– Quiero ser maestra -contestó.
– ¿De verdad? ¿Por qué?
– Es lo que siempre he querido. Cuando vivíamos en Virginia, obtuve el certificado de lengua inglesa y doy clases una vez por semana en la biblioteca pública. Mi madre también era maestra, enseñaba farsi e historia en la escuela superior para chicas de Zarghoona, en Kabul.
Un hombre barrigudo con gorro de cazador le ofreció tres dólares por unas velas valoradas en cinco y Soraya se las vendió. Guardó el dinero en una cajita de caramelos que tenía a los pies y me miró tímidamente.
– Quiero contarle una pequeña historia -dijo-, pero me da un poco de vergüenza.
– Cuéntamela.
– Es una tontería.
– Cuéntamela, por favor.
Se echó a reír.
– Bueno, cuando estaba en cuarto curso en Kabul, mi padre contrató a una mujer llamada Ziba para que ayudara en las tareas de la casa. Tenía una hermana en Irán, en Mashad, y como Ziba era analfabeta, de vez en cuando me pedía que le escribiera cartas para su hermana. Y cuando ésta respondía, yo se las leía. Un día le pregunté si le apetecía aprender a leer y escribir. Me respondió con una gran sonrisa, cerró los ojos y me dijo que le encantaría. De modo que cuando yo acababa los deberes, nos sentábamos las dos a la mesa de la cocina y le enseñaba el Alef-beh. Recuerdo que, a veces, mientras hacía los deberes, levantaba la cabeza y veía a Ziba en la cocina, removiendo la carne en la olla a presión para luego ir corriendo a sentarse con su lápiz a hacer los deberes del alfabeto que le había puesto la noche anterior.
»El caso es que, en cuestión de un año, Ziba leía ya cuentos infantiles. Nos sentábamos en el jardín y me leía los cuentos de Dara y Sara, despacio pero correctamente. Empezó a llamarme Moalem Soraya, profesora Soraya. -Volvió a reír-. Sé que le parecerá una niñería, pero cuando Ziba escribió su primera carta, supe que quería ser maestra. Estaba muy orgullosa de ella y sentía que había hecho algo que valía la pena, ¿lo entiende?
– Sí -mentí. Pensaba en cómo había utilizado yo mis conocimientos para ridiculizar a Hassan. En cómo lo engañaba con las palabras cultas que él desconocía.
– Mi padre quiere que estudie leyes y mi madre siempre está soltando indirectas sobre la facultad de medicina; sin embargo, estoy decidida a ser maestra. Aquí no está muy bien pagado, pero es lo que quiero.
– Mi madre también era maestra -dije.
– Lo sé. Me lo dijo mi madre.
Entonces se sonrojó por lo que acababa de decir, pues aquello implicaba que, cuando yo no estaba presente, había «conversaciones sobre Amir». Tuve que hacer un esfuerzo enorme para no sonreír.
– Te he traído una cosa. -Busqué en el bolsillo trasero el pliego de hojas grapadas-. Lo que te prometí. -Le entregué uno de mis relatos breves.
– Oh, te has acordado -dijo, gritó más bien-. ¡Gracias! -Su sonrisa se esfumó de repente, y por eso apenas tuve tiempo de percatarme de que acababa de dirigirse a mí por vez primera con el «tú» en lugar de utilizar el «shoma», más formal. Se quedó pálida y con la mirada fija en algo que sucedía detrás de mí. Me volví y me encontré cara a cara con el general Taheri.
– Amir jan, nuestro novelista. Qué placer -dijo con una leve sonrisa.
– Salaam, general sahib -lo saludé con la boca pastosa.
Pasó a mi lado en dirección al puesto.
– Un día precioso, ¿verdad? -dijo, hundiendo un pulgar en el bolsillo del chaleco y extendiendo la otra mano en dirección a Soraya. Ella le entregó los folios-. Dicen que esta semana lloverá. Resulta difícil de creer, ¿no? -Tiró las hojas enrolladas a la basura. Se volvió hacia mí y posó delicadamente una mano en mi hombro. Caminamos juntos unos pasos-. ¿Sabes, bachem? Estoy cogiéndote mucho cariño… Eres un muchacho decente, lo creo de verdad, pero… -suspiró y alzó la mano- incluso los muchachos decentes necesitan de vez en cuando que les recuerden las cosas. Así que es mi deber recordarte que en este mercadillo estás entre colegas. -Se interrumpió y clavó sus inexpresivos ojos en los míos-. Y aquí todo el mundo cuenta historias… -Sonrió, revelando con ello una dentadura perfecta-. Mis respetos a tu padre, Amir jan.
Dejó caer la mano y sonrió de nuevo.
– ¿Qué ocurre? -me preguntó Baba. Estaba cobrándole a una señora mayor que había comprado un caballito balancín.
– Nada -respondí. Me senté sobre un viejo televisor. Y se lo conté.
– Akh, Amir -suspiró.
Pero no tuve mucho tiempo de seguir preocupándome por lo sucedido.
Porque a finales de aquella semana Baba se resfrió.
Empezó con tos seca y mocos. Superó la mucosidad, pero la tos persistía. Tosía con el pañuelo en la boca y luego se lo guardaba en el bolsillo. Yo insistía en que fuera al médico, pero él me daba largas. Odiaba a los médicos y los hospitales. Que yo recordara, la única vez que Baba había ido al médico había sido cuando había cogido la malaria en la India.
Unas dos semanas después, lo sorprendí en el baño tosiendo y escupiendo una flema sanguinolenta.
– ¿Cuánto tiempo llevas así? -le pregunté.
– ¿Qué hay para cenar? -dijo él.
– Voy a llevarte al médico.
Aunque Baba era el encargado de la gasolinera, el propietario nunca le había ofrecido cobertura sanitaria, y Baba, temerario como era, tampoco había insistido para conseguirla. Así que lo llevé al hospital del condado, que se encontraba en San Jose. El médico que lo examinó, cetrino y de ojos saltones, era un residente de segundo año.
– Parece más joven que tú y más enfermo que yo -gruñó Baba.
El residente nos envió a que le hicieran a mi padre una radiografía de pecho. Cuando volvió a llamarnos la enfermera, el médico estaba rellenando un formulario.
– Entregue esto en recepción -dijo, haciendo unos garabatos rápidos.
– ¿Qué es? -le pregunté.
– Un volante para el especialista. -Más garabatos.
– ¿De qué?
– Del pulmón.
– ¿Para qué?
Me echó un vistazo, se subió las gafas y empezó de nuevo con los garabatos.
– Tiene una mancha en el pulmón derecho. Quiero que la miren.
– ¿Una mancha? -De repente, la habitación se me hizo pequeña, y el ambiente, excesivamente pesado.
– ¿Cáncer? -le preguntó Baba como si tal cosa.
– Podría ser. Es sospechosa -murmuró el médico.
– ¿No puede decirnos nada más? -inquirí.
– No. Es necesario hacer primero un TAC y luego que el especialista le vea los pulmones. -Me entregó el volante para el especialista-. Ha dicho que su padre fuma, ¿no?
– Sí.
Movió la cabeza. Me miró primero a mí y luego a Baba.
– Los llamarán dentro de dos semanas.
Quería preguntarle cómo suponía que podría vivir yo con aquella palabra, «sospechosa», durante dos semanas enteras. ¿Cómo suponía que podría yo comer, trabajar, estudiar? ¿Cómo podía mandarme a casa con aquella palabra?
Cogí el volante y lo entregué. Aquella noche esperé a que Baba se durmiera y luego extendí la manta que utilizaba como alfombra de oración. Agaché la cabeza hasta el suelo y recité suras del Corán que tenía medio olvidadas, versos que el mullah nos había obligado a memorizar en Kabul, y le pedí bondad a un Dios que no estaba completamente seguro de que existiera. Envidiaba al mullah, envidiaba su fe y su certidumbre.
Pasaron dos semanas y nadie llamaba. Cuando al fin llamé yo, me dijeron que habían perdido el volante. ¿Estaba seguro de que lo había entregado? Dijeron que nos llamarían al cabo de tres semanas. Yo les monté un escándalo y regateé hasta convertir las tres semanas en una para practicar la exploración con TAC y dos para la visita al especialista.
La consulta con el neumólogo fue bien hasta que Baba le preguntó al doctor Schneider de dónde era. El doctor Schneider dijo que de Rusia y Baba lo mandó a la porra.
– Perdónenos, doctor -le dije, llevándome a Baba aparte. El doctor Schneider sonrió y retrocedió, sin soltar el estetoscopio-. Baba, he leído la biografía del doctor Schneider en la sala de espera. Nació en Michigan. ¡Michigan! Es norteamericano, mucho más americano de lo que tú y yo llegaremos a ser nunca.