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– Recuerda una cosa -dijo, hablándome por encima del hombro-. El aspecto mejorará en pocos días. Mi yerno sufrió un accidente de ciclomotor el año pasado. Arrastró por el asfalto su preciosa cara y se le quedó morada como una berenjena. Ahora vuelve a estar perfecto, parece una estrella de Lollywood.

A pesar de sus palabras tranquilizadoras, mirarme al espejo y ver la cosa que pretendía ser mi cara me dejó durante un rato sin respiración. Parecía como si alguien hubiera colocado debajo de mi piel la boquilla de una bomba de aire y hubiese bombeado. Tenía los ojos hinchados y azules, pero lo peor de todo era la boca, un borrón grotesco de morado y rojo, cardenales y puntos de sutura. Intenté sonreír y una punzada de dolor me sacudió los labios. No volvería a hacerlo durante un tiempo. Tenía puntos en la mejilla izquierda, debajo de la barbilla y en la frente, justo debajo de las raíces del pelo.

El anciano de la pierna escayolada dijo algo en urdu. Lo miré encogiéndome de hombros y sacudí negativamente la cabeza. Señaló su cara, se dio unos golpecitos y me regaló una ancha sonrisa, una sonrisa desdentada.

– Muy bien -dijo en inglés-. Inshallah.

– Gracias -susurré.

Farid y Sohrab llegaron justo cuando dejé el espejo. Sohrab tomó asiento en su taburete y apoyó la cabeza en los barrotes de la cama.

– ¿Sabes? Creo que cuanto antes te saquemos de aquí, mejor -dijo Farid.

– Dice el doctor Faruqi…

– No me refiero del hospital, sino de Peshawar.

– ¿Por qué?

– No creo que puedas seguir estando seguro aquí durante mucho tiempo -respondió Farid. Luego bajó el tono de voz-. Los talibanes tienen amigos en esta ciudad. Empezarán a buscarte.

– Tal vez lo hayan hecho ya -murmuré, pensando en el hombre barbudo que había entrado en la habitación y se había quedado mirándome.

Farid se inclinó hacia mí.

– Tan pronto como puedas caminar te llevaré a Islamabad. Tampoco allí estarás completamente seguro, en Pakistán no hay ningún lugar que lo sea, pero estarás mejor que aquí. Al menos ganarás un poco de tiempo.

– Farid jan, esto tampoco puede ser seguro para ti. Tal vez no deberían verte conmigo. Tienes una familia de la que cuidar.

Farid me indicó con un gesto de la mano que no me preocupara.

– Mis hijos son pequeños, pero muy juiciosos. Saben cuidar de sus madres y de sus hermanas. -Sonrió-. Además, no he dicho en ningún momento que vaya a hacerlo gratis.

– Tampoco yo lo permitiría -dije. Me olvidé de que no podía sonreír y lo intenté. Cayó un hilillo de sangre por la barbilla-. ¿Puedo pedirte un favor más?

– Por ti lo haría mil veces más -respondió Farid.

Y tan sólo de oír pronunciar aquella frase, me eché a llorar. Busqué con dificultad una bocanada de aire. Las lágrimas rodaban por mis mejillas y me causaban escozor cuando llegaban a los labios, que estaban en carne viva.

– ¿Qué sucede? -me preguntó Farid alarmado.

Me tapé la cara con una mano y levanté la otra. Sabía que la habitación entera me miraba. Después me sentí agotado, vacío.

– Lo siento -dije. Sohrab me observaba con el entrecejo fruncido. Cuando fui capaz de recuperar el habla, le expliqué a Farid lo que quería de él-. Rahim Kan me dijo que la pareja de americanos vivía aquí, en Peshawar.

– Será mejor que me anotes los nombres -dijo Farid contemplándome con cautela, como esperando que en cualquier momento fuera a atenazarme otra explosión de llanto. Garabateé los nombres en un pedazo de servilleta de papel.

– John y Betty Caldwell.

Farid se guardó el trozo de papel en el bolsillo.

– Los buscaré enseguida -dijo, y se volvió hacia Sohrab-. En cuanto a ti, te recogeré a última hora de la tarde. No canses mucho a Amir agha.

Pero Sohrab se había acercado a la ventana, donde media docena de palomas paseaban de un lado al otro del alféizar, picoteando la madera y algunas migas de pan duro.

En el cajón del medio de la mesilla había un número antiguo de la revista National Geographic, un lápiz con la punta mordisqueada, un peine al que le faltaban púas y lo que andaba buscando en aquel momento mientras el sudor me resbalaba por la cara debido al esfuerzo: una baraja de cartas. Ya las había contado en otro momento y, para mi sorpresa, la baraja estaba completa. Le pregunté a Sohrab si quería jugar. No esperaba que me respondiera, y mucho menos que jugase. Había permanecido en silencio desde que habíamos huido de Kabul. Sin embargo, se volvió desde la ventana y dijo:

– A lo único que sé jugar es al panjpar.

– Lo siento por ti, porque soy un gran maestro del panjpar, famoso en el mundo entero. -Tomó asiento en el taburete y le di cinco cartas-. Cuando tu padre y yo teníamos tu edad, jugábamos mucho a este juego. Sobre todo en invierno, cuando nevaba y no podíamos salir. Jugábamos hasta que se ponía el sol.

Jugó una carta y cogió otra del mazo. Yo le lanzaba miradas furtivas mientras él estudiaba sus cartas. Era como su padre en muchos aspectos: la manera de sostener el abanico de cartas con las dos manos, la forma de entornar los ojos para estudiarlas, el modo de mirar de vez en cuando directamente a los ojos…

Jugamos en silencio. Gané la primera partida, le dejé ganar la siguiente y perdí las demás sin trampa ni cartón.

– Eres tan bueno como tu padre, tal vez incluso mejor -comenté después de perder por última vez-. Yo le ganaba a veces, pero creo que me dejaba ganar. -Hice una pausa antes de decir-: A tu padre y a mí nos crió la misma mujer.

– Lo sé.

– ¿Qué… qué te explicó sobre nosotros?

– Que fuiste el mejor amigo que tuvo en su vida -contestó.

Giré entre los dedos la jota de diamantes y la lancé al aire.

– No fui tan buen amigo -dije-. Pero me gustaría ser tu amigo. Creo que podría ser un buen amigo tuyo. ¿No crees que estaría bien? ¿Te gustaría?

Le puse la mano en el brazo, con cautela, pero él lo apartó, tiró las cartas y se levantó del taburete. Se dirigió de nuevo hacia la ventana. El sol se ponía en Peshawar y el cielo estaba inundado de franjas rojas y violetas. En la calle se oían bocinazos, el rebuzno de un asno, el silbato de un policía… Sohrab siguió con la frente apoyada en el cristal, rodeado de aquella luz carmesí, con los puños escondidos bajo las axilas.

Aisha dio instrucciones a un auxiliar para que aquella noche me ayudara a dar mis primeros pasos. Di una única vuelta a la habitación, sujetándome con una mano al portagoteros y con la otra al antebrazo del auxiliar. Tardé diez minutos en acostarme de nuevo, y transcurrido ese tiempo la herida abdominal me daba enormes punzadas y estaba empapado de sudor. Me quedé tendido en la cama, jadeante; los latidos del corazón me martilleaban en los oídos y pensé en lo mucho que echaba de menos a mi esposa.

Sohrab y yo pasamos prácticamente todo el día siguiente jugando al panjpar, en silencio, como siempre. Y el día siguiente. Apenas hablábamos, nos limitábamos a jugar, yo incorporado en la cama y él sentado en el taburete de tres patas. La rutina se interrumpía únicamente cuando yo daba mi paseo por la habitación o iba al baño, que estaba al final del pasillo. Aquella noche tuve un sueño. Soñé que Assef estaba en la puerta de mi habitación del hospital con la bola de acero todavía incrustada en la cuenca del ojo.

– Tú y yo somos iguales -decía-. Te criaste con él, pero eres mi gemelo.

A primera hora del día siguiente le dije a Armand que me iba.

– Aún es pronto para el alta -protestó él. Aquel día no llevaba la bata, sino que iba vestido con un traje azul marino y corbata amarilla. Tenía el pelo engominado-. Sigues en tratamiento con antibióticos por vía intravenosa y…

– Debo irme -dije-. Aprecio lo que has hecho por mí, lo que habéis hecho todos vosotros. De verdad. Pero tengo que marcharme.

– ¿Adónde vas? -me preguntó Armand.

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