.

– Tengo que regresar -dijo.

– No se preocupe. Volveremos caminando -repuse-. Gracias, señor Fayyaz. De verdad.

Cuando salí, apoyó el brazo en el respaldo del asiento que yo acaba de dejar y me miró a los ojos.

– ¿Puedo decirle una cosa?

– Por supuesto.

En la oscuridad del crepúsculo, su cara quedaba reducida a un par de gafas que reflejaban la luz mortecina.

– Lo que les ocurre a ustedes los afganos es que… Bueno, su gente es un poco temeraria.

Estaba cansado y me dolía todo. Las mandíbulas me daban punzadas. Y las malditas heridas del pecho y el abdomen eran como una alambrada bajo la piel. No obstante, a pesar de todo, me eché a reír.

– ¿Qué…, qué es lo que…? -comenzó a balbucear Fayyaz, pero yo estaba ya desternillándome, ahogado por las risotadas que luchaban por salir de mi boca llena de hierros-. Gente loca… -dijo.

Cuando arrancó, los neumáticos chirriaron y vi las luces traseras, un destello de rojo en la luz del atardecer.

– Me has dado un buen susto -le dije a Sohrab. Me senté a su lado e hice una mueca de dolor al agacharme.

Estaba contemplando la mezquita. La mezquita de Sah Faisal tenía la forma de una tienda gigante. Los coches iban y venían; los fieles, vestidos de blanco, entraban y salían. Nos sentamos en silencio, yo apoyado en un árbol, Sohrab a mi lado, con las rodillas pegadas al pecho. Oímos la llamada a la oración y vimos cómo, en cuanto desapareció la luz del día, se encendían los cientos de luces del edificio. La mezquita brillaba como un diamante en la oscuridad. Iluminaba el cielo y la cara de Sohrab.

– ¿Has estado alguna vez en Mazar-i-Sharif? -me preguntó Sohrab con la barbilla apoyada en las rodillas.

– Hace mucho tiempo. No me acuerdo muy bien.

– Mi padre me llevó allí cuando era pequeño. Fueron también mi madre y Sasa. Mi padre me compró un mono en el bazar. No un mono de verdad, sino de ésos que se inflan. Era marrón y llevaba una corbata de lazo.

– Creo que de niño yo también tuve uno de ésos.

– Mi padre me llevó a la Mezquita Azul, a la tumba de Hazrat Alí -dijo Sohrab-. Recuerdo que fuera del masjid había muchas palomas y que no tenían miedo de la gente. Iban directas a nosotros. Sasa me dio trocitos de naan, yo los lancé al suelo y en un momento estuve rodeado de palomas que picoteaban sin parar. Fue divertido.

– Debes de echar mucho de menos a tus padres -apunté. Me preguntaba si habría visto a los talibanes arrastrar a sus padres hasta la calle. Esperaba que no hubiese sido así.

– ¿Echas tú de menos a tus padres? -inquirió, apoyando la mejilla en las rodillas y levantando la vista para mirarme.

– ¿Si echo de menos a mis padres? Bueno…, a mi madre no la conocí. Mi padre murió hace unos años… y sí, lo echo de menos. A veces mucho.

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