De repente se sintió en deuda con un montón de personas.
Holger Palmgren. Dragan Armanskij. Debería contactar con ellos y darles las gracias. Paolo Roberto. Y Plague y Trinity. Incluso esos malditos policías, Bublanski y Modig, objetivamente hablando, se habían puesto de su parte. No le gustaba estar en deuda con nadie. Se sentía como la ficha de un juego sobre el que no tenía ningún control.
Kalle Blomkvist de los Cojones. Y puede que hasta esa Erika Berger de los Cojones, con sus hoyuelos, su elegante ropa y su maldito aplomo.
«Se acabó», dijo Annika Giannini cuando salieron de la jefatura de policía. Sí. El juicio había terminado. Para Annika Giannini. Y para Mikael Blomkvist, que había publicado su texto y salido en la tele y al que, sin duda, también le darían algún puto premio.
Pero para Lisbeth Salander no había acabado: tan sólo era el primer día del resto de su vida.
A las cuatro de la mañana dejó de pensar. Tiró su atuendo de punky al suelo del dormitorio, fue al cuarto de baño y se duchó. Se quitó todo el maquillaje que había llevado en el tribunal y se vistió con unos oscuros e informales pantalones de lino, una camiseta de tirantes blanca y una cazadora fina. Hizo una pequeña maleta con algo de ropa para cambiarse, ropa interior, un par de camisetas más, y se puso unos cómodos zapatos.
Cogió su Palm y pidió un taxi para la plaza de Mosebacke. Fue hasta Arlanda, adonde llegó poco antes de las seis. Estudió el panel de salidas y compró un billete para el primer sitio que se le antojó. Utilizó su propio pasaporte y su verdadero nombre. La dejó atónita que ni el personal del mostrador de venta de billetes ni el de facturación parecieran reconocerla ni reaccionaran al ver su nombre.
Pudo conseguir plaza en el vuelo a Málaga, donde aterrizó a mediodía bajo un calor sofocante. Dubitativa, se quedó un momento en la terminal. Al final consultó un mapa y reflexionó sobre lo que iba a hacer en España. Lo decidió pasados un par de minutos. Le daba pereza ponerse a pensar en líneas de autobús u otros medios de transporte. Se compró un par de gafas de sol en una tienda del aeropuerto, se dirigió a la parada de taxis y se sentó en el asiento trasero del primero que vio libre.
– Gibraltar. Pago con tarjeta de crédito.
Fueron por la nueva autopista de la Costa del Sol y tardaron tres horas. El taxi la dejó en el control de pasaportes de la frontera con el territorio inglés. Luego Lisbeth subió andando hasta The Rock Hotel, situado en Europa Road, en la misma cuesta que ascendía hasta el peñón, de cuatrocientos veinticinco metros de alto, donde preguntó si había alguna habitación libre. Les quedaba una doble. Dijo que se quedaría dos semanas y entregó su tarjeta de crédito.
Se duchó, se envolvió en una toalla de baño y se sentó en la terraza, donde se puso a contemplar el estrecho de Gibraltar. Vio unos buques de carga y unos veleros. A lo lejos, tras la neblina, pudo divisar Marruecos. Le resultaba tranquilizador.
Estuvo así un rato. Luego se fue a la cama y se durmió.
Al día siguiente, Lisbeth Salander se despertó a las cinco y media de la mañana. Se levantó, se duchó y tomó un café en el bar de la planta baja. A las siete dejó el hotel, fue a comprar una bolsa de mangos y manzanas, cogió un taxi hasta The Peak y se acercó hasta donde se hallaban los monos. Era tan temprano que casi no había turistas; estaba prácticamente sola con los animales.
Gibraltar le gustaba. Era su tercera visita a esa extraña roca que tenía esa ciudad inglesa de absurda densidad de población a orillas del mar Mediterráneo. Gibraltar era un lugar que no se parecía a ningún otro. La ciudad había permanecido aislada durante décadas: una colonia que, inquebrantable, se resistía a incorporarse a España. Por supuesto, los españoles protestaban contra la ocupación. (Sin embargo, Lisbeth Salander consideraba que los españoles deberían cerrar el pico mientras ocuparan el enclave de Ceuta en territorio marroquí, al otro lado del estrecho.) Gibraltar era un lugar que estaba curiosamente aislado del resto del mundo, una ciudad compuesta por una extraña roca, algo más de dos kilómetros cuadrados de superficie urbana y un aeropuerto que empezaba y terminaba en el mar. La colonia era tan pequeña que hubo que aprovechar cada centímetro cuadrado, de modo que la expansión tuvo que hacerse hacia el mar. Incluso para poder entrar en la ciudad, los visitantes tenían que atravesar la pista de aterrizaje del aeropuerto.
Gibraltar le daba al concepto compact living un sentido nuevo.
Lisbeth vio a un corpulento mono macho subir a la muralla que se hallaba junto al paseo. Miró fijamente a Lisbeth. Era un Barbary Ape. Ella sabía muy bien que no había que intentar acariciar a esos animales.
– Hola, amigo -dijo-. He vuelto.
La primera vez que visitó Gibraltar ni siquiera había oído hablar de sus monos. Sólo había subido al pico para disfrutar de la vista y se quedó completamente sorprendida cuando, siguiendo a un grupo de turistas, se vio de pronto en medio de una manada de monos que trepaban y se colgaban por doquier a ambos lados del camino.
Era una sensación especial caminar a lo largo de un sendero y de repente tener a dos docenas de monos alrededor. Los observó con la mayor de las desconfianzas. No eran peligrosos ni agresivos. Sin embargo, poseían la suficiente fuerza para causar devastadoras mordeduras si se les provocaba o se sentían amenazados.
Encontró a uno de los cuidadores, le mostró su bolsa y le preguntó si podía darles fruta a los monos. Este contestó que sí.
Sacó un mango y lo puso sobre la muralla, a cierta distancia del macho.
– Tu desayuno -dijo ella para, acto seguido, apoyarse contra la muralla y darle un mordisco a una manzana.
El macho se la quedó mirando, le enseñó los dientes y, contento, se llevó el mango.
A eso de las cuatro de la tarde, cinco días después, Lisbeth se cayó de un taburete de la barra del Harry's Bar, situado en una bocacalle de Main Street, a dos manzanas de su hotel. Llevaba borracha desde que dejó la roca de los monos y la mayoría del tiempo la había pasado en el bar de Harry O'Connell, que era el propietario y que hablaba con un forzado acento irlandés, aunque lo cierto era que no había pisado Irlanda en su vida. Él la había estado observando con cara de preocupación.
Cuatro días antes, una tarde en la que Lisbeth pidió su primera bebida, Harry O'Connell le pidió el pasaporte, ya que esa chica le pareció demasiado joven. Supo que se llamaba Lisbeth y empezó a llamarla Liz. Ella solía entrar después de la hora de comer, se sentaba en uno de los altos taburetes del fondo y se apoyaba contra la pared. Luego se dedicaba a ingerir una considerable cantidad de cervezas o de whisky.
Cuando tomaba cerveza le daba igual la marca o el tipo; aceptaba lo primero que él le servía. Pero cuando se decantaba por el whisky siempre elegía Tullamore Dew, a excepción de una sola vez en la que se quedó mirando las botellas que había tras la barra y pidió Lagavullin. Cuando Harry se lo puso, lo olió, arqueó las cejas y luego se tomó un Trago Muy Pequeño. Dejó la copa y la miró fijamente durante un minuto con una cara con la que dio a entender que consideraba su contenido como un enemigo amenazador.
Luego apartó la copa y le dijo a Harry que le diera algo que no se utilizara para embrear un barco. Él volvió a ponerle Tullamore Dew y Lisbeth se consagró de nuevo a su bebida. Harry constató que durante los últimos cuatro días ella sólita se había tragado más de una botella. Las cervezas no las había contado. Harry estaba más que sorprendido de que una chica con un cuerpo tan menudo pudiera meterse tanto entre pecho y espalda, pero suponía que si ella quería beber, lo haría de todas maneras, fuera donde fuese, en su bar o en cualquier otro sitio.