Los medios de comunicación también informaron de que se le habían realizado siete interrogatorios policiales. En todos ellos, la acusada ni siquiera se dignó decir buenos días. Los primeros fueron realizados en Gotemburgo mientras que el resto tuvo lugar en la jefatura de policía de Estocolmo. Las grabaciones de los interrogatorios daban fe de los amables intentos de persuasión de los agentes, de promesas y amenazas encubiertas y de numerosas e insistentes preguntas. Ni una sola respuesta.
Ni siquiera un carraspeo.
En algunas ocasiones se oía la voz de Annika Giannini en las cintas cuando ella hacía constar que, como era obvio, su clienta no tenía intención de contestar a ninguna cuestión. La acusación contra Lisbeth Salander se basaba exclusivamente, por lo tanto, en las pruebas forenses y en aquellos hechos que la investigación policial había podido determinar.
En algunos momentos, el silencio de Lisbeth puso a su abogada en una situación incómoda, ya que la obligaba a permanecer casi tan callada como su clienta. Lo que Annika Gianninni y Lisbeth Salander trataron en privado era confidencial.
Ekström tampoco ocultaba que lo que él ambicionaba era, en primer lugar, exigir asistencia psiquiátrica forzosa para Lisbeth Salander y, en segundo lugar, una considerable sentencia penitenciaria. El procedimiento normal era el inverso, pero Ekström consideró que en el caso de Salander existían unos trastornos psíquicos tan manifiestos y un informe psiquiátrico forense tan claro que no le quedaba otra alternativa. Era extremadamente raro que un tribunal se pronunciara en contra de un informe psiquiátrico forense.
Consideró asimismo que la declaración de incapacidad de Salander no debería ser anulada. En una entrevista explicó, con cara de preocupación, que en Suecia había un gran número de personas sociópatas con unos trastornos psíquicos tan graves que constituían un peligro no sólo para sí mismos sino también para el resto de la población, y que a la ciencia no le quedaba más alternativa que mantenerlas encerradas. Mencionó el caso de Anette, una chica violenta que protagonizó todo un culebrón mediático en la década de los setenta y que, treinta años después, todavía seguía ingresada en una institución psiquiátrica. Cualquier intento de aligerar las restricciones tenía como resultado que Anette, fuera de sí y de la manera más violenta posible, la emprendiera contra familiares y empleados o intentara hacerse daño a sí misma. Ekström consideraba que Salander sufría una forma de trastorno psicopático parecido.
El interés de los medios de comunicación había aumentado también por la sencilla razón de que la abogada de Salander, Annika Giannini, no se había pronunciado. En todas las ocasiones en las que se le brindó la oportunidad de presentar las opiniones de la defensa se negó a ser entrevistada. Los medios de comunicación se hallaban, consecuentemente, en una complicada situación en la que la parte de la acusación los colmaba de información mientras que la parte de la defensa no había ofrecido, ni una sola vez, la menor insinuación sobre lo que Salander pensaba de los cargos que se le imputaban ni sobre la estrategia que la defensa iba a utilizar.
Estas circunstancias fueron comentadas por el experto jurídico que uno de los periódicos vespertinos contrató para cubrir el asunto. En una de sus crónicas, el experto constató que aunque Annika Giannini era una respetada abogada defensora de los derechos de la mujer, carecía por completo de experiencia en casos penales fuera de ese ámbito, lo cual le llevó a extraer la conclusión de que resultaba inapropiada para defender a Lisbeth Salander. Mikael Blomkvist también supo a través de su hermana que numerosos abogados famosos se habían puesto en contacto con ella para ofrecerle sus servicios. Annika Giannini, por encargo de su clienta, había declinado amablemente todas esas ofertas.
Mientras esperaba que se iniciara el juicio, Mikael miró por el rabillo del ojo al resto del público asistente. En el sitio más cercano a la salida descubrió a Dragan Armanskij.
Sus miradas se cruzaron un instante.
Ekström tenía un considerable montón de papeles sobre su mesa. Con un movimiento de cabeza, saludó a unos periodistas en señal de reconocimiento.
Annika Giannini se hallaba sentada en su mesa, justo enfrente de Ekström. Estaba organizando sus papeles y no miró a nadie. Mikael tuvo la sensación de que su hermana estaba algo nerviosa. El típico miedo escénico, pensó.
Luego entraron en la sala el presidente del tribunal, el asesor y los vocales. El presidente era el juez Jörgen Iversen, un hombre canoso de cincuenta y siete años de edad, de rostro demacrado y paso firme. Mikael había preparado un texto sobre su trayectoria profesional y constató que se trataba de un juez muy correcto y experimentado que había presidido numerosos y célebres juicios.
Por último, Lisbeth Salander fue conducida a la sala.
A pesar de que Mikael estaba acostumbrado a la capacidad que tenía Lisbeth Salander para vestirse de forma escandalosa, le dejó perplejo el hecho de que Annika Giannini le hubiera permitido aparecer enfundada en una negra minifalda de cuero rota por las costuras y una camiseta de tirantes con el texto I am irritated que no ocultaba casi nada de sus tatuajes. Llevaba unas botas, un cinturón de remaches y unos calcetines altos, hasta la rodilla, a rayas negras y lilas. Tenía una buena decena de piercings en las orejas y unos cuantos aritos en los labios y las cejas. Lucía una especie de hirsuto y enmarañado rastrojo de pelo negro de tres meses que no se cortaba desde la operación. Además, iba más maquillada de lo habitual: un lápiz de labios gris, las cejas pintadas y un rímel negro azabache mucho más abundante que lo que Mikael le había visto jamás. En la época en la que estuvieron juntos, ella siempre mostró un interés más bien escaso por el maquillaje.
Ofrecía un aspecto ligeramente vulgar, por expresarlo de manera diplomática. Digamos que gótico. Parecía una vampiresa sacada de alguna artística película del pop-art de los años sesenta. Mikael advirtió que en cuanto ella hizo acto de presencia, algunos de los reporteros que se encontraban entre el público contuvieron el aliento asombrados mientras sonreían entretenidos. Cuando por fin pudieron ver a esa chica de tan mala reputación y sobre la que habían corrido tantos ríos de tinta, todas sus expectativas quedaron de sobra cubiertas.
Luego se dio cuenta de que, en realidad, Lisbeth Salander se había disfrazado. Por regla general, solía vestirse de modo descuidado y, al parecer, sin gusto. Mikael siempre había dado por descontado que no lo hacía por seguir ninguna moda, sino para afirmar su identidad. Lisbeth Salander marcaba su propio territorio como si fuera un dominio hostil. Mikael siempre había considerado las tachuelas de su chupa de cuero iguales al mecanismo de defensa de las púas del erizo. Una señal de advertencia para con su entorno: «No intentes acariciarme. Te dolerá.»
Sin embargo, al entrar en la sala del tribunal llevaba una vestimenta tan exagerada que a Mikael le resultó más bien algo paródica.
Entonces fue consciente de que no era una casualidad, sino parte de la estrategia de Annika.
Si Lisbeth Salander hubiese llegado con el pelo engominado, una blusa de lazos y unos impecables zapatos, habría dado la impresión de ser una estafadora que intentaba venderle una historia al tribunal. Simple cuestión de credibilidad. Ahora se presentaba ante ellos tal cual era. Aunque de manera algo exagerada, la verdad; para que no se le escapara a nadie. No fingía ser algo que no era. El mensaje que enviaba a los miembros del tribunal estaba bien claro: no tenía por qué avergonzarse ni hacerles la pelota; le traía sin cuidado que tuvieran algún problema con su aspecto. La sociedad la había acusado de ciertas cosas y el fiscal la había arrastrado hasta allí. Con su simple presencia ya había dejado claro que tenía la intención de rechazar los argumentos del fiscal por considerarlos meras tonterías.