Esta libertad, sin embargo, no significa que esté todo permitido, algo que ciertos fundamentalistas de la libertad de expresión -sobre todo pedófilos y grupos racistas- intentan defender en el debate político-cultural. Toda democracia tiene sus limitaciones, y los límites de la LFLE están establecidos por la Ley de la Libertad de Prensa, la LLP. Esta ley establece, en principio, cuatro limitaciones de la democracia. Está prohibido publicar pornografía infantil y ciertas descripciones de violencia sexual independientemente del nivel artístico que el autor pretenda imprimirles. Está prohibido incitar a la revuelta y animar a cometer delitos. Está prohibido difamar o calumniar a otra persona. Y está prohibido acosar a un grupo étnico.
También la LLP fue establecida por el Riksdag y contiene esas limitaciones de la democracia que son aceptables tanto social como democráticamente; es decir, ese contrato social que constituye el marco de una sociedad civilizada. La esencia de la legislación reside en que ningún ser humano tiene derecho a acosar o humillar a otra persona.
Siendo la LFLE y la LLP leyes, se requiere una autoridad estatal capaz de garantizar su cumplimiento. En Suecia esa función se ha repartido en dos instituciones, una de las cuales, la Procuraduría General de Justicia, tiene como misión procesar al que comete una violación de la LLP.
En ese sentido, Torsten Edklinth se sentía cualquier cosa menos satisfecho. Consideraba que la Procuraduría General de Justicia era, por tradición, demasiado permisiva a la hora de procesar lo que en realidad constituían claras violaciones de la Constitución sueca. La PGJ solía contestar que el principio de la democracia era tan importante que sólo debía intervenir y dictar auto de procesamiento en casos de extrema necesidad. Sin embargo, durante los últimos años, esa actitud se había empezado a cuestionar cada vez más, en especial desde que el secretario general de la Comisión de Helsinki sueca, Robert Hårdh, encargara un informe que examinaba la falta de iniciativa de la PGJ durante los últimos años. El informe constató que resultaba prácticamente imposible procesar y conseguir que se condenara a alguien por acosar a un grupo étnico.
La otra institución era el Departamento de protección constitucional de la policía de seguridad, y el comisario Torsten Edklinth se tomó esta misión con la máxima seriedad. Consideraba que se trataba del cargo más importante y más bonito que podía tener un policía, y no cambiaría su puesto por ningún otro de toda la Suecia policial y judicial. Era, simplemente, el único policía del país que tenía como misión la de ser policía político. Se hallaba ante una misión delicada que exigía una gran sabiduría a la par que un milimétrico sentido de la justicia, ya que la experiencia de demasiados países demostraba que una policía política podía convertirse fácilmente en la mayor amenaza de la democracia.
En general, tanto los medios de comunicación como los ciudadanos pensaban que la principal tarea de la protección constitucional era controlar a los nazis y a los veganos militantes. Ciertamente, ese tipo de manifestaciones acaparaba una importante parte del interés de la protección constitucional, pero, aparte de eso, había una larga lista de instituciones y fenómenos de los que también se debía ocupar el departamento. Si al rey, pongamos por caso, o al jefe del Estado Mayor de la Defensa se les antojara decir que el parlamentarismo ya había cumplido sus días y que el Riksdag debía ser reemplazado por una dictadura militar o algo parecido, entonces el rey o el jefe del Estado Mayor pasarían rápidamente a ser objeto de interés de la protección constitucional. Y si a un grupo de policías se les ocurriese estirar los límites de la legalidad hasta el punto de que se vieran reducidos los derechos constitucionales de un individuo, entonces también la protección constitucional se vería obligada a actuar. En esos casos tan serios, además, la investigación debería ser realizada por la Fiscalía General del Estado.
El problema era, por supuesto, que la protección constitucional tenía, casi exclusivamente, una función analítica y controladora y ninguna actividad operativa. Por eso, por regla general, era la policía normal u otros departamentos dentro de la policía de seguridad los que intervenían cuando había que detener a los nazis.
A ojos de Torsten Edklinth, esta circunstancia resultaba profundamente insatisfactoria. Casi todos los países normales cuentan, de una u otra forma, con un tribunal constitucional independiente cuya misión consiste en, entre otras muchas, asegurarse de que las autoridades no violen los principios democráticos. En Suecia esta tarea la realizan el Procurador General de Justicia o el Defensor del Pueblo, quienes, sin embargo, sólo pueden dejarse guiar por lo que otros han decidido. Si Suecia hubiese tenido un tribunal constitucional, entonces la abogada de Lisbeth Salander podría haber procesado inmediatamente al Estado sueco por violar los derechos constitucionales de su clienta. Y el tribunal podría haber pedido que se pusieran todos los papeles sobre la mesa y obligado a comparecer a quien se le hubiese antojado -incluso al primer ministro- hasta que el asunto se esclareciera. Tal y como ahora estaban las cosas, el abogado podría poner, como mucho, una denuncia al Defensor del Pueblo, quien, sin embargo, no tenía atribuciones para presentarse en las oficinas de la policía de seguridad y empezar a exigir que le entregaran documentos.
Desde hacía muchos años, Torsten Edklinth había sido un ferviente defensor de la instauración de un tribunal constitucional. De haber existido, ahora habría podido ocuparse de la información proporcionada por Dragan Armanskij de una manera muy sencilla: redactando una denuncia policial y entregándole la documentación al tribunal. De ese modo se habría iniciado un inexorable proceso.
Sin embargo, tal y como estaban las cosas en la actualidad, Torsten Edklinth carecía de poderes jurídicos para iniciar la instrucción de un caso.
Suspiró y se metió un snus en la boca.
Si la información de Dragan Armanskij era cierta, entonces se encontraban ante un caso en el que unos cuantos policías de seguridad que ocupaban cargos importantes habían hecho la vista gorda ante una serie de graves delitos contra los derechos de una mujer sueca; luego, con mentiras, encerraron a su hija en un hospital psiquiátrico y por último le dieron carta blanca a un ex espía ruso para que se dedicara al tráfico de armas, drogas y mujeres. Torsten Edklinth frunció los labios. No quería ni empezar a contar el número de veces que se habría violado la ley en toda esta historia. Por no hablar del robo en la casa de Mikael Blomkvist, el atraco a la abogada de Lisbeth Salander y posiblemente -algo que Torsten Edklinth se negaba a creer- la participación en el asesinato de Alexander Zalachenko.
En fin, un lío en el que a Torsten Edklinth no le apetecía lo más mínimo verse involucrado. Por desgracia, ya lo estaba desde el mismo instante en el que Dragan Armanskij lo invitó a cenar.
Por consiguiente, la pregunta a la que tenía que dar respuesta era cómo manejar la situación. Esa respuesta era formalmente sencilla: si la historia de Armanskij resultaba ser cierta, a Lisbeth Salander -si no a más personas- la habían privado en grado sumo de la posibilidad de ejercer sus derechos y libertades constitucionales. Ante sus ojos se abrió, asimismo, un verdadero enjambre de sospechas sobre si ciertos órganos políticos o algunas autoridades estatales habrían sido obligados a tomar decisiones en una determinada dirección, algo que llegaba hasta el mismo núcleo de la misión de la protección constitucional. Torsten Edklinth era un policía que conocía la existencia de un posible delito y tenía, por lo tanto, la obligación de contactar con un fiscal y poner una denuncia. Desde un punto de vista más informal, la respuesta no resultaba tan sencilla. Francamente, era complicado.