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A Sonja Modig le sorprendió un poco que Erlander complaciera a Zalachenko utilizando el apellido Bodin para dirigirse a él. Zalachenko volvió ligeramente la cabeza, de modo que pudo ver a Erlander. Su voz se suavizó:

– Lo… lo siento. No sé nada de Niedermann. Yo no he matado a ningún policía. Anoche yo mismo fui víctima de un intento de asesinato.

– De momento estamos buscando a Ronald Niedermann. ¿Tiene alguna idea de dónde podría esconderse?

– No sé en qué círculos se mueve. Yo…

Zalachenko dudó unos segundos. Su voz adquirió un tono más confidencial.

– Debo reconocer… entre nosotros… que en más de una ocasión he estado preocupado por Niedermann.

Erlander se inclinó un poco hacia delante.

– ¿Qué quiere decir?

– Me he dado cuenta de que puede ser una persona violenta. De hecho me da miedo.

– ¿Quiere decir que se ha sentido amenazado por Niedermann? -preguntó Erlander.

– Eso es. Soy un hombre mayor. No puedo defenderme.

– ¿Podría explicarme cómo es su relación con Niedermann?

– Soy un minusválido -comentó Zalachenko, señalando su pie-. Esta es la segunda vez que mi hija intenta matarme. Contraté a Niedermann como ayudante hace ya muchos años. Creí que me podría defender… pero en realidad se ha apoderado de mi vida. Va y viene como le da la gana; a mí no me hace caso.

– ¿Y cómo le ayuda? -intervino Sonja Modig-. ¿Haciendo las cosas que usted no puede hacer?

Con el único ojo que le quedaba visible, Zalachenko le lanzó una prolongada mirada a Sonja Modig.

– Tengo entendido que hace diez años Lisbeth Salander le arrojó una bomba incendiaria en el coche -dijo Sonja Modig-. ¿Podría explicar qué la impulsó a hacer eso?

– Eso se lo tendrá que preguntar a mi hija. Está mal de la cabeza.

Su voz volvió a adquirir un tono hostil.

– ¿Quiere decir que no se le ocurre ninguna razón por la que Lisbeth Salander le atacara en 1991?

– Mi hija es una enferma mental. Hay documentos que lo demuestran.

Sonja Modig ladeó la cabeza. Se dio cuenta de que cuando ella hacía las preguntas Zalachenko contestaba de un modo considerablemente más agresivo y adverso. Se percató de que Erlander también lo había notado. De acuerdo… Good cop, bad cop. Sonja Modig alzó la voz.

– ¿No cree que su comportamiento podría tener algo que ver con el hecho de que usted sometiera a su madre a un maltrato tan brutal que le llegó a ocasionar daños cerebrales irreparables?

Zalachenko contempló sin inmutarse a Sonja Modig.

– Eso son chorradas. Su madre era una puta. Lo más seguro es que fuera uno de sus clientes quien la golpeó. Yo sólo pasaba por allí por casualidad.

Sonja Modig arqueó las cejas.

– ¿Así que es usted completamente inocente?

– Por supuesto.

– Señor Zalachenko… A ver si lo he entendido bien: ¿me está diciendo que niega haber maltratado a su pareja de entonces, Agneta Sofia Salander, la madre de Lisbeth Salander, a pesar de que eso fuera objeto de un extenso informe, resultado de una investigación clasificada que realizó Gunnar Björck, su mentor en la Säpo por aquel entonces?

– A mí nunca me han condenado por nada. Ni siquiera me han procesado. Yo no puedo responder de lo que un loco de la Säpo se haya inventado en sus informes. Si yo fuera sospechoso, al menos deberían haberme interrogado.

Sonja Modig se quedó sin palabras. La verdad era que Zalachenko parecía sonreír bajo el vendaje.

– Así que quiero poner una denuncia contra mi hija. Ha intentado matarme.

Sonja Modig suspiró.

– Ahora empiezo a entender por qué Lisbeth Salander sintió la necesidad de estamparle un hacha en toda la cabeza.

Erlander aclaró la voz.

– Perdone, señor Bodin… quizá debamos volver a lo que sabe usted sobre las actividades de Ronald Niedermann.

Una vez fuera de la habitación de Zalachenko, Sonja Modig llamó por teléfono al inspector Jan Bublanski desde el pasillo.

– Nada -dijo.

– ¿Nada? -repitió inquisidor Bublanski.

– Ha denunciado a su hija por graves malos tratos e intento de asesinato. Afirma no tener nada que ver con los crímenes de Estocolmo.

– ¿Y cómo explica que Lisbeth Salander haya sido enterrada en su granja de Gosseberga?

– Dice que estaba resfriado y que se pasó la mayor parte del día durmiendo. Y que si alguien ha disparado contra Salander en Gosseberga, debe de haber sido obra de Ronald Niedermann.

– Vale. ¿Qué tenemos?

– Le dispararon con una Browning del calibre 22. Gracias a eso está viva. Hemos encontrado el arma. Zalachenko reconoce que es suya.

– De acuerdo. O sea, que es consciente de que vamos a encontrar sus huellas en la pistola.

– Exacto. Pero dice que la última vez que la vio estaba en el cajón de su escritorio.

– De modo que es muy posible que el bueno de Ronald Niedermann la cogiera mientras Zalachenko estaba durmiendo y que luego le disparara a Salander. ¿Podemos demostrar que no fue así?

Sonja Modig reflexionó unos segundos antes de contestar.

– Conoce muy bien la legislación sueca y los métodos de la policía. No confiesa absolutamente nada y usa a Niedermann como cabeza de turco. La verdad es que no sé lo que podemos probar. Le he pedido a Erlander que mande su ropa al laboratorio para que investiguen si hay rastros de pólvora, aunque lo más probable es que diga que estuvo practicando el tiro hace un par de días.

Lisbeth Salander percibió un aroma de almendras y etanol. Era como si tuviera alcohol en la boca; intentó tragar y sintió que su lengua estaba dormida y paralizada. Quiso abrir los ojos pero no pudo. A lo lejos, oyó una voz que parecía dirigirse a ella, aunque no fue capaz de discernir las palabras. Algo después, la percibió clara y nítidamente:

– Creo que se está despertando.

Notó que alguien le tocaba la frente e intentó apartar la intrusa mano con un movimiento de brazo. En ese mismo instante, experimentó un intenso dolor en el hombro izquierdo. Se relajó.

– ¿Me oyes?

Lárgate.

– ¿Puedes abrir los ojos?

¿Quién es este idiota de mierda que me da la lata?

Finalmente abrió los ojos. Al principio sólo vio extraños puntos de luz que acabaron por materializarse en una figura en medio de su campo de visión. Intentó enfocar la mirada pero la figura no hacía más que apartarse. Era como si hubiese cogido una cogorza de tres pares de narices y como si la cama no parara de inclinarse hacia atrás.

– Strstlln -pronunció.

– ¿Qué has dicho?

– Diota -dijo.

– Eso suena mejor. ¿Puedes volver a abrir los ojos?

Lo que abrió fueron dos finas ranuras. Vio una cara extraña y memorizó cada detalle. Un hombre rubio con unos ojos intensamente azules y un anguloso y torcido rostro.

– Hola. Me llamo Anders Jonasson. Soy médico. Estás en el hospital. Te han herido y te estás despertando de una operación. ¿Sabes cómo te llamas?

– Pschalandr -dijo Lisbeth Salander.

– De acuerdo. ¿Me puedes hacer un favor? ¿Podrías contar hasta diez?

– Uno, dos, cuatro… no… tres, cuatro, cinco, seis…

Luego volvió a dormirse.

Sin embargo, el doctor Anders Jonasson se quedó contento con la respuesta obtenida. Ella había dicho su nombre y empezado a contar. Eso indicaba que seguía teniendo relativamente intactas sus facultades intelectuales y que no se iba a despertar convertida en un vegetal. Apuntó la hora en la que despertó: 21.06, más de dieciséis horas después de la operación. Él había dormido gran parte del día y volvió a Sahlgrenska sobre las siete de la tarde. En realidad era su día libre, pero tenía papeleo atrasado.

Y no había podido resistir la tentación de pasar por la UVI y echarle un vistazo a la paciente en cuyo cerebro había hurgado esa misma madrugada.

– Dejadla dormir un poco más, pero controlad bien su electro. Temo que puedan aparecer inflamaciones o hemorragias en el cerebro. Pareció tener un dolor agudo en el hombro cuando intentó mover el brazo. Si se despierta, suministradle dos miligramos de morfina cada hora.

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