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– No quiero ninguna herencia de mi padre. Haz lo que quieras con ella.

– Error. Eres la que puede hacer lo que quiera con la herencia. Mi trabajo consiste en asegurarme de que tengas la posibilidad de hacerlo.

– No quiero ni un céntimo de ese cerdo.

– Vale. Dáselo a Greenpeace o algo así.

– Me importan una mierda las ballenas.

De pronto, la voz de Annika se volvió seria.

– Lisbeth, si quieres ser mayor de edad, ya va siendo hora de que empieces a comportarte como tal. Me importa una mierda lo que hagas con tu dinero. Firma aquí como que lo has recibido y luego te dejaré en paz para que te emborraches tú sólita.

Por debajo del flequillo, Lisbeth miró de reojo a Annika y luego bajó la mirada. Annika supuso que se trataba de una especie de gesto disculpatorio que tal vez se correspondiera con un «perdón» en el limitado registro gestual de Lisbeth.

– De acuerdo. ¿Cuánto es?

– No está mal. Tu padre tenía más de trescientas mil coronas invertidas en bonos. La propiedad de Gosseberga dará en torno a un millón y medio si se vende; incluye algo de bosque. Además, tu padre poseía otros tres inmuebles.

– ¿Inmuebles?

– Sí. Parecía que había invertido bastante dinero. Tampoco es que sean edificios de un extraordinario valor. En Uddevalla tiene un bloque de seis apartamentos cuyos alquileres le proporcionaban algunos ingresos. Sin embargo, se encuentra en malas condiciones porque él pasaba de hacerle reformas. El edificio ha sido incluso objeto de discusión de la comisión municipal de la vivienda. No te vas a hacer rica, pero te reportará un dinero cuando lo pongas a la venta. Era también propietario de una casa de campo en Småland que se ha valorado en más de doscientas cincuenta mil coronas.

– Ajá.

– También hay una fábrica en ruinas en las afueras de Norrtälje.

– ¿Por qué coño se había hecho con toda esa mierda?

– No tengo ni idea. Haciendo un cálculo aproximado, la herencia, una vez que se venda todo, se paguen los impuestos correspondientes, etcétera, etcétera, podría reportar unos cuatro millones y pico limpios, pero…

– ¿Qué?

– La herencia debe dividirse a partes iguales entre tú y tu hermana. El problema es que nadie parece saber dónde se encuentra tu hermana.

Lisbeth observó a Annika Giannini con un inexpresivo silencio.

– Bueno…

– Bueno ¿qué?

– ¿Dónde está tu hermana?

– Ni idea. Hace diez años que no la veo.

– Tiene protegidos sus datos personales, pero he conseguido averiguar que está registrada como no residente en el país.

– ¿Ah, sí? -dijo Lisbeth con un comedido interés. Annika suspiró resignada.

– Así que lo que yo propongo es que liquidemos todos los bienes y depositemos la mitad del dinero en un fondo bancario hasta que se pueda localizar a tu hermana. Si me das tu consentimiento, puedo empezar con los trámites.

Lisbeth se encogió de hombros.

– No quiero tener nada que ver con su dinero.

– Lo entiendo. Pero el reparto de bienes tiene que realizarse. Es parte de tu responsabilidad como mayor de edad.

– Pues vende toda esa mierda. Mete la mitad en el banco y dona el resto a lo que te dé la gana.

Annika Giannini arqueó una ceja. Sabía que, de hecho, Lisbeth Salander tenía dinero, pero no imaginaba que su clienta fuera tan rica como para permitirse rechazar una herencia que ascendía a casi un millón de coronas o tal vez algo más. Ignoraba asimismo de dónde procedía el dinero de Lisbeth y de cuánto se trataba. Sin embargo, lo que le interesaba ahora era resolver el procedimiento burocrático.

– Por favor, Lisbeth… ¿Puedes leer el documento del reparto de bienes y darme tu visto bueno para que arregle esto de una vez por todas?

Lisbeth refunfuñó un momento, pero al final se rindió y metió la carpeta en su bolsa. Prometió leerlo y darle instrucciones a Annika para que actuara en consecuencia. Luego se consagró a su cerveza. Annika Giannini la acompañó durante una hora tomando básicamente agua mineral.

No fue hasta que Annika Giannini la llamó y le recordó el asunto, pasados unos cuantos días, cuando Lisbeth Salander sacó y alisó los arrugados documentos. Se sentó a la mesa de la cocina de su casa de Mosebacke y leyó la documentación.

El inventario comprendía numerosas páginas y contenía datos sobre todo tipo de cosas: la vajilla que había en los armarios de la cocina de Gosseberga, la ropa y lo que valían las cámaras y otras pertenencias. Alexander Zalachenko no había dejado gran cosa de valor y, por otra parte, desde el punto de vista sentimental, ninguno de los objetos significaba lo más mínimo para Lisbeth Salander. Se lo pensó un instante y luego decidió continuar con la misma idea que había tenido cuando vio a Annika en el bar: vender toda aquella mierda y quemar el dinero. O algo por el estilo. Estaba absolutamente convencida de que no quería ni un céntimo de su padre, pero también sospechaba que los verdaderos bienes de Zalachenko se hallaban escondidos en algún sitio en el que ningún albacea había buscado.

Luego abrió la carpeta que contenía las escrituras de propiedad de la fábrica de Norrtälje.

Se trataba de una construcción para uso industrial -en las cercanías de Skederid, entre Norrtälje y Rimbo- compuesta por tres edificios que sumaban un total de veinte mil metros cuadrados.

El albacea había hecho una apresurada visita al lugar y dejó constancia de que se trataba de una antigua fábrica de ladrillos que llevaba muchos años abandonada -prácticamente desde que se cerrara, allá por los sesenta- y que había sido usada para almacenar maderas en los setenta. Constató que los locales se encontraban en un «estado sumamente malo» y que no eran susceptibles de poder ser reformados para que se iniciara allí algún tipo de actividad. El mal estado se refería, entre otras cosas, a que «el edificio norte» había sido devastado por un incendio y se había derrumbado. Sin embargo, se habían hecho algunas reparaciones en «el edificio principal».

Lo que hizo sobresaltar a Lisbeth Salander fue la historia. Alexander Zalachenko adquirió el local por cuatro cuartos el 12 de marzo de 1984, pero la persona que firmó los documentos de la compra fue Agneta Sofia Salander.

Aquello, por lo tanto, había pertenecido a su madre. Pero en 1987 dejó de ser su propietaria: Zalachenko se lo compró por dos mil coronas. Después la fábrica parecía haber permanecido inactiva durante más de quince años. Los documentos del reparto de bienes daban fe de que el 17 de septiembre de 2003 la empresa KAB contrató a la constructora NorrBygg AB para que realizara una serie de reformas que, entre otras cosas, consistían en reparar el techo y el suelo, así como en efectuar algunas mejoras en el suministro de agua y luz. La obra duró unos dos meses, hasta el último día de noviembre de 2004. NorrBygg envió una factura que ya había sido pagada.

De todos los bienes de la herencia de su padre eso era lo único que la desconcertaba. Lisbeth Salander frunció el ceño: la propiedad de esas naves industriales resultaba comprensible si su padre hubiese querido dar a entender que su legítima empresa, KAB, se dedicaba a algún tipo de actividad y poseía ciertos bienes. También resultaba comprensible que hubiera utilizado a la madre de Lisbeth como testaferro o fachada y que luego se hubiera quedado él sólito con el contrato.

Pero ¿por qué diablos pagó casi cuatrocientas cuarenta mil coronas en el año 2003 para renovar una fábrica en ruinas que, según el albacea, en el año 2005 aún no se usaba para ninguna actividad?

Lisbeth Salander estaba desconcertada, pero no demasiado interesada. Cerró la carpeta y llamó a Annika Giannini.

– He leído el inventario. Sigo pensando lo mismo. Vende toda esa mierda y haz lo que quieras con el dinero. No quiero nada suyo.

– De acuerdo. Entonces me aseguraré de que la mitad de la suma se meta en el banco para tu hermana. Luego te daré algunas propuestas de entidades a las que podrías donarles el dinero.

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