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Le di otro mordisco al bocadillo. Uno de los turistas rubios se echó a reír y le dio un golpe al otro en la espalda. A lo lejos, en el lado opuesto del lago, un camión ascendía pesadamente montaña arriba. La luz del sol parpadeó en el retrovisor lateral.

– Creo que tengo saratan -dije. Cáncer. Baba levantó la vista de las hojas de papel que la brisa agitaba. Me dijo que yo mismo podía servirme el refresco, bastaba con que fuese a buscarlo al maletero del coche.

Al día siguiente, en el patio del orfanato, no hubo sillas suficientes para todos. Mucha gente se vio obligada a presenciar de pie la ceremonia inaugural. Era un día ventoso. Yo tomé asiento en el pequeño podio que habían colocado junto a la entrada principal del nuevo edificio. Baba iba vestido con un traje de color verde y un sombrero de piel de cordero caracul. A mitad del discurso, el viento se lo arrancó y todo el mundo se echó a reír. Me indicó con un gesto que le guardara el sombrero y me sentí feliz por ello, pues así todos comprobarían que era mi padre, mi Baba. Regresó al micrófono y dijo que esperaba que el edificio fuera más sólido que su sombrero, y todos se echaron a reír de nuevo. Cuando Baba finalizó su discurso, la gente se puso en pie y lo vitoreó. Estuvieron aplaudiéndolo mucho rato. Después, muchos se acercaron a estrecharle la mano. Algunos me alborotaban el pelo y me la estrechaban también a mí. Me sentía muy orgulloso de Baba, de nosotros.

Pero, a pesar de los éxitos de Baba, la gente siempre lo cuestionaba. Le decían que lo de dirigir negocios no lo llevaba en la sangre y que debía estudiar leyes como su padre. Así que Baba les demostró a todos lo equivocados que estaban al dirigir no sólo su propio negocio, sino al convertirse además en uno de los comerciantes más ricos de Kabul. Baba y Rahim Kan establecieron un negocio de exportación de alfombras tremendamente exitoso y eran propietarios de dos farmacias y un restaurante.

La gente se mofaba de Baba y le decía que nunca haría un buen matrimonio (al fin y al cabo, no era de sangre real), pero acabó casándose con mi madre, Sofia Akrami, una mujer muy culta y considerada por todo el mundo como una de las damas más respetadas, bellas y virtuosas de Kabul. No sólo daba clases de literatura farsi en la universidad, sino que además era descendiente de la familia real, un hecho que mi padre restregaba alegremente por la cara a los escépticos refiriéndose a ella como «mi princesa».

Mi padre consiguió moldear a su gusto el mundo que lo rodeaba, siendo yo la manifiesta excepción. El problema, naturalmente, era que Baba veía el mundo en blanco y negro. Y era él quien decidía qué era blanco y qué era negro. Es imposible amar a una persona así sin tenerle también miedo, tal vez incluso sin odiarlo un poco.

Cuando estaba en quinto en la vieja escuela de enseñanza media de Istiqlal, teníamos un mullah que nos daba clases sobre el Islam. Se llamaba Mullah Fatiullah Kan. Era un hombre bajito y rechoncho con la cara marcada por el acné y que hablaba con voz ronca. Nos explicaba las virtudes del zakat y el deber de hadj, nos enseñaba las complejidades de rezar las cinco oraciones diarias namaz y nos obligaba a memorizar los versículos del Corán, y, a pesar de que nunca nos traducía el significado de las palabras extrañas que utilizaba, exigía, a veces con la ayuda de una rama de sauce, que pronunciáramos correctamente las palabras árabes para que Dios nos escuchara mejor. Un día nos explicó que el Islam consideraba la bebida un pecado terrible; los que bebían responderían de sus pecados el día de Qiyamat, el Día del Juicio. Por aquella época en Kabul era normal beber; nadie te lo reprochaba públicamente. Sin embargo, los afganos que bebían lo hacían en privado, por respeto. La gente compraba whisky escocés en determinadas «farmacias» como «medicamento» y se llevaban las botellas en bolsas de papel marrón. Cuando salían del establecimiento, trataban de ocultar la bolsa de la vista del público, lanzando miradas furtivas y desaprobadoras a aquellos que conocían la reputación de la tienda en cuanto a ese tipo de transacciones se refería.

Nos encontrábamos en la planta de arriba, en el despacho de Baba, el salón de fumadores, cuando le comenté lo que el mullah Fatiullah Kan nos había explicado en clase. Baba se sirvió un whisky del bar que había en una esquina de la habitación. Me escuchó, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y dio un trago. Luego se acomodó en el sofá de cuero, dejó la copa y me hizo una seña indicándome que me sentara en sus piernas. Era como sentarse sobre un par de troncos. Respiró hondo y exhaló el aire a través de la nariz, que siguió silbando entre el bigote durante lo que me pareció una eternidad. Del miedo que sentía, no sabía si quería abrazarlo o saltar y huir de su regazo.

– Creo que estás confundiendo las enseñanzas del colegio con la verdadera educación -dijo con su voz profunda.

– Pero si lo que el mullah dice es cierto, eso te convierte en un pecador, Baba.

– Humm. -Baba hizo crujir un cubito de hielo entre los dientes-. ¿Quieres saber lo que piensa tu padre sobre el pecado?

– Sí.

– Entonces te lo explicaré, pero primero tienes que entender lo que te voy a decir, y tienes que entenderlo ahora, Amir: jamás aprenderás nada valioso de esos idiotas barbudos.

– ¿Te refieres al mullah Fatiullah Kan?

Baba hizo un movimiento con el vaso. El hielo tintineó.

– Me refiero a todos ellos. Me meo en la barba de todos esos monos santurrones. -Me eché a reír. La imagen de Baba meándose en la barba de un mono, fuera santurrón o no, era demasiado-. No hacen nada, excepto sobarse las barbas de predicador y recitar un libro escrito en un idioma que ni siquiera comprenden. -Dio un sorbo-. Que Dios nos asista si Afganistán llega a caer en sus manos algún día.

– Pero el mullah Fatiullah Kan parece una persona agradable -conseguí decir entre mis ataques de risa.

– También lo parecía Genghis Kan -dijo Baba-. Pero ya basta. Me has preguntado sobre el pecado y quiero explicártelo. ¿Estás dispuesto a escuchar?

– Sí -contesté, cerrando la boca con fuerza. Pero a pesar de ello se me escapó una risa por la nariz que me provocó un estornudo, lo que hizo que me riera de nuevo.

La pétrea mirada de Baba se clavó en la mía y, en un abrir y cerrar de ojos, dejé de reír.

– Quiero decir… dispuesto a escuchar como un hombre, a hablar de hombre a hombre. ¿Te crees capaz de lograrlo por una vez?

– Sí, Baba jan -murmuré, maravillándome, y no por vez primera, de cómo Baba era capaz de herirme con tan sólo unas palabras.

Habíamos disfrutado de un efímero buen momento (no eran tantas las veces que Baba hablaba conmigo, y mucho menos teniéndome sentado sobre sus piernas) y había sido idiota al desperdiciarlo.

– Bueno -dijo Baba, apartando la mirada-, por mucho que predique el mullah, sólo existe un pecado, sólo uno. Y es el robo. Cualquier otro pecado es una variante del robo. ¿Lo comprendes?

– No, Baba jan -respondí, deseando con desesperación haberlo comprendido. No quería volver a defraudarlo.

Baba soltó un suspiro de impaciencia. Eso también hería, porque él no era un hombre impaciente. Recordaba todas las veces que no llegaba hasta muy entrada la noche, todas las veces que yo cenaba solo. Yo le preguntaba a Alí dónde estaba Baba, cuándo regresaría a casa, aunque sabía perfectamente que se encontraba en la obra, controlando esto y supervisando aquello. ¿No se requería paciencia para eso? Yo odiaba a los niños para los que construía el orfanato; a veces deseaba que hubieran muerto todos junto con sus padres.

– Cuando matas a un hombre, le robas la vida -dijo Baba-, robas el marido a una esposa y el padre a unos hijos. Cuando mientes, le robas al otro el derecho a la verdad. Cuando engañas, robas el derecho a la equidad. ¿Comprendes?

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