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– Digamos que ambos recibimos lo que nos merecíamos -contesté. Farid asintió con la cabeza y no indagó más. Se me ocurrió que en algún momento de nuestro viaje desde Peshawar a Afganistán nos habíamos hecho amigos-. Yo también quería preguntarte una cosa.

– ¿Qué?

No quería preguntarlo. Temía la respuesta.

– ¿Rahim Kan?

– Se ha ido.

Mi corazón dio un brinco.

– ¿Está…

– No, sólo… se ha ido. -Me entregó un pedazo de papel doblado y una pequeña llave-. El propietario me lo dio cuando fui a buscarlo. Dijo que Rahim Kan se había ido al día siguiente de que nos fuéramos nosotros.

– ¿Adónde ha ido?

Farid se encogió de hombros.

– El propietario no sabía nada. Dijo que Rahim Kan había dejado la carta y la llave para ti y que se había ido. -Comprobó la hora en el reloj-. Será mejor que me vaya. Bia, Sohrab.

– ¿Podrías dejarlo aquí y pasar a recogerlo más tarde? -Me volví hacia Sohrab y le pregunté-: ¿Quieres quedarte conmigo un rato?

El niño se encogió de hombros y no dijo nada.

– Naturalmente -respondió Farid-. Lo recogeré antes del namaz del atardecer.

En mi habitación había tres pacientes más. Dos hombres mayores -uno con la pierna escayolada, el otro un asmático que respiraba con dificultad- y un muchacho de quince o dieciséis años que había sido intervenido de apendicitis. El hombre de la pierna escayolada nos miraba fijamente, sin pestañear; su mirada pasaba de mí al niño hazara que estaba sentado en un taburete. Las familias de mis compañeros de habitación (mujeres mayores vestidas con shalwar-kameezes de colores chillones, niños y hombres tocados con casquete) entraban y salían constantemente. Llegaban cargados de pakoras, naan, samosa, biryani. Algunos se limitaban a pasear por la habitación, como el hombre alto y barbudo que había llegado justo antes de que lo hiciesen Farid y Sohrab. Iba envuelto en un manto marrón. Aisha le preguntó algo en urdu. Él, sin prestarle la más mínima atención, se dedicó a escudriñar la estancia. Pensé que a mí me miraba más de lo necesario. Cuando la enfermera volvió a dirigirse a él, dio media vuelta y se largó.

– ¿Cómo estás? -le pregunté a Sohrab. El niño se encogió de hombros y se miró las manos-. ¿Tienes hambre? Esa señora de ahí me ha traído un plato de biryani, pero no puedo comerlo. -No sabía qué decirle-. ¿Lo quieres? -Sacudió la cabeza negativamente-. ¿Te apetece hablar?

Volvió a sacudir la cabeza.

Permanecimos así un rato, en silencio; yo incorporado en la cama, con dos almohadas en la espalda, y Sohrab sentado junto a mí en el taburete de tres patas. En algún momento me quedé dormido y cuando me desperté la luz del día había perdido intensidad, las sombras eran más grandes y Sohrab seguía sentado a mi lado. Continuaba con la cabeza baja, mirando sus manitas encallecidas.

Aquella noche, después de que Farid recogiera a Sohrab, desdoble la carta de Rahim Kan. Había retrasado al máximo el momento de leerla. Decía así:

Amir jan:

Inshallah hayas recibido esta carta sano y salvo. Rezo por no haberte puesto en el camino del mal y por que Afganistán se haya mostrado amable contigo. Has estado presente en mis oraciones desde el día de tu partida.

Tenías razón de sospechar que yo lo sabía. Sí, lo sabía. Hassan me lo contó poco después de que sucediese. Lo que hiciste estuvo mal, Amir jan, pero no olvides que cuando los hechos sucedieron tú eras un niño. Un niño con problemas. Por aquel entonces eras demasiado duro contigo mismo, y sigues siéndolo…, lo vi en tu mirada en Peshawar. Pero espero que prestes atención a lo siguiente: el hombre sin conciencia, sin bondad, no sufre. Espero que tu sufrimiento llegue a su fin con este viaje a Afganistán.

Amir jan, me siento avergonzado por las mentiras que te contamos. Tenías todos los motivos para enfadarte en Peshawar. Tenías derecho a saberlo. Igual que Hassan. Sé que esto no absuelve a nadie de nada, pero el Kabul donde vivimos en aquella época era un mundo extraño, un mundo en el que ciertas cosas importaban más que la verdad.

Amir jan, sé lo duro que fue tu padre contigo cuando eras pequeño. Vi cómo sufrías y suspirabas por su cariño, y mi corazón padecía por ti. Pero tu padre era un hombre partido en dos mitades, Amir jan: tú y Hassan. Os quería a los dos, pero no podía querer a Hassan como le habría gustado, abiertamente, como un padre. Así que se desquitó contigo… Amir, la mitad socialmente legítima, la mitad que representaba las riquezas que había heredado y los privilegios que las acompañaban, como, por ejemplo, que sus pecados quedaran impunes. Cuando te veía, se veía a sí mismo. Y su sentimiento de culpa. Estás todavía excesivamente enfadado y me doy cuenta de que es muy pronto para esperar que lo aceptes, pero tal vez algún día comprendas que cuando tu padre era duro contigo, estaba también siendo duro consigo mismo. Tu padre, igual que tú, era un alma torturada, Amir jan.

Soy incapaz de describirte la profundidad y la oscuridad del dolor que me invadió cuando me enteré de su fallecimiento. Lo quería porque era mi amigo, pero también porque era un buen hombre, tal vez incluso un gran hombre. Y eso es lo que quiero que entiendas, que el remordimiento de tu padre corroboró esa bondad, esa bondad de verdad. A veces pienso que todo lo que hizo, dar de comer a los pobres de la calle, construir el orfanato, dejar dinero a los amigos necesitados…, era su forma de redimirse. Y en eso, creo, consiste la auténtica redención, Amir jan: en el sentimiento de culpa que desemboca en la bondad.

Sé que al final Dios perdonará. Perdonará a tu padre, a mí, y a ti también. Espero que puedas hacer tú lo mismo. Perdonar a tu padre. Perdonarme a mí. Y lo más importante, perdonarte a ti mismo.

Te he dejado algún dinero; de hecho, prácticamente todo lo que tengo. Supongo que cuando regreses aquí tendrás que afrontar algunos gastos; ese dinero debería ser suficiente para cubrirlos. El dinero se encuentra en una caja de seguridad de un banco de Peshawar. Farid sabe cuál. Ésta es la llave.

En cuanto a mí, es hora de marcharme. Me queda poco tiempo y deseo pasarlo solo. No me busques, por favor. Es lo último que te pido.

Te dejo en manos de Dios.

Tu amigo para siempre,

Rahim

Me restregué los ojos con la manga del camisón del hospital. Doblé la carta y la guardé debajo del colchón.

«Amir, la mitad socialmente legítima, la mitad que representaba las riquezas que había heredado y los privilegios que las acompañaban, como, por ejemplo, que sus pecados quedaran impunes.» Me preguntaba si tal vez habría sido ése el motivo por el que Baba y yo nos habíamos llevado mucho mejor en Estados Unidos. Vender chatarra a cambio de dinero para nuestros pequeños gastos domésticos y para pagar nuestro mugriento piso… La versión norteamericana de una cabaña; tal vez en América, cuando Baba me miraba, veía en mí un poquito de Hassan.

«Tu padre, igual que tú, era un alma torturada», había escrito Rahim Kan. Tal vez sí. Ambos habíamos pecado y traicionado. Pero Baba había descubierto una manera de generar bien a partir de su remordimiento. Sin embargo, ¿qué había hecho yo, excepto descargar mi culpa sobre la persona a la que había traicionado y luego intentar olvidarlo todo? ¿Qué había hecho yo, excepto convertirme en un insomne?

¿Qué había hecho yo para arreglar la situación?

Cuando entró la enfermera, jeringa en mano (no Aisha, sino una mujer pelirroja cuyo nombre no recuerdo), y me preguntó si necesitaba una inyección de morfina, le dije que sí.

Me retiraron el tubo del pecho a primera hora de la mañana siguiente y Armand autorizó al personal para que me permitieran beber un poco de zumo de manzana. Cuando Aisha dejó el vaso de zumo en la mesita que había junto a la cama, le pedí que me dejara un espejo. Se subió las bifocales a la frente y descorrió la cortina para que la luz del sol matinal inundara la habitación.

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