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Una vez concluida formalmente la reunión, Evert Gullberg se sentó con Fredrik Clinton. Hablaron en voz baja durante un par de minutos. Acto seguido, Gullberg se levantó y los viejos compañeros de armas se dieron la mano.

Gullberg regresó en taxi al Freys Hotel, recogió su ropa, pagó la factura y cogió uno de los trenes que salían por la tarde para Gotemburgo. Eligió primera clase y le dieron un compartimento entero para él solo. Al pasar el puente de Årsta sacó un bolígrafo y un bloc de cartas. Reflexionó un momento y luego se puso a escribir. Llenó más o menos la mitad de la hoja antes de detenerse y arrancarla.

Los documentos falsificados no eran su especialidad, pero en ese caso concreto la tarea se simplificaba por el simple hecho de que las cartas que estaba a punto de redactar iban a ser firmadas por él mismo. La dificultad estribaba en que ni una sola palabra sería cierta.

Cuando pasó Nyköping ya había rechazado una buena cantidad de borradores, pero por fin empezaba a hacerse una idea de los términos en los que debía formular los escritos. Al llegar a Gotemburgo tenía ya terminadas doce cartas con las que se encontraba satisfecho. Se aseguró de que sus huellas dactilares quedaran marcadas en las hojas.

En la estación central de Gotemburgo consiguió encontrar una fotocopiadora e hizo unas cuantas copias. Luego compró sobres y sellos y echó las cartas al buzón, cuya recogida estaba prevista para las 21.00.

Gullberg cogió un taxi hasta el City Hotel de Lorensbergsgatan, donde Clinton ya le había hecho una reserva. De modo que iba a pasar la noche en el mismo hotel en el que Mikael Blomkvist se había alojado un par de días antes. Subió de inmediato a su habitación y se dejó caer en la cama. Se encontraba tremendamente cansado y se dio cuenta de que en todo el día sólo había comido dos rebanadas de pan. Sin embargo, no tenía hambre. Se desnudó, se metió en la cama y se durmió casi enseguida.

Lisbeth Salander se despertó sobresaltada al oír que la puerta se abría. Supo al instante que no se trataba de ninguna de las enfermeras de noche. Sus ojos se abrieron en dos finas líneas y descubrieron en la puerta una silueta con muletas. Zalachenko, quieto, la contemplaba a la luz que se filtraba desde el pasillo.

Sin moverse, Lisbeth desplazó la mirada hasta que consiguió ver que el reloj digital marcaba las 3.10.

Continuó desplazándola unos milímetros más y percibió un vaso de agua cerca del borde de la mesilla. Fijó la vista en él y calculó la distancia. Lo alcanzaría sin necesidad de mover el cuerpo.

Le llevaría una fracción de segundo estirar el brazo y, con un resuelto movimiento, romper el vaso contra el borde de la mesilla. Si él se inclinara sobre ella, Lisbeth tardaría medio segundo más en clavar el filo del cristal en la garganta de Zalachenko. Contempló otras alternativas pero llegó a la conclusión de que ésa era su única arma.

Se relajó y esperó.

Zalachenko permaneció quieto en la puerta durante dos minutos.

Luego la cerró con sumo cuidado. Ella oyó el débil y raspante sonido de las muletas mientras él se alejaba sigilosamente de la habitación.

Cinco minutos después, Lisbeth se apoyó en el codo y, alargando la mano, cogió el vaso y bebió un largo trago. Se sentó en la cama con las piernas colgando y se quitó los electrodos del brazo y del pecho. Se puso de pie a trancas y barrancas, tambaleándose. Le llevó un par de minutos recuperar el control de su cuerpo. Se acercó cojeando a la puerta y se apoyó contra la pared para recuperar el aliento. Tenía un sudor frío. Acto seguido, una gélida rabia se apoderó de ella.

Funk you, Zalachenko. Terminemos con esto de una vez por todas.

Necesitaba un arma.

Un instante después percibió en el pasillo el ruido de unos pasos rápidos.

Mierda. Los electrodos.

– Pero ¿qué diablos haces tú levantada? -preguntó asombrada la enfermera de noche.

– Tengo que… que ir… al baño -dijo Lisbeth sin aliento.

– Vuelve a la cama inmediatamente.

Cogió a Lisbeth de la mano y la condujo hasta la cama. Luego le dio una cuña.

– Cuando quieras ir al baño, llámanos. Para eso tienes ese botón -le dijo la enfermera.

Lisbeth no pronunció palabra. Se concentró en intentar producir unas gotas de orina.

Mikael Blomkvist se despertó a las diez y media del martes, se duchó, puso la cafetera y luego se sentó ante su iBook. La noche anterior había regresado a casa tras la reunión de Milton Security y se había quedado trabajando hasta las cinco de la mañana. Por fin tenía la sensación de que la historia empezaba a tomar forma. La biografía de Zalachenko seguía siendo un poco difusa: todo lo que tenía era lo que había conseguido sacarle a Björck, así como los detalles que pudo aportar Holger Palmgren. El texto sobre Lisbeth Salander estaba ya prácticamente terminado. Explicaba, paso a paso, cómo ella había sido víctima de una banda de «guerreros fríos» de la DGP /Seg que la encerraron en una clínica psiquiátrica infantil para que no hiciera estallar el secreto de Zalachenko.

Estaba contento con el texto. Tenía una historia cojonuda por la que la gente echaría abajo los quioscos y que, además, crearía una serie de problemas que llegarían hasta lo más alto de la jerarquía estatal.

Mientras reflexionaba encendió un cigarrillo.

Había dos enormes agujeros que debía tapar. Uno de ellos no presentaba grandes dificultades: tenía que centrarse en Peter Teleborian, algo que estaba ansioso por hacer. Cuando hubiera terminado con él, el prestigioso psiquiatra se convertiría en uno de los hombres más odiados de Suecia. Ese era el primero.

El segundo resultaba bastante más complicado.

La conspiración contra Lisbeth Salander -pensó en ellos como El club de Zalachenko- provenía de la Säpo. Contaba con un nombre, Gunnar Björck, pero era imposible que Björck fuera el único responsable. Debía de existir un grupo, un departamento de algún tipo. Tenía que haber jefes, responsables y un presupuesto. El problema era que él ignoraba por completo cómo identificar a esas personas. No sabía por dónde empezar. Sólo tenía una vaga idea sobre la organización de la Säpo.

El lunes inició la investigación mandando a Henry Cortez a unas cuantas librerías de viejo de Södermalm para que comprara cualquier obra que tuviese algo que ver con la policía sueca de seguridad. A eso de las cuatro de la tarde, Henry Cortez llegó a casa de Mikael con seis tomos y los dejó sobre una mesa. Mikael contempló la pila de libros.

El espionaje en Suecia de Mikael Rosquist (Tempus, 1988); Jefe de la Säpo, 1962-1970 de Per Gunnar Vinge (W &W, 1988); Los poderes secretos de Jan Ottosson y Lars Magnusson (Tiden, 1991); Lucha por el poder de la Säpo de Erik Magnusson (Corona, 1989); Una misión de Cari Lidbom (W &W, 1990), así como -algo sorprendente- An Agent in Place de Thomas Whiteside (Ballantine, 1966), que trataba del caso Wennerström. El caso Wennerström de los años sesenta, no el que él mismo destapó en el año 2000.

Se pasó la mayor parte de la madrugada del lunes al martes leyendo -o, por lo menos, hojeando- los libros que Henry Cortez le había traído. Cuando terminó, llegó a una serie de conclusiones. Primera: parece ser que la mayoría de los libros escritos sobre la policía de seguridad se publicaron a finales de los años ochenta. Una búsqueda en Internet le confirmó que, en la actualidad, no había ninguna literatura que versara sobre esa materia.

Segunda: al parecer no existía ningún libro que ofreciera una visión general e histórica comprensible de la actividad de la policía secreta sueca. Tal vez resultara lógico teniendo en cuenta que muchos casos habían sido clasificados -y, por lo tanto, eran difíciles de tratar-, pero no parecía haber ni una sola institución, un solo investigador o un solo medio de comunicación que hubiese examinado a la Säpo con ojos críticos.

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