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Aun así, era su vida la que iba a ser puesta patas arriba y examinada desde todos los ángulos, y ella la que se vería obligada a explicarse y pedir perdón por haberse defendido.

Quería que la dejaran en paz. Al fin y al cabo era ella la que tenía que vivir consigo misma. No esperaba que nadie fuera su amigo. Probablemente Annika Giannini de los Cojones estuviera de su parte, pero se trataba de una amistad profesional, puesto que era su abogada. Kalle Blomkvist de los Cojones también andaba por allí, aunque Annika apenas lo mentaba y Lisbeth nunca preguntaba por él: ahora que el asesinato de Dag Svensson estaba resuelto y que Mikael ya tenía su artículo, Lisbeth no esperaba que se moviera mucho por ella.

Se preguntó qué pensaría Dragan Armanskij de ella después de todo lo ocurrido.

Se preguntó cómo vería Holger Palmgren la situación.

Según Annika Giannini, ambos se habían puesto de su parte, pero eso no eran más que palabras. Ellos no podían hacer nada para resolver sus problemas personales.

Se preguntó qué sentiría Miriam Wu por ella.

Se preguntó qué sentía por sí misma y llegó a la conclusión de que, más que otra cosa, sentía indiferencia ante toda su vida.

De pronto, sus pensamientos fueron interrumpidos por el vigilante jurado, que introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta e hizo pasar al doctor Anders Jonasson.

– Buenas tardes. ¿Cómo se encuentra hoy la señorita Salander?

– O.K. -contestó.

Jonasson consultó su historial y constató que ya no tenía fiebre. Ella se había habituado a sus visitas, que realizaba un par de veces por semana. De todos los que la trataban y tocaban, él era la única persona con la que ella experimentaba cierta confianza. En ninguna ocasión le había dado la impresión de que la mirara de forma rara. Visitaba su cuarto, charlaba con ella un rato y se interesaba por su estado de salud. No le hacía preguntas sobre Ronald Niedermann ni sobre Alexander Zalachenko, ni tampoco si estaba loca o por qué la policía la tenía encerrada. Sólo parecía interesarle cómo respondían sus músculos, cómo progresaba la curación de su cerebro y cómo se encontraba ella en general.

Además, él, literalmente hablando, había estado hurgando en su cerebro; alguien que había hecho eso merecía ser tratado con respeto, consideraba Lisbeth. Para su gran asombro, se dio cuenta de que -a pesar de que la tocara y analizara la evolución de su fiebre- las visitas de Anders Jonasson le resultaban agradables.

– ¿Te parece bien que me asegure de ello?

Procedió a efectuarle el habitual examen mirando sus pupilas, auscultándola y tomándole el pulso; a continuación, le extrajo sangre.

– ¿Cómo me encuentro? -preguntó ella.

– Está claro que vas mejorando. Pero tienes que aplicarte más con la gimnasia. Y veo que te has rascado la costra de la herida de la cabeza. No lo hagas.

Hizo una pausa.

– ¿Te puedo hacer una pregunta personal?

Lisbeth lo miró de reojo. Él aguardó hasta que ella asintió con la cabeza.

– Ese dragón que tienes tatuado… no lo he visto entero, pero he podido constatar que es muy grande y que te cubre una buena parte de la espalda. ¿Por qué te lo hiciste?

– ¿Que no lo has visto entero?

De repente él sonrió.

– Bueno, quiero decir que lo vi de pasada, porque cuando te tuve desnuda frente a mí yo estaba bastante ocupado cortando hemorragias, sacándote balas y cosas por el estilo.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Simple curiosidad.

Lisbeth Salander reflexionó durante un buen rato. Luego lo miró.

– Me lo hice por una razón personal de la que no quiero hablar.

Anders Jonasson meditó la respuesta y movió pensativo la cabeza.

– Vale. Perdona la pregunta.

– ¿Quieres verlo?

Él pareció asombrarse.

– Sí. ¿Por qué no?

Le volvió la espalda y se quitó el camisón. Se puso de pie y se colocó de tal forma que la luz de la ventana iluminó su espalda. Él constató que el dragón le cubría una zona de la parte derecha de la espalda. Empezaba en el hombro y le bajaba por el omoplato hasta terminar en una cola que descansaba sobre la cadera. Era un trabajo bonito y muy profesional. Una verdadera obra de arte.

Al cabo de un rato, Lisbeth volvió la cabeza.

– ¿Satisfecho?

– Es bonito. Pero debieron de hacerte un daño de mil demonios.

– Sí -reconoció ella-. Dolió.

Anders Jonasson abandonó la habitación de Lisbeth Salander algo desconcertado. Estaba contento con el progreso de su rehabilitación física. Pero no llegaba a comprender a esa curiosa chica. No era necesario tener un master en psicología para darse cuenta de que mentalmente no se encontraba demasiado bien. Su trato con él era correcto, pero no exento de una áspera desconfianza. Jonasson también tenía entendido que ella se mostraba educada con el resto del personal, pero que no pronunciaba palabra cuando la visitaba la policía. Se encerraba a cal y canto en su caparazón y marcaba en todo momento una distancia con su entorno.

La policía la había encerrado y un fiscal iba a procesarla por intento de homicidio y por un delito de lesiones graves. Le intrigaba que una chica tan pequeña y de constitución tan frágil hubiese poseído la fuerza física que se necesitaba para llevar a cabo ese tipo de violencia, en especial teniendo en cuenta que la violencia se había dirigido contra hombres ya talluditos.

Le había preguntado por el tatuaje del dragón más que nada para encontrar un tema personal sobre el que hablar. A decir verdad, no le interesaba en absoluto la razón por la que ella había adornado su cuerpo de esa forma tan exagerada, pero suponía que si había elegido estamparlo con un tatuaje tan grande, era porque sin duda éste tendría un especial significado para ella. De modo que ése podría ser un buen tema para iniciar una conversación.

Había adquirido la costumbre de visitarla un par de veces por semana. En realidad, las visitas quedaban fuera de su horario, y además su médico era Helena Endrin. Pero Anders Jonasson era el jefe de la unidad de traumatología y estaba inmensamente satisfecho del trabajo que realizó la noche en la que Lisbeth Salander entró en urgencias. Tomó la decisión correcta cuando eligió extraerle la bala y, según había podido constatar, la lesión no le había dejado secuelas como lagunas de memoria, disminución de las funciones corporales u otras minusvalías. Si su mejoría siguiera progresando de la misma manera, abandonaría el hospital con una cicatriz en el cuero cabelludo, pero sin más complicaciones. No podía pronunciarse, en cambio, sobre las cicatrices que tal vez tuviera en el alma.

Regresó a su despacho y descubrió que un hombre con americana oscura se encontraba junto a la puerta apoyado en la pared. Tenía el pelo enmarañado y una barba muy bien cuidada.

– ¿El doctor Jonasson?

– Sí.

– Hola, soy Peter Teleborian, el médico jefe de la clínica psiquiátrica infantil de Sankt Stefan, en Uppsala.

– Sí, ya te conozco.

– Bien. Me gustaría hablar contigo un momento en privado si tienes tiempo.

Anders Jonasson abrió la puerta de su despacho con la llave.

– ¿En qué puedo ayudarte? -le preguntó Anders Jonasson.

– Se trata de una de tus pacientes: Lisbeth Salander. Necesito verla.

– Mmm. En ese caso debes pedirle permiso al fiscal. Está detenida y le han prohibido las visitas. Además, hay que informar con antelación a su abogada…

– Sí, sí, ya lo sé. Pero pensaba que en este caso nos podríamos saltar toda esa burocracia. Soy médico, de modo que me podrías dejar hablar con ella por razones puramente médicas.

– Bueno, tal vez se pueda justificar así. Pero no acabo de entender el motivo.

– Durante años fui el psiquiatra de Salander mientras estuvo ingresada en el Sankt Stefan de Uppsala. Seguí su evolución hasta que cumplió dieciocho años y el tribunal autorizó su inserción en la sociedad, aunque bajo tutela administrativa. Tal vez deba añadir que yo, naturalmente, me opuse a esa decisión. Desde entonces la han dejado ir a la deriva y hoy vemos el resultado.

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