Sí. Cuando Baba tenía seis años, un ladrón entró en la casa de mi abuelo en plena noche. Mi abuelo, un respetado juez, le plantó cara y el ladrón le dio una puñalada en la garganta, provocándole la muerte instantánea… y robándole un padre a Baba. Un grupo de ciudadanos capturó al día siguiente al asesino, que resultó ser un vagabundo de la región de Kunduz. Cuando todavía faltaban dos horas para la oración de la tarde, lo colgaron de la rama de un roble. Fue Rahim Kan, no Baba, quien me explicó esa historia. Siempre me enteraba a través de otras personas de las cosas relacionadas con Baba.
– No existe acto más miserable que el robo -dijo Baba-. El hombre que toma lo que no es suyo, sea una vida o una rebanada de naan…, maldito sea. Y si alguna vez se cruza en mi camino, que Dios lo ayude. ¿Me entiendes?
La idea de que Baba le propinara una paliza al ladrón me resultaba tan estimulante como increíblemente aterradora.
– Sí, Baba.
– Si existe un Dios, espero que tenga cosas más importantes que hacer que ocuparse de que yo beba whisky o coma cerdo. Y ahora vete. Tanto hablar me ha dado sed.
Observé cómo llenaba el vaso en el bar. Mientras, me preguntaba cuánto tiempo transcurriría hasta que habláramos de nuevo como acabábamos de hacerlo. Porque la verdad era que sentía como si Baba me odiara un poco. Y no era de extrañar. Al fin y al cabo, era yo quien había matado a su amada esposa, a su hermosa princesa, ¿no? Lo menos que podía haber hecho era haber tenido la decencia de salir algo más a él. Pero no había salido a él. En absoluto.
En el colegio solíamos jugar a un juego llamado Sherjangi, o «batalla de los poemas». El profesor de farsi actuaba de moderador y la cosa funcionaba más o menos así: tú recitabas un verso de un poema y tu contrincante disponía de sesenta segundos para responder con otro que empezara con la misma letra con que acababa el tuyo. Todos los de la clase me querían en su equipo porque a los once años era capaz de recitar docenas de versos de Khayyam, Hafez o el famoso Masnawi de Rumi. En una ocasión, competí contra toda la clase y gané. Se lo conté a Baba esa misma noche y se limitó a asentir con la cabeza y murmurar: «Bien.»
Así fue como escapé del distanciamiento de mi padre, con los libros de mi madre muerta. Con ellos y con Hassan, por supuesto. Lo leía todo, Rumi, Afees, Saadi, Victor Hugo, Julio Verne, Mark Twain, Ian Fleming. Cuando acabé con los libros de mi madre (no con los aburridos libros de Historia, pues ésos nunca me gustaron mucho, sino con las novelas, los poemas), empecé a gastar mi paga en libros. Todas las semanas compraba un ejemplar en la librería que había cerca del Cinema Park, y en cuanto me quedé sin espacio en las estanterías, comencé a almacenarlos en cajas de cartón.
Naturalmente, una cosa era estar casado con una poetisa…, pero ser padre de un hijo que prefería enterrar la cara en libros de poesía a ir de caza… Supongo que no era ésa la idea que se había hecho Baba. Los hombres de verdad no leían poesía ¡y Dios prohibía incluso que la escribieran! Los hombres de verdad, los muchachos de verdad, jugaban a fútbol, igual que había hecho Baba de joven. Y en aquellos momentos el fútbol era algo por lo que apasionarse. En 1970, Baba decidió darse un descanso en la construcción del orfanato y volar hasta Teherán con el fin de instalarse un mes entero para ver el Mundial por televisión, ya que en aquella época aún no había tele en Afganistán. Me apuntó a diversos equipos de fútbol para encender mi pasión por ese deporte. Pero yo era muy malo, un estorbo continuo para mi equipo, siempre interceptando buenos pases dirigidos a otros u obstaculizando sin querer la carrera de algún compañero. Me arrastraba por el campo con mis piernas flacuchas y gritaba para que me pasaran el balón, que nunca llegaba. Y cuanto más lo intentaba y sacudía frenéticamente los brazos por encima de la cabeza y berreaba «¡Estoy solo! ¡Estoy solo!», más me ignoraban. Pero Baba no se daba por vencido. Cuando resultó evidente que yo no había heredado ni una pizca de su talento deportivo, se propuso convertirme en un espectador apasionado. La verdad es que podía haberlo hecho…, ¿no? Yo fingí interés todo el tiempo que pude. Me unía a sus vítores cuando el equipo de Kabul marcaba un gol contra el Kandahar e insultaba al árbitro cuando señalaba un
penalti contra nuestro
equipo. Pero Baba intuyó mi falta de afición real y se resignó a la cruda realidad de que su hijo nunca jugaría ni vería el fútbol con interés.
A los nueve años, Baba me llevó al torneo anual de Buzkashi, que tenía lugar el primer día de primavera, el día de Año Nuevo. El Buzkashi era, y sigue siendo, la pasión nacional de Afganistán. Un chapandaz, un jinete tremendamente habilidoso, patrocinado normalmente por ricos aficionados, debe conseguir arrebatarle una cabra o el esqueleto de una res a una melé, cargar con el esqueleto, dar una vuelta completa al estadio a todo galope y lanzarlo en un círculo de puntuación. Mientras, un equipo compuesto por otros chapandaz lo
persigue y echa mano de todos los recursos (patadas, arañazos, latigazos, golpes) para arrebatarle el esqueleto. Recuerdo de aquel día los gritos excitados de la multitud mientras los jinetes del campo vociferaban sus consignas de guerra y luchaban a brazo partido por el cadáver envueltos en una nube de polvo. El estrépito de los cascos hacía temblar el suelo. Desde las gradas superiores observábamos a los jinetes correr a todo galope, protestando y gritando. Los caballos echaban espuma por la boca.
En un momento dado, Baba señaló a alguien.
– Amir, ¿ves a aquel hombre que está sentado en medio de ese corro?
Lo veía.
– Es Henry Kissinger.
– Oh -dije.
No sabía quién era Henry Kissinger, y debía haberlo preguntado. Pero lo que yo miraba en aquel instante era un chapandaz que caía de la silla y rodaba de un lado a otro bajo una veintena de cascos como si fuese una muñeca de trapo. Finalmente, cuando la melé pasó de largo, el cuerpo dejó de dar vueltas. Se retorció una vez más y se quedó inmóvil. Tenía las piernas dobladas en ángulos antinaturales y un charco de sangre empapaba la arena.
Me eché a llorar.
Lloré durante todo el camino de vuelta a casa. Recuerdo a Baba apretando con fuerza el volante. Apretándolo y soltándolo. Sobre todo, nunca olvidaré sus denodados esfuerzos por esconder su expresión de disgusto mientras conducía en silencio.
Esa noche, a última hora, pasé junto al despacho de mi padre y oí que hablaba con Rahim Kan. Presioné el oído contra la puerta cerrada.
– …agradecido de que está sano -decía Rahim Kan.
– Lo sé, lo sé. Pero siempre está enterrado entre esos libros o dando vueltas por la casa como si estuviese perdido en algún sueño.
– ¿Y?
– Yo no era así. -Baba parecía frustrado, casi enfadado.
Rahim Kan se echó a reír.
– Los niños no son cuadernos para colorear. No los puedes pintar con tus colores favoritos.
– Te lo aseguro -dijo Baba-, yo no era así en absoluto, ni tampoco ninguno de los niños junto a los que me crié.
– ¿Sabes? A veces pienso que eres el hombre más egocéntrico que conozco -replicó Rahim Kan. Era la única persona que yo conocía capaz de decirle algo así a Baba.
– No tiene nada que ver con eso.
– ¿No?
– No.
– ¿Entonces con qué?
Oí que el sofá de piel de Baba crujía cuando cambió de posición. Cerré los ojos y presioné la oreja con más fuerza contra la puerta; por una parte quería escuchar, por otra no.
– A veces miro por esta ventana y lo veo jugar en la calle con los niños del vecindario. Lo empujan, le quitan los juguetes, le dan codazos, golpes… ¿Y sabes? Nunca se defiende. Nunca. Se limita a…, agacha la cabeza y…
– Por lo tanto, no es violento -dijo Rahim Kan.
– No me refiero a eso, Rahim, y lo sabes -contraatacó Baba-. A ese chico le falta algo.