Pero tal y como estaban las cosas en esos momentos no había nadie a quien acudir para protestar. Se encontraba solo y abandonado al capricho de una persona que él consideraba psíquicamente enferma. Y lo peor era que la autoridad de Clinton resultaba absoluta. Mocosos como Jonas Sandberg y fieles servidores como Georg Nyström: todos parecían ponerse firmes y cumplir sin rechistar el más mínimo deseo de ese loco enfermo terminal.
Reconoció que Clinton era una autoridad discreta que no trabajaba para su propio beneficio. Podía incluso admitir que trabajaba por el bien de la Sección o, por lo menos, por lo que él consideraba el bien de la Sección. Era como si toda la organización se encontrara en caída libre, en un estado de sugestión colectiva en la que avezados colaboradores se negaban a admitir que cada movimiento que se hacía, cada decisión que se tomaba y se ejecutaba no hacía más que acercarlos cada vez más al abismo.
Wadensjöö sintió una presión en el pecho cuando entró en Linnégatan, calle en la que ese día había encontrado un sitio para aparcar. Desactivó la alarma del coche y sacó las llaves. Ya estaba a punto de abrir la puerta cuando percibió unos movimientos a sus espaldas y se dio la vuelta. Entornó los ojos a contraluz. Tardó unos segundos en reconocer a aquel hombre alto y fuerte que se encontraba sobre la acera.
– Buenas tardes, señor Wadensjöö -dijo Torsten Edklinth, jefe del Departamento de protección constitucional-. Llevo más de diez años apartado del trabajo de campo, pero hoy me ha parecido que tal vez mi presencia resulte apropiada.
Wadensjöö miró desconcertado a los dos policías civiles que flanqueaban a Edklinth. Eran Jan Bublanski y Marcus Erlander.
De repente se dio cuenta de lo que le iba a pasar.
– Tengo el triste deber de comunicarle que el fiscal general ha decidido detenerle por una serie de delitos tan larga que sin duda llevará semanas catalogarlos todos con exactitud.
– Pero ¿qué es esto? -protestó Wadensjöö indignado.
– Esto es el momento en el que queda detenido como sospechoso de cooperación para cometer homicidio. También se le acusa de extorsión, sobornos, escuchas ilegales, varios casos de grave falsificación y grave malversación, robo, abuso de autoridad, espionaje y un largo etcétera. Ahora se va usted a venir conmigo a Kungsholmen, donde hablaremos tranquila y seriamente.
– ¡Yo no he cometido ningún homicidio! -dijo Wadensjöö, conteniendo el aliento.
– Eso lo tendrá que decidir la investigación.
– ¡Fue Clinton! ¡Todo esto es culpa de Clinton! -dijo Wadensjöö.
Torsten Edklinth asintió, contento.
Todo policía está familiarizado con el hecho de que hay dos maneras de realizar un interrogatorio a un sospechoso: con el poli bueno y con el poli malo. El poli malo amenaza, suelta palabrotas, da puñetazos en la mesa y, por lo general, se comporta como un borde con el único objetivo de atemorizar al detenido y provocar así su sumisión y confesión. El poli bueno -a ser posible, un señor mayor algo canoso-, invita a cigarrillos y café, asiente con simpatía y emplea un tono comprensivo.
La mayoría de los policías -aunque no todos- también saben que, por lo que al resultado respecta, la técnica interrogativa del poli bueno resulta, a todas luces, superior. Un ladrón ya curtido y duro de pelar no se deja impresionar lo más mínimo por el poli malo. Y un inseguro aficionado que tal vez confiesa dejándose intimidar por un poli malo, siempre acaba de todos modos confesando, al margen de la técnica interrogativa que se utilice.
Mikael Blomkvist escuchó el interrogatorio de Birger Wadensjöö desde una sala contigua. Su presencia había sido objeto de una serie de disputas internas antes de que Edklinth decidiera que, sin lugar a dudas, podrían sacar provecho de las observaciones de Blomkvist.
Mikael constató que Torsten Edklinth empleaba una tercera variante de interrogatorio policial: el policía indiferente, estrategia que, en este caso concreto, parecía funcionar aún mejor. Edklinth entró en la sala de interrogatorios, sirvió café en unas tazas de porcelana, enchufó la grabadora y se reclinó en la silla.
– Tenemos contra ti todas las pruebas técnicas imaginables. Nuestro único interés en oír tu versión es, sencillamente, que nos confirmes las cosas que ya sabemos. Aunque sí nos gustaría, tal vez, que nos respondieras a una pregunta: ¿por qué? ¿Cómo pudisteis ser tan idiotas de empezar a liquidar a la gente, aquí, en Suecia, como si estuviésemos en el Chile de la dictadura de Pinochet? La grabadora está en marcha. Si quieres decir algo, éste es el momento. Si no quieres hablar, la apago, te quitamos la corbata y los cordones de los zapatos y te subimos a los calabozos, a la espera de abogado, juicio y sentencia.
Luego Edklinth se tomó un trago de café y permaneció completamente callado. Como en los dos minutos que siguieron Wadensjöö no dijo nada, alargó la mano y apagó la grabadora. Se levantó.
– Voy a asegurarme de que te vengan a buscar dentro de un par de minutos. Adiós.
– Yo no he matado a nadie -soltó Wadensjöö cuando Edklinth ya había abierto la puerta. Este se detuvo en el umbral.
– No me interesa mantener una conversación general contigo. Si quieres dar explicaciones, me siento y pongo la grabadora. Toda la Suecia oficial, sobre todo el primer ministro, espera con ansiedad tus palabras. Si me lo cuentas, puedo ir a ver al primer ministro esta misma noche para darle tu versión de los acontecimientos. Si no me lo cuentas, serás en cualquier caso procesado y condenado.
– Siéntate -dijo Wadensjöö.
Resultó obvio para todo el mundo que ya se había resignado. Mikael respiró aliviado. Lo acompañaban Monica Figuerola, la fiscal Ragnhild Gustavsson, Stefan, el anónimo colaborador de la Säpo, así como otras dos personas del todo desconocidas. Mikael sospechó que una de las dos, como poco, representaba al ministro de Justicia.
– Yo no tuve nada que ver con los asesinatos -dijo Wadensjöö cuando Edklinth volvió a poner en marcha la grabadora.
– Los asesinatos -le dijo Mikael Blomkvist a Monica Figuerola.
– Schhh -contestó ella.
– Fueron Clinton y Gullberg. Yo no tenía ni idea de lo que iban a hacer. Lo juro. Me quedé en estado de shock cuando me enteré de que Gullberg había matado de un tiro a Zalachenko. No me podía creer que fuera verdad… No me lo podía creer. Y cuando me enteré de lo de Björck por poco me da un infarto.
– Háblame del asesinato de Björck -dijo Edklinth sin cambiar el tono de voz-. ¿Cómo se llevó a cabo?
– Clinton contrató a alguien No sé ni siquiera cómo lo hicieron, pero eran dos yugoslavos. Serbios, si no me equivoco. Fue Georg Nyström quien les hizo el encargo y les pagó. Nada más saberlo, comprendí que todo aquello acabaría siendo nuestra ruina.
– Retomémoslo desde el principio -propuso Edklinth-. ¿Cuándo empezaste a trabajar para la Sección?
Cuando Wadensjöö comenzó a hablar ya no hubo quien lo parara. El interrogatorio se prolongó durante casi cinco horas.