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Ella pestañeó.

Contuve la respiración. Sentí de pronto la mirada de todos los afganos del mercadillo sobre nosotros. Me imaginé que se hacía un silencio, los labios de la gente deteniéndose a media frase, las cabezas girando hacia mí y los ojos abriéndose de par en par con enorme interés.

¿Qué era aquello?

Hasta ese punto, nuestro encuentro podía interpretarse como un intercambio respetuoso, un hombre que preguntaba por el paradero de otro hombre. Pero yo acababa de formularle una pregunta y, si respondía, estaríamos…, bueno, estaríamos charlando. Yo, un mojarad, un joven soltero, y ella una joven soltera. Y con historia, nada menos. Aquello se acercaba peligrosamente a lo que se entendía por materia de cotilleo, y del mejor. Las lenguas envenenadas se afilarían. Y sería ella, no yo, quien recibiría el ataque de ese veneno… Era plenamente consciente del doble rasero con que los afganos llevan siglos midiendo los sexos. «¿No lo viste charlando con ella?, ¿y no viste que ella no lo dejaba marchar? ¡Vaya lochak

Según los estándares afganos, yo acababa de realizar una pregunta valiente. Me había desnudado y dejado escasas dudas con respecto a mi interés hacia ella. Pero yo era un hombre, y lo único que arriesgaba era la posibilidad de que mi ego resultara herido. Pero las heridas se curan. La reputación no. ¿Aceptaría ella mi atrevimiento?

Cerró el libro y me mostró la cubierta. Cumbres borrascosas.

– ¿Lo ha leído? -me preguntó.

Moví la cabeza afirmativamente. Sentía detrás de los ojos el latido de mi corazón.

– Es una historia triste.

– Las historias tristes producen buenos libros -comentó ella.

– Así es.

– Me han dicho que usted escribe.

¿Cómo lo sabía? Me pregunté si su padre se lo habría dicho, quizá ella se lo hubiese preguntado. Rechacé de inmediato ambas posibilidades por absurdas. Padres e hijos podían hablar libremente de mujeres. Pero ninguna chica afgana (al menos ninguna chica afgana decente y mohtaram) interrogaba a su padre sobre un joven. Y ningún padre, y mucho menos un pastún con nang y namoos, hablaría con su hija de un mojarad, a no ser que el amigo en cuestión fuese un khastegar, un pretendiente, que hubiera actuado honorablemente y hubiese enviado a su padre a llamar a la puerta en su nombre.

Increíblemente, me oí decir:

– ¿Te gustaría leer uno de mis relatos?

– Me gustaría -dijo ella. Noté entonces que estaba incómoda, lo vi en la forma en que sus ojos empezaron a mirar hacia uno y otro lado. Tal vez en busca del general. Me pregunté qué diría si me descubría hablando con su hija durante un período de tiempo tan poco adecuado.

– Quizá te traiga uno algún día -dije.

Estaba a punto de seguir hablando cuando apareció por el pasillo la mujer que a veces veía con Soraya. Se acercaba cargada con una bolsa de plástico llena de fruta. Cuando nos vio, su mirada fue de Soraya hasta mí, una y otra vez. Sonrió.

– Amir jan, me alegro de verte -dijo, depositando la bolsa sobre el mantel. Le brillaba la frente por el sudor. Su cabello castaño, peinado en forma de casco, resplandecía a la luz del sol. En los lugares donde el pelo clareaba, se le veía el cuero cabelludo. Tenía los ojos verdes y pequeños, hundidos en una cara redonda como una col; los dientes medio rotos y unos deditos que parecían salchichas. Sobre su pecho, una medalla dorada le colgaba de una cadena que permanecía oculta bajo los pliegues del cuello-. Soy Jamila, la madre de Soraya jan.

– Salaam, Khala jan -dije, incómodo al ver que ella me conocía y yo no tenía la menor idea de quién era.

– ¿Cómo está su padre? -inquirió.

– Bien, gracias.

– ¿Te acuerdas de tu abuelo, el juez Ghazi sahib? Pues su tío y mi abuelo eran primos -me explicó-. Así que ya ves, somos parientes. -A través de su sonrisa desdentada vi que babeaba un poco por el lado derecho de la boca. Su mirada volvía a ir de Soraya a mí.

En una ocasión le había preguntado a Baba por qué la hija del general Taheri no se había casado todavía. «Ningún pretendiente -me había contestado Baba-. Ningún pretendiente adecuado», corrigió. Pero no añadió más… Baba sabía lo nefasto que resultaba para una joven en edad de casarse que se hablara de ella. Los hombres afganos, sobre todo los de familias con reputación, eran criaturas volubles. Un murmullo aquí, una insinuación allí, y echaban a volar como pájaros asustados. De modo que habían ido pasando bodas, una tras otra, y en ninguna se había entonado el Ahesta boro en honor de Soraya, en ninguna se había pintado ella con henna las palmas de las manos, en ninguna había portado un Corán sobre el tocado, y en todas había sido el general Taheri quien había bailado con ella.

Y ahora aparecía esa mujer, esa madre, con su sonrisa desgarradoramente torcida y apremiante y una esperanza escasamente disimulada en su mirada. Me encogí levemente en aquella posición de poder que me había sido otorgada por haber ganado la lotería genética que había decidido mi sexo.

Nunca había podido leer en la mirada del general sus pensamientos, pero ya sabía algo sobre su esposa: si iba a tener un adversario en aquel asunto, desde luego no sería ella.

– Siéntate, Amir jan -me dijo-. Soraya, acércale una silla, bachem. Y lava un melocotón de éstos. Son dulces y frescos.

– No, gracias -repliqué-. Debo irme. Mi padre me espera.

– Ah -dijo Kanum Taheri, claramente impresionada por el hecho de que hubiera decidido comportarme educadamente y declinado la oferta-. Entonces ten, llévate al menos esto. -Metió en una bolsa de papel un puñado de kiwis y unos cuantos melocotones e insistió en que me los llevase-. Dale mi Salaam a tu padre. Y vuelve a vernos otra vez.

– Lo haré. Gracias, Khala jan -repuse, y vi por el rabillo del ojo que Soraya miraba hacia otro lado.

– Pensé que ibas a buscar refrescos -dijo Baba cogiendo la bolsa de la fruta. Me miraba de una manera que era a la vez seria y divertida. Iba yo a decir algo cuando le dio un mordisco a un melocotón e hizo un movimiento con la mano-. No te preocupes, Amir. Sólo recuerda lo que te he dicho antes.

Esa noche, en la cama, pensé en cómo la luz del sol bailaba en los ojos de Soraya y entre las delicadas concavidades de su clavícula. Recreé mentalmente una y otra vez la conversación que habíamos mantenido. ¿Había dicho «Me han dicho que escribes» o «Me han dicho que eres escritor»? Me agité entre las sábanas y miré el techo, consternado, al pensar que aún faltaban seis trabajosas e interminables noches de yelda antes de volver a verla.

La cosa continuó así durante unas cuantas semanas. Yo esperaba a que el general fuera a dar un paseo y me acercaba al puesto de los Taheri. Si Kanum Taheri estaba allí, me ofrecía té y kolcha y charlábamos sobre los viejos días de Kabul, la gente que conocíamos, su artritis. Sin lugar a dudas, se había percatado de que mis apariciones coincidían siempre con las ausencias de su marido, pero nunca lo dejó entrever. «Oh, se acaba de ir tu Kaka», decía. En realidad, me gustaba que Kanum Taheri estuviera allí y no sólo por sus amables modales; en compañía de su madre, Soraya estaba más relajada y más locuaz. Era como si su presencia legitimara lo que fuera que estuviese sucediendo entre nosotros…, aunque, evidentemente, no en el mismo grado en que lo hubiera hecho la presencia del general. Tener de carabina a Kanum Taheri no garantizaba que nuestros encuentros no fuesen a despertar comentarios, pero, al menos, hacía que hubiera menos, aunque sus adulaciones incomodaban claramente a Soraya.

Un día encontré a Soraya sola en el puesto y estuvimos charlando. Me contaba cosas sobre la universidad, que también ella asistía a clases de cultura general en el Ohlone Junior College de Fremont.

– ¿En qué quieres especializarte?

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